Capítulo 40

Nueva York, año de gracia de 1737

Sentimos el zumbido de unas flechas y nos escondimos en los carromatos. A uno de los nuestros no le dio tiempo y cayó abatido. Sacamos nuestros fusiles y disparamos, aunque en mitad del bosque no se veía a nadie.

Desde aquel día los ataques eran continuos y casi siempre caía uno de nuestros hermanos. Es como si no tuvieran prisa y desearan cazarnos uno a uno.

Después de cinco noches ya solo quedábamos cuatro, cada uno llevaba un carromato y al mismo tiempo el fusil al lado. No parábamos de mirar a un lado y al otro, pero nunca vimos a ningún indígena. Por las noches hacíamos guardia, pero no nos atacaron en la oscuridad, cuando éramos más vulnerables.

Al sexto día llegamos al mar de nuevo. Al ver la inmensa masa de agua nos sentimos esperanzados, quedaba mucho para llegar a nuestro destino, pero al menos escapábamos del bosque. Construimos varias canoas. Durante el tiempo que permanecimos en la playa no sufrimos ningún ataque, como si nuestros enemigos tuvieran miedo a salir a tierra descubierta. Tras una semana de trabajo, nuestros dos pequeños barcos estaban listos para el viaje.

Cargamos todas las cajas y toneles. Nos pusimos en marcha.

El tiempo fue muy malo, el viento y la lluvia nos dificultaban el camino, pero en tres días nos encontramos frente a las costas de Nueva Escocia. El mismo lugar en el que nuestros antepasados habían atracado cuatrocientos años antes. Aquella era la tierra prometida y nosotros, como Josué y Caleb, teníamos el deber de expiarla antes de que nuestros hermanos vinieran.

Cuando contemplamos las islas de la Bahía supimos que habíamos llegado a casa. Después de siglos de persecución, allí tendríamos un nuevo comienzo. Un comienzo mucho mejor que el anterior.