Capítulo 35

Washington, 2 de febrero 1916

La sala del Congreso estaba repleta. Los senadores y los congresistas ocupaban todos los escaños. Tanto republicanos como demócratas estaban en contra de la intervención en la guerra. Wilson se ajustó las gafas y entró en la sala cuando escuchó que anunciaban su llegada. Mientras desfilaba por el pasillo contempló la cara de los miembros del legislativo. Aquellos hombres representaban a los Estados Unidos, pero al mismo tiempo defendían los intereses de lobbys, empresas y de la élite del país.

Cuando llegó al estrado y echó un vistazo a los reunidos, supo que la tarea no iba a ser fácil. Vender armas a ambos bandos era un buen negocio, involucrarse en una guerra de largo alcance y ponerse en contra a medio país no entraba en la agenda de los políticos oportunistas.

—Señorías, representantes del Congreso y del Senado, estamos aquí para hacer historia. Algunos creen que el Gobierno de los Estados Unidos es simplemente la directiva de una empresa. Que nuestro papel es conseguir el progreso económico de esta gran nación, pero un Gobierno es mucho más. Cuando nuestros antecesores crearon este país creían que el papel de los Estados Unidos era proteger y difundir la libertad por todo el mundo. Que el Creador nos había elegido como defensores de los valores eternos de la revolución americana. Ahora nos encontramos ante la tesitura de defender una vez más la libertad o permanecer callados —dijo Wilson con tono firme.

El auditorio se mantenía frío, casi indiferente a las palabras del presidente.

—Es tiempo de que nuestro país ayude a nuestros aliados y amigos. La República Francesa y el Reino Unido están siendo acosados por una forma completamente distinta de concebir el mundo. El káiser y el emperador representan el pasado, únicamente la democracia es la esperanza para todo el mundo occidental. A unos meses de las elecciones parece casi un suicidio político decir que el Gobierno de los Estados Unidos hará lo posible para lograr una paz negociada, que el Gobierno de los Estados Unidos, llegado el caso, protegerá a sus aliados, pero si el futuro se ennegrece y no hay otra salida, no dudaremos en cumplir nuestro destino. Muchas gracias.

Algunos aplausos desperdigados se escucharon en la sala, pero en unos segundos el silencio reinaba en el Congreso.

Charles Evans Hughes se dirigió al estrado. El candidato republicano era un hombre austero, había formado parte del Tribunal Supremo y había sido gobernador de Nueva York. Su concepción de la política era muy sencilla: América únicamente debía defender sus intereses. El único escenario relevante para el país era el resto del continente, lo que sucediera en Europa no interesaba al ciudadano medio.

—Señor presidente, señorías. Una de las cosas que más detesto es la hipocresía. Las medias verdades son más dañinas que las mentiras. Las medias verdades quieren mezclar lo cierto con lo incierto y confundir a la opinión pública. El presidente Wilson juega a decir medias verdades. Se presenta en la campaña como el hombre que nos mantuvo fuera de la guerra y después nos dice que la guerra es inevitable. Nos habla de libertad y amistad, pero olvida que la sociedad norteamericana únicamente tiene un amigo: ella misma. Alabamos la labor mediadora del presidente, pero nuestro país se ha mantenido neutral en los asuntos europeos desde su independencia y esa actitud nos ha permitido convertirnos en árbitro y amigo de todos los contendientes. No queremos enriquecernos a costa de la guerra, pero tampoco empobrecernos. Desde mi conciencia es imposible pedir a una madre norteamericana que mande a sus hijos a morir por una Europa caduca y egoísta. Si llego a la presidencia, seré inflexible en esto, y cuando digo inflexible, no hablo con medias verdades como el presidente. La guerra no interesa ni favorece a nuestro país.

El recinto se puso en pie aplaudiendo al candidato republicano. El presidente observó sentado la escena. El trabajo que quedaba para la reelección parecía arduo, pero sabía que todavía no era la hora de volver a casa.