Alexandria, 5 de febrero de 1916
Mientras ascendían por las escalinatas del mausoleo, Laurence comenzó a contarles la historia del edificio.
—Este edificio es otra de las muestras de la importancia de la masonería en nuestro país. El monumento está dedicado a la memoria del presidente Washington. Como ya habrán adivinado, la torre representa al famoso faro de Alejandría en Egipto. El edificio está construido en la colina de Shuter’s, la antigua ubicación de uno de los fuertes que protegían esta región. Dentro se conserva la colección de la Logia 22 de Washington, la logia a la que pertenecía el presidente. Entre sus tesoros más valiosos se encuentran los símbolos que Washington utilizó para inaugurar el edificio del Capitolio, su fajín y la paleta de plata.
—Es increíble que se guarde todo eso —dijo Alicia.
—Los norteamericanos tenemos una historia corta, pero intentamos preservarla lo mejor posible —dijo Laurence.
—¿Qué podemos encontrar en el edificio? —preguntó Jack.
—La zona de visitas está muy limitada. No olviden que el edificio tiene diez plantas —dijo el tío de Lincoln.
—¿Diez plantas? No parece tan alto —dijo Hércules.
—El edificio tiene varios sótanos. En la primera planta hay tres grandes áreas: el santuario, el salón de la asamblea y el comedor.
La parte más interesante es la del salón, en las paredes están representadas las escenas de la vida de Washington, pero será mejor que entremos.
Los cinco entraron en el edificio. Un hombre vestido de traje les cobró el acceso, les entregó un mapa y les advirtió que no salieran de la zona restringida. Después se dirigieron directamente al gran salón.
—¿Cuándo se construyó el edificio? —preguntó Alicia.
—Apenas lleva un año construido —comentó el tío de Lincoln.
—¿Un año? —preguntó sorprendida la mujer.
—Sí, antes los símbolos de la logia y del propio Washington estaban en el antiguo edificio de masones de la ciudad, pero en una suscripción popular de más de dos millones de hermanos se donó el dinero para que se construyera el edificio —dijo el tío de Lincoln.
—Entonces, ¿qué pistas podemos encontrar aquí? —preguntó Lincoln.
—Ya les he dicho que se conservan muchos de los utensilios del propio Washington —comentó el tío de Lincoln.
Hércules se acercó a la gran estatua que presidía la sala.
—¿Es George Washington? —preguntó el español.
—Sí —dijo Lincoln.
Hércules examinó los detalles de la gran estatua de bronce. Washington estaba representado de pie, vestido de civil. En una mano llevaba una maza que simbolizaba la justicia, en la otra un sombrero. De su cuello colgaba una escuadra y cartabón y en el mandil se veía claramente la representación del «ojo que todo lo ve».
—El mandil representa a la Providencia. Algunos creen que este símbolo es egipcio, pero también está representado en la cultura hebrea —dijo el tío de Lincoln.
Jack London se aproximó a la inmensa estatua, sacó el libro y miró el símbolo grabado en la portada. Todos le rodearon hasta formar un corro.
—¿Qué es eso? —preguntó Alicia.
—Esta es la razón por la que el senador Phillips y yo nos íbamos a ver.
Lincoln miró sorprendido a Hércules.
—Explíquese, por favor —dijo Alicia.
—¿Por qué no nos sentamos? —dijo Laurence. Su enorme barriga le hacía fatigarse con facilidad.
Se sentaron en un banco y Jack London se mantuvo callado unos segundos, como si le resultara doloroso recordar.
—Bueno, no sé hasta qué punto me conocen. Soy escritor y he pasado la mayor parte de mi vida viajando por el país y el resto del mundo. Mi afán de aventuras siempre tuvo un componente claro de desarraigo, nunca me he sentido parte de nada. Mi madre era una persona independiente, poco cariñosa y de ideas religiosas extrañas. Yo me crie alejado de toda forma de religión, mejor dicho, con una gran aversión a toda forma religiosa organizada. Mi agnosticismo se traducía en un racionalismo y naturalismo exacerbado.
