Capítulo 19

Salt Lake City, 31 de enero de 1916

El tren se detuvo en la capital del mormonismo, pero Jack London no bajó a la estación. Se entretuvo caminando por el largo pasillo y observando a los pasajeros en sus compartimentos. La mayoría eran hombres solteros, pero también había algunas familias y unas pocas mujeres solitarias. Aquel país seguía siendo un lugar demasiado duro para el sexo débil.

Se dirigió al bar y pidió un trago. En las últimas horas, su cabeza no había dejado de dar vueltas y necesitaba un poco de la poción mágica para relajar la mente. Hacía años que apenas bebía. Sus achaques no se lo permitían, pero ahora que estaba tan cerca de la muerte, no podía hacerle mucho pial.

Recordó cómo conoció a Lovecraft por medio de la UAPA[1]. Hacía ya dos años de eso, y al principio lo había tomado como una distracción; las cartas del joven Lovecraft, interminables y recargadas, le parecían las de un demente obsesivo. Hablaba de temas extravagantes, de demonios, monstruos y conspiraciones, pero en los últimos meses, él mismo había experimentado extrañas presencias, en especial al investigar aquellas malditas inscripciones y estelas. Ahora no podía negar que algo oscuro se cernía sobre el mundo. Algo que no podía explicar, pero que le daba miedo.

Apuró la copa y se dirigió hacia su compartimento. Gracias a Dios no tenía compañeros de viaje, lo había alquilado completo para no aguantar los ronquidos de nadie.

Al llegar a la puerta percibió algo, como si alguien le esperara al otro lado. Abrió la puerta de un tirón, pero el oscuro y silencioso compartimento estaba vacío. Un escalofrío recorrió su espalda y entró temeroso, como si hubiera visto un fantasma. Encendió la luz y esperó a calmarse un poco.

Cuando el tren se puso en marcha miró por la ventanilla. Las luces de la ciudad brillaban en el cristal. Quedaban varios días para llegar a su destino y tenía que tranquilizarse, pensó mientras cerraba por un momento los ojos. Cuando volvió a abrirlos, observó de reojo una cara monstruosa reflejada en el cristal. Rápidamente se dio la vuelta, pero no había nadie. Se aproximó al cristal y con las manos intentó mirar afuera, la oscuridad más absoluta lo cubría todo. Sintió que le temblaba todo el cuerpo e instintivamente se metió la mano en el bolsillo. Llevaba un pequeño crucifijo que le habían regalado en uno de sus viajes a Sudamérica. El contacto con la madera le relajó de repente y, cerrando los ojos, intentó dormir un poco.