Capítulo 60

Washington, 6 de febrero de 1916

Todos iban vestidos con la túnica negra y la cruz roja en el pecho. En la cara llevaban máscaras doradas con la expresión de cruel indiferencia. Para aquella ceremonia solemne se habían reunido prácticamente todos los hermanos. Algunos acababan de llegar de las reuniones de sus diferentes iglesias, era mejor que al menos la sociedad siguiera viéndoles como hombres respetables. Ahora podrían dar libertad a sus instintos.

Lear entró con una guardia de diez hombres. Sus atuendos eran ligeramente más ricos, bordados en oro y sus máscaras representaban algo parecido a un dios pagano o un demonio.

Se hizo un gran silencio y Lear se dirigió al altar.

—Hermanos, caballeros templarios, estamos aquí reunidos para celebrar una de nuestras ceremonias solemnes. Hace siglos, los que fundaron nuestra orden no podían ni imaginar que en las entrañas del antiguo templo de Salomón iban a encontrar las respuestas a las preguntas que la humanidad llevaba siglos haciéndose. Salomón terminó sirviendo a muchos dioses, se dio cuenta que el dios de los israelitas era caprichoso, celoso, pero que no recompensaba a aquellos que le entregaban su vida. Descubrió que el verdadero culto era al dios de la luz, a aquel que había creado la música. Al más celestial de todos los ángeles.

Hizo una pausa y comprobó la expectación de los hermanos. Durante todo el año esperaban esa ceremonia, era la forma de tomar energía para el resto del año.

—Nuestra misión de transmitir la verdad sobre Dios y las mentiras de la Iglesia nos llevó a la clandestinidad y el destierro, pero eso está a punto de acabar. Dentro de poco recuperaremos todo lo que nuestros hermanos escondieron en estas tierras y el mundo temblará.

Un gran murmullo se extendió por la sala.

—¡Se necesita sangre inocente! —gritó Lear.

—¡Se necesita sangre inocente! —gritaron todos a coro.

Dos caballeros trajeron a una muchacha rubia hasta el altar, tenía unos dieciséis o diecisiete años y, aunque estaba visiblemente drogada, su cara reflejaba una expresión de pánico. Su cuerpo temblaba, pero no se resistía.

La tumbaron sobre el altar y de repente todos se callaron. Un silencio espeso e impaciente recorrió la sala.

—Hermanos, Abraham no se atrevió a sacrificar a Isaac, el dios de los judíos fue cobarde y le mandó un cordero, pero nuestro Dios es valeroso. Él no tiene miedo de derramar sangre humana.

Lear levantó un gran cuchillo y dijo unas letanías en latín. Después gritó:

—Moloch, Baal, Lucifer, Satanás, por todos tus nombres, para tu gloria te entregamos este cuerpo inocente.

El gran maestre hundió el cuchillo en el vientre de la muchacha y esta lanzó un grito espantoso. La sangre comenzó a manar del vientre y la chica intentó agarrárselo con las manos, pero dos hombres sujetaban sus piernas y otros dos sus manos. Lear volvió a hincar el cuchillo una y otra vez, mientras la sangre le salpicaba la cara y las ropas. Olfateó el olor caliente y dulzón de la sangre, pero no se detuvo hasta que la chica dejó de moverse.

Después levantó el cuchillo y lo enseñó a los presentes.

—Por el verdadero Dios, por aquel que un día gobernará el mundo y someterá al hombre bajo nuestros pies.

Los caballeros gritaron eufóricos, extasiados por la sangre y el horror. El mecanismo ancestral de la violencia había inflamado sus más bajos instintos, aquellos que convierten al hombre en un animal cruel.