31

Siobhan y Les Young vieron desde el coche de Young, aparcado enfrente de la cochera de Market Street, cómo Ray Mangold bajaba del Jaguar dispuesto a abrir las puertas, mientras Ishbel Jardine, sentada en el asiento del pasajero, se maquillaba mirándose en el espejo retrovisor. Al acercar el pintalabios a la boca se detuvo un instante.

—Nos ha visto —dijo Siobhan.

—¿Está segura?

—Al cien por cien, no.

—Esperemos a ver qué sucede.

El plan de Young era que Mangold encerrara el coche para él acercar el suyo y bloquear la salida. En los casi cuarenta minutos de espera, Young había expuesto los rudimentos del juego del bridge sin apartar la mano de la llave de encendido. Una vez abiertas las puertas de la cochera, Mangold volvió a ocupar el asiento del Jaguar al ralentí; Siobhan no sabía si Ishbel le decía algo, pero al ver que su mirada se cruzaba con la de Mangold sobre el espejo retrovisor se disiparon sus dudas.

—Hay que actuar —dijo, abriendo la portezuela sin perder tiempo.

Pero el Jaguar, con las luces de marcha atrás encendidas, pasó a toda velocidad junto a ella, con el motor rugiendo del esfuerzo, y enfiló hacia New Street. Siobhan volvió corriendo al coche de Young y cerró la portezuela al mismo tiempo que él arrancaba pisando a fondo el acelerador. El Jaguar llegaba ya al cruce de New Street, frenó patinando para tomar la cuesta de Canongate.

—¡Ponga la radio y dé la descripción! —gritó Young.

Siobhan conectó la radio. En la cuesta de Canongate había mucho tráfico, y el Jaguar giró a la izquierda cuesta abajo hacia Holyrood.

—¿Qué hacemos? —preguntó Siobhan.

—Yo conozco mal la ciudad.

—Creo que se dirige al parque, porque si sigue por las calles, tarde o temprano se encontrará con un atasco, mientras que en el parque es posible que pueda apretar a fondo el acelerador y darnos esquinazo.

—¿Es que desprecia mi coche?

—Que yo sepa, los Daewoo no tienen motor de cuatro litros.

El Jaguar adelantó a un autobús de turistas descubierto, en la parte más estrecha de la calle, arrancó el retrovisor de una camioneta de reparto estacionada, y el conductor salió de una tienda dando gritos. El tráfico de cara impedía a Young adelantar al autobús y continuó despacio la bajada.

—Toque el claxon —dijo Siobhan.

Young así lo hizo, pero el autobús no se apartó hasta llegar a una parada en Tolbooth. Los conductores que venían de frente protestaron al ver que Young invadía su carril para superar el atasco. El coche de Mangold, con mucha ventaja, al llegar a la rotonda del palacio de Holyrood giró a la derecha hacia Horse Wynd.

—Tenía razón —dijo Young.

Siobhan iba transmitiendo por radio la dirección que seguía. El parque de Holyrood era propiedad de la Corona y disponía de policía propia, pero ella prescindió del reglamento. El Jaguar continuaba a toda velocidad bordeando los peñascos de Salisbury.

—¿Y ahora qué hará? —preguntó Young.

—Pues o se pasa el día dando la vuelta al parque o sale de él, y hay dos alternativas: Dalkeith Road o Duddingston. Me apuesto algo a que sale por Duddingston. Una vez allí estará a dos pasos de la A1, entonces sí que nos dejará atrás y llegará hasta Newcastle de un tirón si quiere.

Antes de la salida había un par de rotondas, y en la segunda el Jaguar invadió el bordillo y Mangold estuvo a punto de perder el control. Continuó por detrás de Pollock Halls con el motor rugiendo.

—Sale a Duddingston —comentó Siobhan, dando otra vez instrucciones por radio.

Aquel tramo de la carretera estaba lleno de curvas y perdieron de vista a Mangold, pero instantes después Siobhan vio tras un peñasco una nube de polvo.

—Mierda —exclamó.

Al doblar la curva vieron en la calzada las marcas negras del frenazo, y a la derecha, los hierros destrozados del guardarraíl del inclinado talud por el que se despeñaba el Jaguar hacia el lago de Duddingston. Patos y ocas aleteaban huyendo enloquecidos, pero los cisnes se deslizaban por la superficie como si nada. El Jaguar continuaba cuesta abajo haciendo saltar piedras y plumas con las luces de los frenos inútilmente encendidas. Finalmente torció de lado, dio un vuelco de noventa grados y entró de cola en el agua, quedando con las ruedas delanteras girando lentamente en el aire.

