Capítulo 47

Washington, 5 de febrero de 1916

Aquella ceremonia era especial. Su orden llevaba desde el siglo XVII en América y ahora, después de tanto tiempo, el sueño del fundador de los templarios se iba a hacer realidad. Había preparado una ceremonia especial. La gran sala abovedada, cubierta de estrellas, creaba un ambiente de recogimiento. El centenar de hermanos lucían sus capas negras y sus cruces rojas. Hacía tiempo que la orden había cambiado sus vestiduras blancas por el negro. Algunos creían que se debía al luto por la persecución que habían sufrido en el siglo XIV, pero Lear sabía la verdad.

Los templarios eran portadores de un conocimiento ancestral. Sus descubrimientos en el templo de Jerusalén, en el que había construido su primer cuartel general, les habían enseñado que la Iglesia mentía sobre las enseñanzas bíblicas.

El grupo se puso en pie cuando entró en la sala. Tras las máscaras se encontraba la flor y nata del país. Senadores, congresistas, jueces, millonarios y generales componían sus filas. Un ejército secreto completamente a su servicio.

Lear tomó los símbolos y los levantó en alto. Eran una representación de los auténticos, pero dentro de poco todo el tesoro perdido y las reliquias ocultas saldrían a la luz, entonces el mundo creería.

Varios oficiales con antorchas se acercaron hasta la gran fuente de bronce y la encendieron. Una gran llama alumbró la sala, como si preconizara su pronta reaparición en el mundo.

—Caballeros, hermanos. Una vez fuimos fuertes y el mundo nos temía. Recuperaremos nuestro poder y descubriremos las grandes verdades.

El coro de medio centenar de voces rompió en la sala. Lear los miró orgulloso y deseó con todas sus fuerzas que el tiempo se detuviera. Unido místicamente con los poderes que un día le habían poseído y que le mostraban el camino.