Washington, 9 de febrero de 1916
La sala estaba abarrotada. Había un centenar de personas distribuidas por todos lados a la espera de que entrara el presidente. Los músicos afinaban sus instrumentos y el servicio recorría la estancia ofreciendo bebidas a los invitados. En la Sala Verde, el presidente tomaba una última copa antes de entrar al salón.
—Querido, creo que debes entrar —comentó Edith impaciente.
—Lo bueno de ser presidente de los Estados Unidos es que a nadie le importa esperarte. Déjame que apure el vaso —contestó bebiendo el último trago.
—Son donantes de tu campaña —dijo Edith.
—Esta noche no, los fondos irán para la Escuela de Huérfanos de la Guerra —dijo el presidente.
—Razón de más.
—Llevo semanas sin descansar, entre la guerra y la campaña para ser nombrado candidato demócrata estoy agotado —dijo Wilson quejicoso.
—No te presentes —dijo Edith. Sabía que cuando Wilson se ponía así, lo mejor era no darle tregua.
—¿Para que esos malditos republicanos conviertan el país en un yermo? Ni hablar. Necesito cuatro años más para completar mi trabajo y conseguir la paz en Europa.
—Pues adelante, querido.
Wilson notó como recuperaba el ánimo y cruzó la puerta con la expresión solemne de un presidente de los Estados Unidos.
Uno de los ujieres anunció su llegada y después los invitados esperaron a que se sentara en la silla. Se atenuó un poco la luz y el concierto comenzó.