Capítulo 39

Nueva York, año de gracia de 1737

Teníamos órdenes de evitar las ciudades, pero nuestras fuerzas estaban tan mermadas y nuestro ánimo tan decaído que fuimos a la localidad con la intención de contactar con el hermano Jacob. Nuestra orden llevaba casi desde el principio en el Nuevo Continente. Los grandes maestres de los siglos XVI y XVII habían visto en las colonias la oportunidad de crear la nueva sociedad que nuestros fundadores soñaran en las primeras cruzadas. Una nueva Jerusalén fundada en la Tierra. La nueva Jerusalén de la que habló el apóstol Juan en el libro del Apocalipsis. Aquel formidable tesoro podía ser el inicio de una nueva ciudad y también de un nuevo imperio.

El hermano Jacob nos recibió con hospitalidad y nos ofreció un viejo mapa de la costa hasta Nueva Escocia. Cuanto más al norte, las tierras eran más inhóspitas, pero también más propicias para nuestros planes.

Descansamos unos días, pero teníamos que volver a ponernos en marcha. El hermano Jacob nos facilitó varios carromatos nuevos y nos dirigimos al norte. No había caminos y la tierra estaba infestada de indios, pero nosotros éramos guerreros. Durante siglos, las madres de Escocia habían dedicado su segundo hijo varón a la orden y nuestra vida estaba dedicada a la lucha y la fe.

Después de un día de camino comenzó a nevar. Aquel era el peor presagio. El manto blanco convertía el sendero en una trampa mortal, pero lo peor estaba aún por venir. Uno de nuestros hermanos murió de frío y dos enfermaron. Rezábamos, pero teníamos la impresión de que nuestro Dios nos había abandonado.

Entonces, una noche cerrada, recibimos el primer ataque.