Nueva Orleans, 1 de febrero de 1916
El barco atracó en el puerto y los pasajeros comenzaron a abandonarlo. Las autoridades norteamericanas habían ordenado su desalojo, para registrarlo e investigar las muertes de varios pasajeros. Los temores del capitán se habían cumplido. La policía pidió a Hércules y a sus amigos que permanecieran en el barco para interrogarlos.
Después de varias horas de espera, el inspector jefe se dirigió al salón en el que esperaban y se presentó.
—Mi nombre es Pierre Lemoyne —dijo el inspector saludando a los tres testigos.
—Esperar aquí es una pérdida de tiempo. Mientras nosotros charlamos, los asesinos están escapando hacia Washington —dijo Hércules.
—Permítame que sea yo el que juzgue eso —dijo el inspector.
—Disculpe a mi amigo —dijo Lincoln—. George Lincoln, exagente de la policía metropolitana de Nueva York.
—Encantado —dijo el inspector.
—Alicia Mantorella, la prometida de George Lincoln —se presentó la mujer—. Él es Hércules Guzmán Fox.
—El señor Guzmán Fox. Sus hazañas son ya famosas en todo el mundo.
—Me temo que la culpa la tiene mi fiel amigo Lincoln. A mí no me gusta la propaganda de ningún tipo —dijo Hércules muy serio.
—Bueno, será mejor que nos centremos en los hechos. El senador Phillips fue asesinado la noche del 30 de enero. Al parecer fue golpeado por un objeto contundente y arrojado a la cubierta inferior. A su lado encontraron una inscripción. ¿Es cierto? —preguntó el inspector.
—Sí —contestó Lincoln.
—El significado grosso modo es «Dios y mi derecho» —dijo el inspector.
—Exacto —comentó Alicia.
—Creo que esa frase es la que utilizan los masones del rito escocés en su escudo —dijo el inspector—, pero estamos investigando.
—¿Los masones? El testigo nos comentó que pertenecía a la antigua orden de los caballeros templarios —dijo Lincoln.
—¡Qué extraño! —comentó el inspector.
—Continuemos, por favor —dijo Hércules perdiendo la paciencia.
El inspector clavó sus pequeños ojos azules en él a través de las lentes redondas. Su cara, pálida y delgada, mostró un gesto de disgusto.
—Interrogaron a un sospechoso, un músico escocés que llevaba un anillo con la misma leyenda que la que el difunto senador grabó en el suelo —dijo el inspector.
—¿Dónde está el músico? —preguntó Hércules.
—Le dejamos desembarcar con el resto del pasaje. No teníamos pruebas para detenerle —dijo el inspector.
—¿Le han dejado marchar? Es inadmisible —dijo Hércules, enfadado.
—Aquí nos regimos por la ley y no podemos detener a nadie sin pruebas. Ustedes interrogaron a uno de los hombres que les atacaron y mataron a otro. Al parecer una de las muertes fue en defensa propia, pero no tenemos claro cómo murió el segundo individuo. ¿Qué pasó en el cuarto de baño?
—Ya lo hemos explicado en la declaración. Interrogamos al prisionero y en un descuido sacó un cuchillo y se rebanó el pescuezo —dijo Lincoln.
—No entiendo bien los hechos. ¿Qué hacía en una bañera llena de agua? ¿Por qué iba a suicidarse de esa manera?
—Le metimos en el agua para hacerle hablar —dijo Hércules.
—¿Le torturaron? La tortura es ilegal en este país —preguntó el inspector.
—No le torturamos. Simplemente le amenazamos. He sido policía diez años y no…
—No sé cómo hacen las cosas en Nueva York, pero en mi ciudad la tortura es un delito. Tendrán que permanecer en el barco hasta que se aclare todo el asunto. Además deben entregarme los objetos del senador —dijo el inspector.
Alicia miró a Hércules. El español dio un paso hasta el inspector al que le sacaba más de una cabeza. Después le miró fijamente y le dijo:
—No puede retenernos. ¿De qué se nos acusa?
—Hasta que no entreguen los objetos y se aclare lo que sucedió con el pasajero muerto, de obstrucción a la justicia, ocultación de pruebas y tortura —dijo el inspector muy serio.
—¿Sabe lo que le digo…? —comenzó a decir Hércules.
—Está bien —dijo Lincoln interponiéndose—, déjenos para que lo pensemos.
—Tienen dos horas para darnos las pruebas. Después, registraremos el barco y serán detenidos, para que pasen a disposición del juez.
El inspector dejó el salón y los tres amigos permanecieron en silencio, hasta que Hércules estalló indignado.
—¡Es increíble! Dejan escapar a uno de los sospechosos y nos retienen a nosotros.
—Cálmese, la policía tiene sus propios métodos —dijo Lincoln.
—Pero Margaret necesita nuestra ayuda —comentó Alicia.
—Creo que esos malditos policías van a desaprovechar las pruebas, la burocracia es demasiado lenta. Tendremos que actuar por nuestra cuenta —dijo Hércules.
—¿Qué propone? —preguntó Lincoln asustado.
—¿No pone en su Biblia que hay que ser mansos como palomas, pero astutos como serpientes? —dijo Hércules—. Pues seremos astutos como serpientes.