Washington, 3 de febrero 1916
Lear se aproximó a la muchacha, que a sus diecisiete años era ya una verdadera belleza. Su pelo rubio y sus grandes ojos azules la hacían parecer un ángel. Sin duda no estaba completamente desarrollada, pero en ropa interior ya insinuaba un cuerpo esbelto y atractivo.
La chica estaba atada a una silla. Las drogas que le habían suministrado la mantenían medio ida, pero consciente. La habían interrogado, pero no sabía gran cosa; aun así era una buena baza para exigir a aquellos entrometidos la información que necesitaban.
—Margaret, creo que todavía no has entendido tu posición —dijo Lear acercándose a la chica— si no colaboras puedes sufrir un dolor intenso.
La chica levantó la cabeza y lo miró asustada.
—Podemos hacerte sufrir de muchas formas, de maneras que una buena chica de Nueva Inglaterra no puede ni imaginar.
Margaret comenzó a llorar.
—Por favor, no me haga daño.
—Si te portas bien conmigo no te haré daño. Todo depende de ti. No me obligues a destruir este hermoso cuerpo que Dios te ha dado.
Lear comenzó a pasar su mano por los hombros y por la cara de la muchacha. Estaba fría y sudorosa, pero aquello lo excitó. Después bajó la mano hacia los pechos, pero en ese momento uno de los hermanos entró en el cuarto y el hombre se detuvo.
—Gran maestre —dijo el hombre.
—¿Qué sucede, maldita sea?
—Se nos han vuelto a escapar. No sabemos dónde están, posiblemente hayan desembarcado en algún punto de Carolina del Sur o Georgia.
—Tienen que encontrarlos. No podemos perderlos de vista —dijo Lear furioso.
El hombre salió de la sala a toda prisa. El gran maestre miró a la chica. Sería mejor que la dejara para otro momento. Ahora no estaba de humor para juegos.