Washington, 5 de febrero 1916
—El tiempo se agota, querida. Hoy mismo nos pondremos en contacto con tus amigos, y si no nos dan lo que queremos antes de dos días, tu vida habrá terminado —dijo Lear aproximándose a la chica.
Margaret permanecía atada en una cama en ropa interior. Lear se acercó a ella y se mantuvo a unos milímetros de su boca. Después se retiró un poco.
—No te preocupes, no te irás de este mundo sin gozar los deleites del placer, no queremos que mueras virgen. Nos servirás en un ceremonial ancestral que solo se realiza una vez al año, eres una privilegiada, querida.
La muchacha comenzó a temblar y se acurrucó a un lado, su mente estaba bloqueada, negándose a aceptar lo evidente. Las únicas veces que lograba pensar con claridad, se imaginaba a Alicia viniendo a rescatarla, aunque conseguirlo no iba a ser fácil.
—A veces, las miserables vidas de gente como tú pueden servir para un bien superior. ¿Qué sería del mundo sin víctimas? Hay dioses que exigen sacrificios humanos. No sé si eres muy religiosa, pero habrás aprendido que hasta tu Dios pidió el sacrificio de Isaac.
El hombre se puso en pie y no pudo evitar excitarse al ver a la muchacha, hacía tiempo que era la única manera en la que lo conseguía. A sus cuarenta años se mantenía en plena forma y en sociedad era considerado como uno de los solteros de oro de la ciudad, pero pocos conocían su sufrimiento interior. Ser tan bello y sufrir su impotencia era una doble burla del destino. Tan solo la sangre de sus víctimas aliviaba su tormento. La violencia era el único instrumento capaz de transformar el mundo, pensó mientras golpeaba a la muchacha.