Nueva York, 5 de febrero de 1916
Franklin Delano Roosevelt se miró de nuevo en el espejo y sonrió. Su madre siempre decía que era demasiado presumido para ser un hombre, pero no podía evitar preocuparse por su indumentaria. Los tiempos estaban cambiando y las modas también. No era suficiente con ponerse uno de los caros trajes a medida que compraba en Manhattan, la forma de complementarlo era importante. La política además requería un cuidado especial de la imagen, no creía que sus electores de la ciudad de Nueva York le votaran por sus corbatas, pero era mejor no arriesgarse. De todas formas las últimas elecciones las había perdido y ahora servía en una subsecretaría de Marina.
Su mujer Eleanor, en cambio, era mucho más sencilla. Trajes de colores más apagados, modales y formas de una buena chica de la alta sociedad neoyorkina. No era una mujer muy bella, pero era extraordinariamente fuerte, como si él buscara de nuevo la figura de su madre en su esposa.
Franklin se ajustó las gafas y se preparó para salir a la gélida calle. Llevaba varios días nevando y los termómetros continuaban bajo cero.
Caminó por la calle con cuidado de no resbalarse y llegó hasta su despacho. Apenas había ordenado los papeles cuando el teléfono sonó. Franklin se sobresaltó, no sabía si algún día se terminaría acostumbrando a ese invento del diablo.
—Diga.
—Hola, Franklin —dijo una voz al otro lado de la línea.
—¿Duncan? ¿Por qué me llamas tan temprano? A estas horas te hacía dormido en la cama.
—Ya sabes que mi padre quiere que siente la cabeza.
—Ya tienes más de treinta años. Creo que es momento —bromeó Franklin.
—Pues me temo que los negocios en los que estamos metidos no le harían mucha ilusión —bromeó Duncan.
—A mi padre le horrorizaría saber en qué estamos metidos, pero la gente de la vieja escuela no puede entender nuestras aspiraciones.
—¿Cuándo podríamos ir hasta allí?
—Esta semana lo tengo complicado, tal vez el lunes de la próxima —dijo Franklin.
—Hecho, vamos el lunes próximo, se lo diré al resto de los chicos. Cuídate y no trabajes mucho.
—Vale, Duncan, hasta pronto.
Franklin colgó el teléfono y se quedó meditando unos instantes, la vida de oficina le aburría sobremanera, aquellas escapadas añadían un poco de emoción a la rutina, no tenían nada de malo.