Capítulo 77

Little Rock, 8 de febrero de 1916

El revisor aferró el pomo con fuerza, pero la puerta estaba cerrada por dentro. Llamó con los nudillos insistentemente, pero no halló respuesta. Sacó la llave maestra y abrió la puerta. Observó el compartimento en penumbra y no vio nada extraño; estaba a punto de volver a cerrar y dirigirse al siguiente vagón cuando tropezó con algo en el suelo. Encendió la luz y se quedó atónito mirando el cuerpo inerte allí tendido. Se sobresaltó al ver la expresión aterrorizada del hombre. Nunca había visto un rostro tan desencajado por el miedo. Intentó ponerlo sobre el sillón, pero no pudo moverlo. Resopló y se apoyó en la puerta, después hizo un nuevo intento y consiguió apoyarlo contra el sillón, y luego tiró de él hasta colocarlo sobre sí mismo.

El cuerpo se movió y abrió los ojos. El revisor lanzó un grito de terror, pero apenas se escuchó su voz asfixiada por el ruido del tren al entrar en la estación.

El hombre balbuceó algo, pero el revisor no logró entenderle.

—¿Qué?

—Él ha estado aquí.

—¿Quién? —preguntó el revisor, nervioso.

—Él no quiere que toquemos a sus hijos…

—No le entiendo, ¿qué le sucede? Quédese quieto e iré a buscar un médico.

—Ya estoy muerto, pero avise a mis amigos. No pueden enfrentarse a él.

El revisor intentó calmar al hombre, pero no podía transmitirle mucha tranquilidad, notaba como su corazón palpitaba con fuerza.

—Cálmese, iré a por ayuda.

—No deje que me lleve —comentó el hombre aferrándose a la chaqueta del revisor.

—No se preocupe —contestó sintiendo como un escalofrío le recorría toda la espalda.

El revisor salió del compartimento con la cara pálida y las piernas flojas. Apenas se movía, caminando nervioso hasta la salida. Buscó al jefe de estación y unos minutos después regresaron al vagón. Cuando entraron en el compartimento, el hombre estaba sentado con expresión tranquila, mirando hacia la ventana. El jefe de estación, el médico y el revisor se miraron extrañados.

—Señor —dijo el revisor tocando el hombro del pasajero.

El cuerpo se cayó hacia delante y los tres se lanzaron sobre él para recogerlo. El médico le tomó el pulso.

—Está muerto.

Los tres hombres se miraron inquietos.

—¿Quién es? —preguntó el jefe de estación.

El revisor miró su libreta con la mano temblorosa y, casi sin voz, dijo:

—John Griffith Chaney.