Capítulo 83

Washington, 9 de febrero de 1916

La casa de Jean se encontraba en una de las zonas residenciales de la ciudad. Atravesaron una verja abierta y recorrieron un sendero custodiado por árboles hasta los pies de una estatua de Cristo con los brazos abiertos. El sendero se dividía en dos, optaron por caminar por el de la derecha, ascendieron una pendiente y contemplaron la casa blanca, de techo gris y un enorme porche sobre columnas dóricas. A pesar de la blancura de la fachada, su vetustez les inquietaba. Gran parte del frente estaba cubierta por enredaderas sin hojas y sus ramas daban la sensación de estar devorando la casa poco a poco. Llamaron a la puerta y esperaron hasta que un criado les salió a recibir. Era negro y vestía un impecable uniforme negro, con camisa blanca y pajarita. Les llevó hasta la biblioteca y esperaron hojeando los libros hasta que su anfitrión apareció por la puerta.

—Siento haberles hecho esperar. Por favor, siéntense. ¿Quieren tomar algo?

—No gracias —contestó Lincoln.

—Yo me tomaré un poco de brandi. Es algo temprano y mi santa madre decía que hasta el mediodía no había que probar el alcohol, pero eso es cuestión de opiniones.

El hombre se sirvió una copa y se acercó a una gran mesa sobre la que tenía varios libros.

—Llevo el día entero pensando en su investigación.

—Me sorprende que tenga esta mansión y sea bibliotecario —dijo Lincoln.

Jean levantó los brazos con gesto grandilocuente y dijo:

—Todo esto es parte de mi herencia. Mis abuelos fundaron una empresa naviera y mis padres invirtieron todo su dinero en Bolsa. Me temo que el origen de mi fortuna actual es la especulación bursátil; aunque es mi agente quien lleva esos asuntos, yo me limito a disfrutar de los libros.

—Le entiendo perfectamente, gracias a sus rentas puede dedicar el resto de su vida a los libros —dijo Hércules.

—Somos unos privilegiados —comentó Jean abriendo uno de los tomos.

Hércules y Lincoln se aproximaron. El libro era un viejo volumen en el que se hablaba de la colonización de América.

—Según el libro que les dio Jack London, un grupo de templarios ocultaron algo en la zona de Nueva Inglaterra. Se menciona que pasaron por Nueva York y se dirigieron más hacia el norte, pero eso es algo extraño —dijo Jean.

—¿Por qué? —preguntó Hércules.

—Más al norte la tierra era muy inhóspita y por las características de las islas que se describen parece que estuvieran describiendo la desembocadura del propio río Hudson —dijo Jean.

—¿De verdad cree que lo que escondieron esos templarios está en el centro de la ciudad? —preguntó Lincoln.

—Ellos visitaron la ciudad, puede que el resto del relato simplemente fuera una manera de alejar a los curiosos del tesoro —dijo Jean.

—Eso no tiene mucho sentido —comentó Lincoln.

—Las figuras que les dio el senador: una cruz templaría de piedra, un caballero con la inscripción «pozo de las almas» y algo parecido a una oveja o carnero. ¿Es correcto?

—Sí, sin duda los tres símbolos son templarios. Tenemos que buscar algún resto templario en Nueva York —dijo Jean.

—Pero eso es absurdo. No hay restos templarios en Nueva York. Yo viví allí durante varios años y nunca escuché nada parecido —dijo Lincoln.

—Naturalmente, los restos están ocultos, no a la vista de cualquiera —dijo Jean frunciendo el ceño.

—Sí están allí, los encontraremos —dijo Hércules señalando el mapa de la ciudad de Nueva York.