Había gente a cierta distancia en las orillas —padres con niños dando de comer a los patos—, y varias personas corrieron hacia el coche. Young aparcó el Daewoo como pudo en el símil de acera para no bloquear la calzada y Siobhan comenzó a bajar casi patinando por el declive. El Jaguar tenía las puertas abiertas, y vio asomar dos figuras por ambos lados, pero en ese momento el coche dio una sacudida y comenzó a hundirse. Mangold estaba fuera, con el agua hasta el pecho, pero Ishbel había sido arrastrada dentro del vehículo. La presión del agua cerraba la portezuela y el coche se inundaba poco a poco. Mangold, al verlo, entró de nuevo para intentar sacarla por el lado del conductor. Pero la joven estaba enganchada y ya sólo eran visibles el techo y el parabrisas. Siobhan entró en el agua maloliente y vio que el motor sumergido desprendía vapor.

—¡Écheme una mano! —dijo Mangold tirando de los brazos de Ishbel.

Siobhan cogió aire y se zambulló. El agua era turbia y llena de burbujas, pero pudo ver qué sucedía: Ishbel tenía el pie encajado entre el asiento y el freno de mano. Y cuanto más tiraba de ella Mangold, más se encajaba.

Salió a la superficie.

—¡Suelte! —exclamó—. ¡Suéltela, que la ahoga!

Volvió a tomar aire y a zambullirse y se vio con Ishbel frente a frente. Su rostro había adquirido una sorprendente calma entre los detritus y desechos del lago, y de sus fosas nasales y de la comisura de los labios le salían pequeñas burbujas. Siobhan se deslizó por delante para liberarle el pie y sintió que la joven se le abrazaba y la apretaba contra sí como decidida a que ambas se quedaran allí. Siobhan trató de zafarse sin dejar de manipular en el pie para soltárselo.

Ya estaba suelto, pero Ishbel seguía agarrada a ella.

Siobhan trató de cogerle las manos, aunque era difícil porque las tenía apretadas con fuerza detrás de su espalda. Casi no le quedaba aire en los pulmones, apenas podía moverse y la joven la arrastraba cada vez más hacia dentro del coche.

Hasta que Siobhan le dio un rodillazo en el plexo solar y notó que aflojaba y pudo soltarse. Cogió a Ishbel por el cabello, se impulsó con fuerza hacia la superficie y se encontró con unas manos que palpaban: eran las de Mangold. Abrió la boca para respirar, escupió agua, se limpió los ojos y la nariz y se apartó el pelo de la cara.

—¡Imbécil, hija de puta! —gritó a Ishbel, a quien, medio ahogada, tosiendo y escupiendo, Mangold conducía a la orilla—. ¡Me quería ahogar con ella! —añadió enfurecida en dirección a Les Young, que la miraba boquiabierto.

Young la ayudó a salir del agua. Ishbel estaba tumbada unos pasos más allá rodeada por un grupo de curiosos. Uno tenía una cámara de vídeo y filmaba la escena. Al enfocar a Siobhan, ella le apartó de un manotazo y se inclinó sobre la joven empapada.

—¿Por qué demonios has hecho eso?

Mangold se arrodilló y acunó a Ishbel en sus brazos.

—No sé qué me ha sucedido —dijo.

—¡No me refiero a usted, sino a ella! —replicó Siobhan tocándola con la punta del pie.

Young trataba de apartarla diciéndole que se calmara, pero ella no le oía. Era como si fuera a estallar de rabia.

Ishbel movió la cabeza, con el pelo pegado a la cara, y la miró.

—Estoy seguro de que se lo agradece —dijo Mangold.

Young musitaba algo sobre reflejo automático, como había oído en cierta ocasión.

Pero Ishbel Jardine no dijo nada; agachó la cabeza y vomitó una mezcla de bilis y agua sobre la tierra llena de plumas blancas.

—La verdad es que estaba ya harto de ustedes.

—¿Y ese es su pretexto, señor Mangold? —replicó Les Young—. ¿Esa es la explicación que nos da?

Estaban sentados en el cuarto de interrogatorios número 1 en la comisaría de St. Leonard, muy cerca del parque de Holyrood. Algunos agentes uniformados comentaban extrañados el regreso de Siobhan a su antigua demarcación, pero su malhumor aumentó con la llamada que recibió en el móvil del inspector jefe Macrae de Gayfield Square preguntándole dónde demonios estaba. Al responderle, Macrae inició un sermón sobre el talante respecto al trabajo en equipo y el poco apego aparente de algunos exoficiales de St. Leonard a su nuevo destino.

