Capítulo 64

Washington, 6 de febrero 1916

La cena estaba puesta en la mesa. El presidente charlaba animado con el embajador británico, desde hacía semanas los aliados presionaban para que los Estados Unidos entraran en la guerra, pero los europeos eran incapaces de entender cómo funcionaba el sistema electoral norteamericano.

—No comprendo —dijo el embajador británico.

—Nuestro sistema es más garantista. No se trata de tener una mayoría en el Parlamento y que el jefe del Estado nos pida formar Gobierno. Primero debemos ganar las primarias de nuestro propio partido para presentarnos como candidatos, después necesitamos el apoyo de miles de ciudadanos que nos den donativos para sufragar la campaña. La mayor parte de los norteamericanos no ven la necesidad de entrar en guerra, piensan que es un asunto meramente europeo —explicó Wilson.

—¿No ven que Alemania y Austria son un peligro? Las potencias centrales no quieren solo un predominio en los Balcanes, su deseo es gobernar el mundo. Alemania se extiende por África y busca colonias en Asia, dentro de poco se atreverá hasta con América —dijo el embajador francés.

—No tenemos miedo a Alemania, a pesar de que en los últimos años nos consta que ha instigado a los mexicanos a enfrentarse contra nosotros, pero lo que no desea nuestro Gobierno es que una sola potencia se haga con el control del mundo —dijo el presidente.

—La situación es crítica. La guerra se está alargando demasiado y nuestros países se encuentran al borde del colapso. Necesitamos su ayuda —dijo el embajador británico.

—Denme unos meses, ahora mismo tengo las manos atadas. Mi deseo es que de esta guerra salga una paz larga y duradera. No podemos permitir que las grandes potencias diriman sus luchas a través de la guerra —dijo el presidente.

—¿De qué otra forma podrían hacerlo? —preguntó el embajador británico.

—Creando organismos que arbitren en las disputas y den una solución justa —respondió el presidente.

—Y, ¿por qué una nación soberana se iba a someter al dictado de una organización internacional? —preguntó el embajador francés.

—Por la presión del resto —dijo el presidente.

—Lo siento, presidente, pero no creo que algo así funcione. Hay países democráticos que están acostumbrados a someterse al imperio de la ley, pero la mayor parte de las naciones son dictaduras o regímenes totalitarios, ese tipo de Estados no se someterían a las decisiones de un organismo de esas características —dijo el embajador británico.

—Muchos únicamente entienden el empleo de la fuerza —dijo el embajador francés.

—Yo creo que el hombre del siglo XX está aprendiendo una gran lección con esta guerra y no volverá a caer en los mismos errores —dijo el presidente.

Los dos embajadores se quedaron en silencio. A veces se sorprendían de la ingenuidad de los norteamericanos. Sin duda eran una nación demasiado joven y optimista para entender qué era lo que movía el mundo.

—Los hombres se gobiernan por ambiciones y el uso de la fuerza es el único instrumento que hasta ahora ha satisfecho su deseo de dinero, poder o prestigio. Las guerras continuarán mientras el hombre habite la tierra —dijo el británico.

—Los franceses tenemos una visión más optimista de la raza humana, pero todavía estamos lejos de vivir en un mundo de paz y armonía.

—Les comprendo, yo tampoco creo en la bondad del ser humano, pero sí en el poder de las palabras —dijo el presidente.

Mientras, al otro lado de la ciudad, las palabras eran acalladas por los disparos.