Washington, 30 de enero de 1916
El vicepresidente Marshall se acercó a la mesa de Wilson, depositó varios informes secretos sobre la mesa y después se sentó en una de las sillas y esperó en silencio. El presidente se había vuelto un ser silencioso y triste desde la muerte de su mujer, aunque muchos hablaban de su nueva relación con Edith Galt, pero la soledad no era la única preocupación que tenía en ese momento. Norteamérica se mantenía neutral a pesar del apoyo militar al Reino Unido. Las simpatías del presidente por los aliados eran conocidas por todos. El hundimiento del Lusitania unos meses antes había aumentado aún más la tensión con los alemanes.
—Señor presidente, tenemos que preparar la campaña de reelección —comentó Marshall.
—A veces me pregunto si merece la pena. ¿De qué sirve ser presidente si no puedes actuar bajo los dictados de tu conciencia? Me duele el sufrimiento de nuestros aliados en Europa, mientras nosotros permanecemos con los brazos cruzados —comentó el presidente apesadumbrado.
—Les hemos vendido armas. Además, hemos actuado como mediadores durante todos estos años. Europa no necesita más armas y hombres, lo que realmente desea es la paz.
—Tiene razón Marshall, pero los alemanes y austríacos no parecen muy dispuestos a llegar a un acuerdo. Además, hace poco nos enteramos de que intentaban colarse en nuestro patio trasero, negociando con México la compra de petróleo y otras materias primas —dijo Wilson.
—Pero hemos logrado abortar la negociación.
—Por ahora lo hemos conseguido, pero ¿qué pasará mañana?
—Debemos enfocar la reelección hacia la neutralidad, es la única forma de asegurarnos la victoria —dijo Marshall.
Wilson se quedó pensativo. Él sabía que tarde o temprano tendrían que intervenir en la guerra, ¿cómo iba a engañar al pueblo norteamericano? Aunque en muchas ocasiones era mejor un pequeño engaño que la verdad, sobre todo cuando la gente no quería oírla.
—El candidato republicano y la mayoría del Congreso y del Senado están de acuerdo con la no intervención. A lo mejor nuestra baza electoral es mantener justo lo contrario.
—No, señor presidente, eso sería un suicidio político. El candidato republicano también es consciente de que al final entraremos en guerra, pero públicamente le conviene hablar más de la neutralidad que de una inevitable guerra —dijo Marshall.
—De acuerdo, ¿cuál es el eslogan de la campaña? —preguntó el presidente resignado.
—«El hombre que nos mantuvo fuera de la guerra.» Sus enemigos pueden presumir de no querer meternos en una guerra, pero usted lo ha demostrado. Después de dos años seguimos siendo neutrales —dijo Marshall.
—Bueno, al menos el eslogan es cierto. ¿Cree que tendremos más apoyo en el Congreso y el Senado si al final tenemos que entrar en la guerra?
—Es difícil determinarlo, hay una fuerte corriente opositora. Ya sabe que muchos no han entendido todavía que el destino de los Estados Unidos es regir los destinos del mundo —dijo Marshall.
—Por lo menos apoyaron la guerra con México, mantenemos nuestras posiciones en Nicaragua, Cuba, Panamá y Haití. No podemos permitir que este continente marche a la deriva. Nuestra misión es llevar a los americanos hacia la democracia y la libertad, aunque haya que pasar primero por la dictadura —dijo Wilson.
—Lo más importante es que los asuntos domésticos de esos países no perjudiquen nuestros intereses comerciales ni pongan en peligro nuestra forma de vida. Estados Unidos se está cohesionado todavía, cuando el proceso termine, seremos la mayor potencia del mundo.
—Eso espero, Marshall —dijo el presidente con la mirada ausente bajo sus gafas redondas.