Mientras Macrae hablaba, Siobhan se arropaba con una manta y sostenía en su mano una taza caliente de sopa de sobre, mirando los zapatos que había puesto a secar sobre un radiador.

—Perdone, señor, ¿cómo decía? —dijo al acabar el jefe la parrafada.

Sargento Clarke, ¿lo encuentra gracioso?

—No, señor —contestó, pensando que en cierto modo sí que lo era, pero no creía que Macrae compartiera su sentido del absurdo.

Se embutió una camiseta prestada, sin sujetador, y unos pantalones de uniforme tres tallas más grandes, con calcetines masculinos blancos de deporte y las chanclas de plástico preceptivas en los escenarios de homicidios, más la manta modelo oficial de los calabozos para detenidos. No había ninguna posibilidad de lavar allí aquel pelo apelmazado, sucio y maloliente del agua del lago.

Mangold estaba también envuelto en una manta, aferrando en sus manos un vaso de plástico de té caliente. Había perdido las gafas color naranja y sus ojos eran como dos ranuras bajo la luz de los tubos fluorescentes. Siobhan no pudo por menos de advertir que la manta era del mismo color que el té. Les separaba una mesa. Les Young, sentado al lado de Siobhan, puso encima un cuaderno formato A4.

Ishbel estaba en una celda para ser interrogada después.

Quien más les interesaba era Mangold. Mangold, que llevaba dos minutos sin abrir la boca.

—Y bien, ¿se corrobora en esa explicación? —preguntó Les Young comenzando a garabatear en el cuaderno.

Siobhan se volvió hacia él.

—Es muy libre de decir lo que quiera, pero eso no altera los hechos.

—¿Qué hechos? —dijo Mangold, fingiendo no sentir el menor interés.

—Los del sótano —respondió Les Young.

—Dios, ¿otra vez con eso?

Fue Siobhan quien le replicó:

—A pesar de lo que me dijo la última vez, señor Mangold, yo creo que conoce a Stuart Bullen. Y creo que le conoce hace tiempo. De él fue la idea de ese falso enterramiento para hacer ver a los inmigrantes a lo que se arriesgaban si no obedecían.

Mangold se reclinó en el respaldo elevando las patas delanteras de la silla y miró al techo con los ojos cerrados. Siobhan siguió hablando con voz tranquila.

—Tras cubrir los esqueletos con cemento el asunto había concluido, pero no fue así, porque su local está en la Royal Mile, donde hay turistas todos los días. Y no hay nada que les encante más que un poco de ambiente histórico, por eso son tan concurridas las rutas de fantasmas. Y usted quiso que The Warlock se beneficiara.

—Sí, claro —dijo Mangold—, por eso estaba rehabilitando el sótano.

—Exacto… Pero obtendría un aluvión de turistas si se desenterraban un par de esqueletos. Una buena publicidad gratuita, y más con una historiadora atizando el fuego.

—Sigo sin entender a dónde quiere ir a parar.

—La cuestión estriba en que no calibró bien el asunto, Ray. Lo que menos le interesaba a Stuart Bullen es que aparecieran los esqueletos, porque comenzarían a plantearse interrogantes y esos interrogantes conducirían hacia él y su negocio de esclavos. ¿Es ese el motivo por el que le dio unos tortazos? O quizá lo hizo por él el irlandés.

—Ya le expliqué de qué son estas contusiones.

—Bueno, pues no me lo creo.

Mangold se echó a reír sin dejar de mirar al techo.

—Ha aludido a hechos, pero yo no oigo nada que pueda demostrar.

—Lo que yo me pregunto…

—¿Qué?

—Míreme y se lo diré.

Las patas de la silla volvieron despacio a tocar el suelo y Mangold clavó en Siobhan la ranura de sus ojos.

—Lo que no acabo de saber —prosiguió ella— es si lo hizo por indignación, porque Bullen le había pegado y gritado, y quería descargar en otro esa indignación… —Hizo una pausa—. O fue más bien una especie de obsequio para Ishbel, no un regalo envuelto con un lazo, pero un regalo de todos modos… para eliminar un pesar de su vida.

Mangold se volvió hacia Les Young.

—Por favor, explíqueme a qué se refiere, si usted lo entiende.

