Nueva York, 6 de febrero de 1916
La catedral de San Patricio estaba abarrotada. Los domingos por la mañana centenares de fieles recorrían las calles de Manhattan para dirigirse al templo más grande de la ciudad. La fachada gótica, muy similar a la de Notre Dame de París, apenas destacaba entre los inmensos rascacielos de la ciudad. Franklin D. Roosevelt había vivido allí toda la vida, pero en los últimos años el número y tamaño de los rascacielos había aumentado. A veces pensaba en la ciudad como una nueva Babilonia, desafiante y orgullosa.
Cuando atravesaron las puertas y se aproximaron por el pasillo central hacia el altar, pensó en lo que debían sentir los fieles en la Edad Media al entrar en la casa de Dios. Aquellos edificios se construyeron para hacer que uno se sintiese pequeño. Él no se consideraba un tipo muy religioso, su familia era episcopaliana, pero no tenía ningún problema en acudir los domingos al servicio.
Comenzó el oficio y Franklin no pudo evitar imaginar a toda aquella orgullosa ciudad humillada. El crecimiento de los últimos años había sido impresionante: los ricos, más ostentosos y los pobres, aún más pobres. No se consideraba un defensor de los más necesitados, pero tal vez una de las cosas que su familia nunca había olvidado eran sus orígenes modestos y que el motivo de viajar a América había sido la falta de libertad religiosa.
Al terminar el servicio se les acercaron varios amigos para saludarles.
—Franklin, ya tenemos todo preparado, el viernes que viene saldremos para allí si te parece bien —dijo su amigo Duncan.
Eleanor miró a su marido de reojo. No le gustaban nada sus aventuras, pensaba que le entretenían de su carrera política. Cuando media hora más tarde estaban en casa comiendo, su mujer inició la conversación.
—¿Por qué pierdes el tiempo buscando tesoros o metiéndote en negocios ruinosos?
—No es perder el tiempo, hay misterios que todavía no han sido resueltos y me gusta pensar que puedo contribuir a desvelarlos.
—Tú no has sido predestinado para eso. Hace años que hablamos de nuestro futuro y del deseo de hacer de este país un lugar más justo.
—Pero ¿realmente crees que un congresista puede cambiar algo? —preguntó Franklin.
—Creo que puede intentarlo, además, ¿quién está hablando de ser un congresista? Debes aspirar a más —dijo Eleanor.
—La política no es lo mío. Creo que es el corsé que el hombre ha inventado para decir que hace algo y no hacer nada. Ya ayudamos a centenares de personas con nuestras fundaciones y entidades benéficas. El dinero invertido en política en cambio, es como tirar billetes a la basura.
Eleanor no soportaba cuando su marido se ponía antagónico. Su relación, para bien o para mal, siempre había sido apasionada. No había podido ser de otra manera. Sus padres se oponían a la boda, la sociedad de Nueva York no veía con buenos ojos su unión, pero la fuerza del amor les había mantenido firmes en la adversidad. Ahora, once años más tarde, notaba a su marido frío y distante. No lo sabía con certeza, pero intuía que tenía una aventura con otra.
—Franklin, ¿por qué dices cosas que realmente no piensas? Sigue jugando a descubrir tesoros, no me importa, pero no descuides tu verdadera vocación. Solo vivimos una vez y nuestras decisiones nos conducen más de que lo creemos hacia nuestro destino.
—El destino es una cosa intangible, querida. Yo prefiero vivir el presente.