El Royal Infirmary de Londres quedaba lejos del centro, en una zona llamada Little France.
De noche Rebus le encontraba parecido con Whitemire por la escasa iluminación del alumbrado del aparcamiento. El estilo del edificio tenía una fuerza que le confería carácter propio. Al salir del Saab notó que el aire era distinto al del centro de Edimburgo; más limpio pero más frío. No tardó en encontrar la habitación de Alan Traynor, porque él mismo había sido paciente no hacía mucho en una de las salas del hospital. Se preguntó quién pagaría la habitación individual de Traynor; tal vez la empresa norteamericana.
O el Servicio de Inmigración del Reino Unido.
Felix Storey dormía sentado junto a la cama, con una revista femenina en el regazo. A juzgar por los bordes manoseados, Rebus pensó que debía de haberla cogido de algún montón de otro lugar del hospital. Storey había puesto la chaqueta en el respaldo de la silla y, aunque con corbata, tenía desabrochado el último botón de la camisa. Cuando Rebus entró roncaba suavemente, al contrario de Traynor, que estaba despierto aunque dopado. Tenía las muñecas vendadas y un brazo entubado. Sus ojos apenas miraron a Rebus al entrar, pero él le dirigió una inclinación de cabeza como saludo al tiempo que daba un puntapié a la pata de la silla. Storey dio un respingo con un ronquido.
—Despierte, hombre —dijo Rebus.
—¿Qué hora es? —preguntó Storey restregándose la cara.
—Las nueve y cuarto. Mala guardia hace.
—Quería estar presente cuando se despierte.
—Me da la impresión de que lleva un buen rato despierto —dijo Rebus señalando con la cabeza a Traynor—, pero bajo los efectos de los analgésicos.
—Una buena dosis, según el médico. Mañana le examinará un psiquiatra.
—¿Ha podido preguntarle algo?
Storey negó con la cabeza.
—Oiga —dijo—. Me dejó en la estacada.
—¿Por qué? —inquirió Rebus.
—Me prometió que me acompañaría a Whitemire.
—Casi nunca cumplo lo que prometo —respondió Rebus encogiéndose de hombros—. Además tenía que reflexionar.
—¿Sobre qué?
Rebus le miró.
—Mejor será que se lo enseñe.
—No creo que… —replicó Storey mirando a Traynor.
—En ese estado no puede hablar, Felix. Cualquier declaración la rechazará el tribunal.
—Sí, pero yo no voy a dejar…
—Creo que es lo mejor.
—Alguien tiene que vigilar.
—¿Por si intenta matarse otra vez? Mírele, Felix, está inconsciente.
Storey lo miró y se rindió a la evidencia.
—No nos llevará mucho tiempo —añadió Rebus.
—¿Qué quiere que vea?
—Si se lo digo no hay sorpresa. ¿Tiene coche? —Storey asintió con la cabeza—. Entonces, siga al mío.
—Seguirle, ¿adónde?
—¿Lleva bañador?
—¿Bañador? —preguntó Storey frunciendo el ceño.
—Es igual —dijo Rebus—. Improvisaremos.
Rebus condujo con cuidado, sin dejar de mirar por el retrovisor los faros de Storey. No dejaba de pensar que improvisación era precisamente lo que iba a hacer. A mitad de camino llamó a Storey por el móvil para decirle que ya llegaban.
—Más vale —contestó Storey irritado.
—De verdad —añadió Rebus. Cruzaron las afueras de chalés que bordeaban la carretera y bloques de viviendas detrás, fuera del alcance de la vista. Las visitas verían chalés, pensó Rebus, convencidos de que Edimburgo era un lugar bonito y elegante. Pero la realidad estaba más allá, lejos de su vista, dispuesta a no dejar escapar ninguna oportunidad.
No había mucho tráfico en el extrarradio sur. Morningside era el único indicio de que Edimburgo tenía cierta vida nocturna: bares, tiendas de comida para llevar, supermercados y estudiantes. Rebus puso el intermitente izquierdo, comprobando por el retrovisor si Storey hacía lo propio. Al sonar el móvil supo que sería Storey; estaba más irritado aún preguntando si faltaba mucho.
—Ya hemos llegado —musitó Rebus, aparcando junto al bordillo, secundado por el oficial de Inmigración, que fue el primero en bajar del coche.
—Ya está bien de juegos —dijo.
—Y que lo diga —replicó Rebus mirando hacia otro lado. Estaban en un barrio residencial de grandes casas recortadas contra el cielo. Rebus empujó una cancela, seguro de que Storey seguiría sus pasos, y, sin tocar el timbre, echó a andar por el camino de coches a buen paso.
El jacuzzi seguía allí, sin tapa y exhalando vapor. Y Big Cafferty dentro del agua, con los brazos abiertos estirados sobre el borde. De fondo se oía música de ópera.