—¿Qué tiene eso que ver con el senador Phillips? —preguntó impaciente Lincoln.
Alicia le hizo un gesto para que se callara.
—Les digo todo esto para que sean conscientes de que yo no soy una persona especialmente crédula, más bien diría todo lo contrario. Hace dos años recibí una invitación del escritor Lovecraft para dar una conferencia en Providence. Me alojé en su casa, mejor dicho en casa de su madre. El ambiente en aquel hogar era extremadamente asfixiante, lóbrego y triste. Se puede decir que la familia conservaba ese aire puritano de los Padres Peregrinos. El joven escritor estaba obsesionado con Edward Allan Poe y su obra. Podía recitar de memoria todos sus libros, pero le obsesionaba especialmente la muerte del escritor. Una de las largas noches que pasamos juntos me contó una de sus ideas descabelladas:
—Edward no murió de la manera que han querido hacernos creer. Muchos han dicho que estaba muy deprimido y que por eso se le encontró abandonado en las calles de Baltimore, pero ¿por qué iba estar en ese estado tan lamentable si unos días después se iba a casar con el amor de su vida? Además, muchos testigos dijeron que estaba sumamente feliz por la boda.
—A veces nuestro estado de ánimo cambia de repente —le comenté.
—Sí, es posible, pero ¿por qué estaba vestido con unas ropas que no eran suyas y deliraba nombrando a uno de los personajes de su novela La narración de Arthur Gordon Pym? No sé si la ha leído.
—No.
—La historia trata de un viaje y la llegada a una misteriosa isla, allí unos salvajes les atacan y tienen que esconderse en unas grutas. Creo que Edward se basó en otro libro y que cambió el escenario real de los hechos por otro, para no dar demasiadas pistas. Aun así alguien leyó el libro y se dio cuenta de que Edgar conocía una historia que solo un selecto grupo sabía —dijo el joven Lovecraft.
—¿Me está diciendo que le mataron a causa de un libro?
—Podríamos decirlo así. Hace un año viajé a su casa en Nueva York. Allí se conserva su vieja biblioteca. Uno de los libros encuadernados en cuero negro me llamó la atención. No parecía el típico libro de Edward, sin duda se trataba de un manuscrito antiguo, calculé que del siglo XVII o XVIII. No pude evitar la tentación, lo guardé entre mis ropas y lo robé.
—¿Lo robó? —le pregunté al joven, sorprendido.
—Edward ya no lo iba a necesitar y los libros no fueron creados para pudrirse en museos.
El joven me dejó unos instantes y regresó con el libro en la mano.
—Este libro es mucho más que una historia, desde que lo tengo mi vida ha sido un desastre, tal vez no sea la persona adecuada para custodiarlo.
—No le entiendo —le dije extrañado.
—Desde que llegó a mis manos, mi abuelo falleció, nuestra familia está al borde de la ruina, y mi madre está cada vez más histérica.
—Pero esas situaciones son normales —le comenté.
—Escucho voces y noto una presencia extraña. Por favor, llévese el libro. Yo no he podido terminarlo y desentrañar su misterio.
En ese momento sentí un escalofrío que recorrió mi espalda, pero a pesar de ello le dije:
—Yo no creo en cuentos de fantasmas. Cuando Jack London terminó su relato, todos estaban inquietos. Escucharon un fuerte portazo, que les sobresaltó.
—Será mejor que continuemos la visita —comentó el tío de Lincoln.
El grupo recorrió las salas del museo y escuchó las explicaciones del bibliotecario. A mediodía estaban hambrientos y cansados. Salieron del edificio y se dirigieron a un restaurante próximo. Todos tenían la misma sensación de pesadez y angustia, pero no podían explicarla. Algo se cernía sobre ellos, una amenaza silenciosa y terrible.