—Mire —continuó Siobhan, rebulléndose ligeramente en la silla—, cuando el inspector Rebus y yo fuimos a verle la última vez, estaba en el sótano.

—¿Y bien?

—El inspector Rebus estuvo manoseando un escoplo. ¿Lo recuerda?

—Pues no.

—Estaba en la caja de herramientas de Joe Evans.

—Primera noticia.

Siobhan sonrió sin ningún esfuerzo.

—Y había también un martillo, Ray.

—Un martillo en una caja de herramientas. A ver, ¿qué más?

—Ayer tarde fui al sótano y cogí ese martillo y les dije a los forenses que era urgente. Estuvieron analizándolo por la noche, y, aunque los resultados de ADN tardarán algo más, encontraron restos de sangre, Ray. Sangre del mismo grupo que la de Donny Cruikshank. Esos son los hechos —añadió encogiéndose de hombros y esperando la réplica de Mangold. Pero este callaba—. Bien —prosiguió ella—, el caso es que si ese martillo se utilizó para matar a Donny Cruikshank, yo creo que existen tres posibilidades. Evans, Ishbel o usted —apostilló alzando tres dedos sucesivamente—. Ha de ser uno de los tres. Pero yo creo que, lógicamente, podemos descartar a Evans —dijo bajando un dedo—. Y nos quedan usted o Ishbel, Ray. ¿Quién de los dos?

Les Young dejó de nuevo el bolígrafo sobre el cuaderno.

—Tengo que verla —dijo Ray Mangold con voz seca y quebrada—. Quiero estar a solas con ella. Sólo cinco minutos.

—No puede ser, Ray —replicó Young con firmeza.

—No hablaré si no me dejan verla.

Young meneó con firmeza la cabeza, y Mangold miró a Siobhan.

—El jefe es el inspector Young —dijo ella.

Mangold se inclinó hacia delante, con los codos en la mesa y el rostro entre las manos, y al hablar sus palabras fueron casi inaudibles.

—No lo he captado, Ray —dijo Young.

—¿No? Pues capte esto —replicó Mangold lanzándose por encima de la mesa con el puño cerrado.

Young esquivó el golpe echándose hacia atrás, al tiempo que Siobhan se levantaba, agarraba a Mangold por el brazo y se lo retorcía. Mientras Young dejó caer el bolígrafo, dio la vuelta a la mesa y le hizo una llave en el cuello.

—¡Hijos de puta! —gritó Mangold—. ¡Son todos unos hijos de puta!

Pero un par de minutos más tarde, con la llegada de refuerzos dispuestos a intervenir, dijo:

—De acuerdo… Fui yo. ¿Están contentos, cerdos? Le sacudí con el martillo en la cabeza. ¿Y qué? Lo que hice fue un favor para todos.

—Tendrá que repetirlo —dijo Siobhan entre dientes.

—¿Qué?

—Cuando le soltemos, tiene que repetirlo —añadió soltándole y dejando que los uniformados se acercaran.

—Si no —añadió—, la gente pensará que le retorcí un brazo.

Salieron a tomar un café, y Siobhan se inclinó sobre la máquina con los ojos cerrados. Les Young, pese a las advertencias de ella, había optado por una sopa y ahora olfateaba el recipiente torciendo el gesto.

—¿Qué cree? —preguntó.

Siobhan abrió los ojos.

—Ya se lo advertí.

—Me refiero a Mangold.

Siobhan se encogió de hombros.

—Asume la culpabilidad.

—Sí, pero ¿lo hizo él?

—Él o Ishbel.

—Él la quiere, ¿verdad?

—Me da esa impresión.

—Podría estar encubriéndola.

Siobhan se encogió de nuevo de hombros.

—Me pregunto si acabará en la misma galería que Stuart Bullen. En cierto modo sería una especie de justicia, ¿no?

—Tal vez —replicó Young en tono escéptico.

—Anímese, Les —dijo Siobhan—. Lo hemos resuelto.

—¿Sabe una cosa, Siobhan? —añadió él mirando exageradamente el panel de la máquina expendedora.

—¿Qué?

—Es la primera vez que llevo un caso de homicidio. Quiero resolverlo.

—Eso no sucede siempre en la realidad, Les —dijo ella dándole una palmadita en el hombro—. Pero al menos ha metido un pie en el agua.

—Pero usted se ha mojado del todo —replicó él sonriendo.

—Sí… y por poco no salgo —añadió ella bajando la voz.