—¿Te pasas el día sentado en el agua? —preguntó Rebus.
—Rebus —dijo Cafferty con voz cansina—. Ah, qué detalle, ha traído un amigo —añadió pasándose la mano por el vello del pecho.
—Ah, sí, olvidaba que no se conocen personalmente, ¿verdad? —admitió Rebus—. Felix Storey, le presento a Morris Gerald Cafferty.
Rebus estaba atento a la reacción de Storey. El londinense metió las manos en los bolsillos.
—Okay —dijo—. ¿A qué viene esto?
—A nada —respondió Rebus—. Pensé que le gustaría ver el rostro de la voz misteriosa.
—¿Qué?
Rebus no se molestó en contestar de inmediato y optó por dirigir la mirada al cuarto de encima del garaje.
—Cafferty, ¿no está Joe esta noche?
—Tiene la noche libre cuando considero que no lo necesito.
—Con tantos enemigos como te has hecho, me cuesta creer que te sientas seguro un solo momento.
—Hay que correr riesgos de vez en cuando —respondió Cafferty manipulando el panel de control para apagar los chorros y la música.
Pero las luces siguieron funcionado y cambiando de color cada diez o quince segundos.
—Oiga, ¿yo que pinto aquí? —preguntó Storey.
Rebus, que miraba a Cafferty, no contestó.
—Sé que hacía tiempo que le guardabas rencor. ¿Cuándo regañaste con Rab Bullen? ¿Hace quince, veinte años? Pero el rencor lo heredan los hijos, ¿verdad Cafferty?
—Yo no tengo nada contra Stu —gruñó Cafferty.
—Pero no desdeñarías una parte de su tarta, ¿verdad? —Rebus hizo una pausa y encendió un pitillo—. Ha sido una buena jugada —añadió expulsando humo hacia el cielo, que se mezcló con el vapor.
—No quiero saber nada de esa historia —anunció Storey, dándose la vuelta para marcharse.
Rebus no dijo nada, pensando en que no lo haría. Tras dar unos pasos, Storey se detuvo y volvió sobre ellos.
—A ver, ¿qué tiene que decir? —espetó desafiante. Rebus miró la punta del cigarrillo.
—Cafferty, aquí presente, es su Garganta Profunda, Felix. Cafferty estaba al corriente de lo que sucedía porque tenía un topo: el lugarteniente de Bullen, Barney Grant, quien se lo contaba todo, y él se lo contaba a usted. A cambio de lo cual Grant le serviría la tarta de Bullen en bandeja.
—¿Y eso qué importa? —inquirió Storey frunciendo el ceño—. Aunque fuese su amigo Cafferty…
—No es mi amigo, Felix. Es «su» amigo —aclaró Rebus—. Pero el asunto es que Cafferty no sólo le pasaba información… Aportó también los pasaportes que Barney Grant puso en la caja fuerte, probablemente mientras perseguíamos a Bullen por el túnel. Así cargaba a Bullen con el muerto y todos tan felices. Pero la pregunta es: ¿de dónde sacó Cafferty los pasaportes? —Miró a uno y a otro y se encogió de hombros—. Es fácil si es Cafferty quien mete de matute a los inmigrantes en el Reino Unido —añadió mirando fijamente a Cafferty, cuyos ojos parecían más pequeños y negros que nunca en aquel rostro gordinflón que irradiaba maldad. Volvió a encogerse de hombros con gesto aparatoso—. Cafferty y no Bullen, Felix. Cafferty ha vendido a Bullen para quedarse con todo el negocio…
—Y lo más bonito —terció Cafferty con su voz cansina— es que no hay ninguna prueba y no puede hacer nada.
—Lo sé —dijo Rebus.
—Entonces, ¿para qué lo cuenta? —ladró Storey.
—Escuchando se aprende —replicó Rebus.
Cafferty sonrió.
—Rebus siempre tiene razón —comentó.
Rebus echó la ceniza en la bañera, cortando en seco su sonrisa.
—Cafferty conoce Londres y tiene allí contactos. No Stuart Bullen. ¿Recuerdas esa foto tuya, Cafferty? En ella apareces con tus socios de Londres. Incluso a Felix se le escapó que hay una conexión londinense en todo esto. Bullen no tenía hombres, ni nada, para montar algo tan meticuloso como es meter en el país a personas de contrabando. Él es el chivo expiatorio mientras las aguas se serenan una temporada. Pero la verdad es que con Bullen entre rejas resulta muchísimo más fácil el negocio si hay alguien dentro, alguien como usted, Felix. Un oficial de Inmigración con vista para realizar una redada fácil. Resuelve el caso, se apunta sus buenos tantos y Bullen es quien se jode. En lo que a usted respecta, Bullen, de todos modos, es una basura y no va a calentarse los cascos pensando en quién le hace la jugarreta ni por qué motivo. Sin embargo, lo cierto es que, por muchos laureles que coseche, no sirve para nada en absoluto, porque lo que ha hecho ha sido desbrozarle el terreno a Cafferty. A partir de ahora operará él sólito, no sólo metiendo a ilegales en el país, sino haciéndoles trabajar hasta matarlos. —Se calló un instante—. Así que, muchas gracias.
