Los Ángeles, California, 30 de enero de 1916
Jack London sopesó la bolsa de mano. Pretendía llevar una única muda, su cuaderno, las lentes y algo de dinero. Siempre había viajado ligero de equipaje. En su juventud había recorrido los Estados Unidos sin ninguna pertenencia, vagabundeando de un lado para el otro. Sabía lo que era el hambre, dormir a la intemperie, pasar frío, calor, estar en la cárcel o escapar de un pueblo a toda prisa antes de ser linchado. En su juventud había viajado casi todo el tiempo escondido en vagones de ganado, en los techos de los trenes o simplemente entre las ruedas de los convoyes. Muchos habían muerto al quedarse dormidos y caer a las vías, otros habían sufrido la cólera de los revisores, que no dudaban en empujarte fuera del tren o te daban una paliza antes de echarte en la siguiente parada. Pero todo aquello era agua pasada. Sus éxitos literarios le permitían vivir bien, aunque él necesitaba muy poco para ser feliz, mejor dicho, para ser infeliz. La felicidad era un invento burgués, como la familia, la propiedad privada o el voto. Él seguía considerándose un revolucionario o, por lo menos, un asocial.
Jack London tomó la bolsa de viaje y se dirigió a la planta inferior. Aquel maldito rancho en el que vivía no le parecía el edén que siempre había buscado.
La casa estaba solitaria; Charmian, su esposa, dormía, y el silencio del campo al anochecer era su único compañero. Tomó un café solo frío y salió al porche, cogió su viejo vehículo y siguió la carretera hasta la ciudad.
Su cabeza no dejaba de dar vueltas a la extraña cita a la que se dirigía. Todavía se preguntaba para qué tenía que atravesar medio país con sus problemas de salud, pero lo mismo se había preguntado unos meses antes cuando decidió ir a Hawai.
Su vida siempre había sido así, sin planificar, improvisando constantemente, intentando que ni la muerte ni el miedo lo alcanzaran nunca, pero ahora sentía temor. Por primera vez en su vida, notaba que pensar en lo que le llevaba a aquel largo viaje lo inquietaba profundamente.
Desde niño había vivido ajeno a lo sobrenatural. Su madre era espiritista y decía estar poseída por el espíritu de un indio, pero él nunca se lo había tomado muy en serio, aunque aún recordaba algunas cosas. Cosas que era mejor olvidar.