Alexandria, 5 de febrero de 1916
El taxi paró frente al mausoleo a Washington. Jack London se apeó y aprovechando el sol de la mañana se sentó en uno de los bancos. Aún notaba el susto en el cuerpo. El día anterior se había arrojado de un tren en marcha, como en los viejos tiempos, cuando recorría los Estados Unidos de polizón y sin un centavo en el bolsillo. Afortunadamente había caído en blando encima de una montaña de paja de una granja cercana. Desde allí el granjero le había acercado al pueblo y había alquilado los servicios de un conductor hasta Washington.
Tenía la ropa algo sucia y usada, pero había dejado su única muda en el tren y no había tenido tiempo de buscar nada mejor. La cita con el senador era a las diez y llegaba con veinte minutos de anticipación.
Observó el mausoleo, la torre que se asemejaba al faro de Alejandría estaba en mitad de un gran parque y desde su perspectiva parecía situada en medio de la nada. El edificio de piedra estaba presidido por un frontón sobre columnas dóricas y la torre de tres pisos se erguía representando el faro de la sabiduría. Jack no entendía la obsesión de la masonería por el simbolismo; para él, un hombre sencillo de palabras sencillas, todo aquello era demasiado recargado y pedante.
En ese momento llegaron un grupo de personas. Dos negros, una mujer y un hombre blanco de aspecto distinguido. Se pararon frente a la fachada y después lo miraron. El hombre de aspecto distinguido se acercó con uno de los negros hasta él.
—¿Es usted John Griffith Chaney? —preguntó el hombre con un acento desconocido.
Jack se puso a la defensiva. Aquel viaje ya había tenido demasiadas sorpresas.
—¿Está esperando al senador Phillips? —preguntó de nuevo el hombre.
Al escuchar el nombre del senador no pudo evitar estremecerse.
—Lamentamos decirle que el senador Phillips está muerto —dijo el hombre negro.
Jack no entendió lo que decían.
—¿Cómo? ¿El senador está muerto? —preguntó poniéndose en pie.
—Fue asesinado en el mismo barco en el que viajábamos. En el viaje de Ciudad de México a Veracruz nos habíamos conocido y tras su muerte su hija Margaret nos pidió que la ayudáramos a descubrir al asesino, pero ahora ella también ha sido secuestrada. Necesitamos saber qué buscan esos hombres para poder liberarla.
Los miró con los ojos desorbitados. No podía creer lo que le estaban diciendo. Pensó que tal vez todo se trataba de una trampa, pero había algo extrañamente sincero en la cara de aquellos dos hombres, como si la bondad fuera tan difícil de disimular como el mal.
—Me tienen a su entera disposición —dijo Jack extendiendo la mano.
—Muchas gracias —dijo Lincoln.
—Llámeme Jack London, todo el mundo me conoce por ese nombre.
—¿Usted es el famoso escritor? —preguntó Lincoln.
—Bueno no sé si famoso, pero sí escritor —bromeó Jack.
Los tres se dirigieron hasta el resto del grupo.
—Alicia, te presento a Jack London —dijo Lincoln.
—Encantada.
El tío de Lincoln les miró sorprendido. Después estrechó la mano de Jack con fuerza.
—Es un honor para este humilde bibliotecario conocer a uno de los mejores escritores norteamericanos vivos.
—Gracias, conocer a escritores muertos es muy difícil —comentó Jack.
Todos rieron. Por unos segundos se olvidaron de los peligros a los que se enfrentaban, como si fueran un grupo de amigos reunidos para hacer una pequeña visita turística. Lo que desconocían era que el tiempo para Margaret se acababa.