—Todo esto es una gilipollez —espetó Storey entre dientes.
—Yo no lo creo —replicó Rebus—. Para mí todo cuadra… por encima de todo.
—Pero, como ha dicho —terció Cafferty—, no puede demostrar nada.
—Exacto —dijo Rebus—. Sólo quería que Felix, aquí presente, se enterara para quién ha estado trabajando todo el tiempo —añadió arrojando la colilla al césped.
Storey se lanzó sobre él enseñando los dientes, pero Rebus esquivó la embestida, le hizo una llave en el cuello y le obligó a hundir la cabeza en el agua. Storey era casi tres centímetros más alto, más joven y estaba más en forma, pero no tenía el peso de Rebus y abrió los brazos sin saber si buscar apoyo en el borde de la bañera o zafarse de la llave.
Cafferty continuó sentado en el agua, en su rincón, contemplando el forcejeo como si fuera un ring.
—No has ganado —espetó Rebus entre dientes.
—Por lo que yo veo, creo que sí.
Rebus advirtió que la resistencia de Storey cedía, aflojó la llave y retrocedió unos pasos fuera del alcance del londinense. Storey cayó de rodillas escupiendo agua, pero se incorporó rápido y avanzó hacia Rebus.
—¡Basta! —ladró Cafferty.
Storey se volvió hacia él dispuesto a descargar su ira en otro. Pero había algo en Cafferty, incluso con su edad, obeso y desnudo como estaba en aquella bañera… Hacía falta alguien con más coraje o más temerario que Storey para plantarle cara, y eso lo vio inmediatamente el de Londres. Hundió los hombros y abrió los puños tratando de dominar la tos y la respiración entrecortada.
—Bien, muchachos —añadió Cafferty—, creo que ya es hora de acostarse, ¿no les parece?
—Aún no he terminado —replicó Rebus.
—Yo pensaba que sí —replicó Cafferty casi como dando una orden.
Rebus la despreció con una mueca.
—Repito: no puedo probar nada —añadió mirando a Storey—, pero eso no quiere decir que no lo intente, porque la mierda huele aunque no se vea.
—Ya le dije que yo no sabía quién era Garganta Profunda.
—¿Y no sospechó nada de nada al darle el dato sobre el dueño del BMW? —preguntó Rebus, esperando inútilmente que contestara—. Mire, Felix, para cualquiera que se pare a pensarlo, o está usted implicado o es tonto de remate, datos nada recomendables en su currículo.
—Yo no lo sabía —repitió Storey.
—Pero me apuesto algo a que lo imaginaba. Sólo que no quiso verificar nada y siguió adelante obsesionado por los tantos que pensaba apuntarse.
—¿Qué es lo que quiere? —gruñó Storey.
—Quiero que dejen salir de Whitemire a la viuda y a los hijos de Yurgii. Y quiero que les den una vivienda donde a usted le parezca. Mañana mismo.
—¿Cree que yo puedo hacerlo?
—Ha desbaratado una operación clandestina con inmigrantes, Felix. Le deben un favor.
—¿Eso es todo?
Rebus negó con la cabeza.
—No. Tampoco quiero que deporten a Chantal Rendille.
Storey parecía esperar más peticiones, pero Rebus había concluido.
—Estoy seguro de que el señor Storey hará cuanto pueda —comentó Cafferty con el tono uniforme de la voz de la razón.
—Cafferty, si aparece en Edimburgo uno solo de tus sin papeles… —añadió Rebus dejando en el aire una amenaza inútil.
Cafferty era bien consciente, pero sonrió y asintió levemente con la cabeza. Rebus se volvió hacia Storey.
—En el fondo, creo que actuó movido por la codicia viendo que se le presentaba una fantástica ocasión, y decidió no cuestionarla y menos despreciarla. Aunque tiene una oportunidad de redención dirigiendo su artillería contra él —añadió señalando con el dedo a Cafferty.
Storey asintió despacio con la cabeza y quienes momentos antes entablaban combate miraron al mismo tiempo al hombre de la bañera. Cafferty les daba a medias la espalda y ya no les hacía caso, ocupado como estaba con el panel de control, hasta que volvieron a salir burbujas.
—La próxima vez tráigase el bañador —dijo cuando Rebus ya iba camino de la entrada de coches.
—Sí, y un alargador —replicó Rebus.
«Para conectarlo a la estufa eléctrica y ver cómo cambia el agua de color con el cortocircuito».