Washington, 6 de febrero 1916
Lear estaba furioso. Sus hombres habían fracasado de nuevo, el tiempo se agotaba y sus enemigos les pisaban los talones. Tenía que tomar medidas desesperadas. Al parecer, las advertencias no habían sido suficientes, y la amenaza de matar a la hija del senador no había servido para nada. Después del ritual de la mañana se sentía más fuerte, pero por otro lado se arrepentía de haber cambiado la víctima del sacrificio en el último momento, sin duda Margaret habría sido la mejor can di data.
Uno de sus hombres entró en su despacho. Desde allí se podía contemplar el monumento a Jefferson y gran parte de la ciudad.
—Gran maestre.
—Sí, ¿qué quieres? —preguntó Lear, molesto.
—Hemos vuelto a localizar al grupo, están en la casa pastoral de la calle Veintitrés.
—¿Dónde?
—El padre de uno de ellos al parecer es pastor de una iglesia pentecostal de negros —dijo el caballero.
—No podemos perder esta oportunidad. Ordena inmediatamente que todos los hombres disponibles los busquen y los traigan aquí. Esta vez no podéis fallar.
—Sí, gran maestre.
—Los quiero vivos, especialmente a los tres, el hombre negro, el caballero español y la señorita, el resto no me importa —dijo Lear.
—Saldremos de inmediato —dijo el caballero retirándose.
Lear pensó en cuántos grandes maestres habían buscado las reliquias perdidas y habían fracasado. Un tesoro tan bien guardado que sus propios cuidadores lo habían perdido. Una verdadera fortuna en oro, plata y piedras preciosas, pero sobre todo aquella reliquia tan poderosa que les devolvería su antigua gloria.