El tren llegó con un cuarto de hora de retraso.
Siobhan y Mangold, que esperaban al principio del andén, vieron abrirse las puertas de los vagones; comenzaron a bajar los viajeros, casi todos turistas con equipaje, cansados y perplejos. De los de primera clase se apeaban hombres de negocios que se dirigían sin perder tiempo hacia la fila de taxis. No faltaban madres con niños y cochecitos, parejas de ancianos, hombres solos de andar tambaleante, mareados de tres o cuatro horas en el vagón bar.
A Ishbel no se la veía por ninguna parte.
El andén era largo con muchas salidas, y Siobhan estiró el cuello para ver mejor sin preocuparse por las miradas y comentarios que suscitaba entre los viajeros que tenían que esquivarla.
Mangold le dio un golpecito en el brazo.
—Ahí está —dijo.
La tenía allí, más cerca de lo que ella creía, cargada de bolsas. Al ver a Mangold, las levantó y sonrió satisfecha, ufana de sus compras. No había visto a Siobhan, quien, de no haber sido por Mangold, tampoco se habría percatado de su presencia porque ahora era la Ishbel de antes, sin pelo teñido y con un nuevo peinado. No un calco de su hermana, sino la auténtica Ishbel Jardine. Echó los brazos al cuello de Mangold y le dio en los labios un beso prolongado con los ojos cerrados; pero Mangold los mantenía abiertos mirando por encima de su hombro hacia Siobhan. Finalmente, Ishbel retrocedió un paso y Mangold le puso la mano en el hombro y la hizo volverse hacia Siobhan.
—Dios mío. Usted…
—Hola, Ishbel.
—¡No pienso volver! ¡Dígaselo!
—¿Por qué no se lo dices tú?
Ishbel negó con la cabeza.
—Ellos me… Serían capaces de convencerme. No sabe cómo son. ¡Demasiado les he dejado controlar mi vida!
—Vamos a la sala de espera para hablar —dijo Siobhan señalando hacia el andén ya más desalojado.
Al fondo se veían taxis subiendo por la rampa de salida hacia el puente de Waverley.
—No hay nada de qué hablar.
—¿Ni siquiera de Donny Cruikshank?
—¿Y bien?
—¿Sabes que ha muerto?
—¡Qué descanso!
Toda su actitud, la voz, los gestos, eran más duros que la última vez que Siobhan la había visto. Estaba curtida y endurecida por la experiencia, sin temor a mostrar su indignación. Muy capaz también de recurrir a la violencia.
Siobhan centró su atención en Mangold. Mangold, con sus contusiones en la cara.
—Hablemos en la sala de espera —dijo en tono autoritario.
Pero la sala de espera estaba cerrada y volvieron sobre sus pasos hacia el bar de la estación.
—Estaríamos mejor en The Warlock —declaró Mangold mirando la decoración anticuada y la clientela más anticuada aún—. De todos modos, tengo que volver allí.
Siobhan no hizo caso de lo que decía y pidió las bebidas. Mangold sacó un fajo de billetes, negándose a que pagara, y ella no discutió. Nadie hablaba en el local, pero había ruido suficiente para amortiguar lo que ellos hablasen, porque el televisor retransmitía el programa de una cadena deportiva y sonaba una música de fondo de gaitas, el zumbido del extractor y una máquina tragaperras. Estaban en una mesa en un rincón; Ishbel había dejado las bolsas en el suelo.
—Buen cargamento —comentó Siobhan.
—Unas cosillas —repuso Ishbel mirando de nuevo a Mangold y sonriéndole.
—Ishbel, tienes a tus padres muy preocupados —comentó Siobhan sin preámbulos—. Lo que implica que también la policía anda preocupada.
—¿Acaso tengo yo la culpa? Yo no le pedí que metiera la nariz en mis asuntos.
—La sargento Clarke cumple con su deber —terció Mangold en tono apaciguador.
—Y yo digo que no tenía por qué molestarse… y ya está —replicó Ishbel llevándose el vaso a los labios.
—En realidad, no es totalmente cierto —explicó Siobhan—. En los casos de homicidio hay que interrogar a todos los sospechosos.
Sus palabras causaron el efecto deseado, pues Ishbel miró por encima del borde del vaso y, sin beber, lo dejó en la mesa.
—¿Sospechan de mí?
Siobhan se encogió de hombros.
—¿Hay alguna persona que tuviera mayor motivo para matar a Donny Cruikshank?
—¡Pero si yo me fui de Banehall porque él me daba miedo!
—Creí que habías dicho que fue por tus padres.
—Bueno, también por eso… Querían que yo fuese como Tracy.
—Lo sé. He visto fotos tuyas, y pensé que era idea tuya, pero el señor Mangold me lo explicó.
Ishbel dio un apretón en el brazo a Mangold.
—Ray es mi mejor amigo.
—¿Y tus amigas, Susie, Janet y las demás? ¿Crees que no están preocupadas?
—Tenía pensado llamarlas —respondió Ishbel en tono más hosco.
Siobhan dedujo que, a pesar de lo que aparentaba, seguía siendo una jovencita de dieciocho años, quizá la mitad de la edad de Mangold.
—¿Y mientras, tú te dedicabas a gastar el dinero de Ray?
—No me importa que lo gaste —replicó Mangold—. Ha tenido una vida desgraciada y ya es hora de que se divierta un poco.
—Ishbel —añadió Siobhan—, ¿has dicho que Cruikshank te daba miedo?
—Exacto.
—¿Por qué exactamente?
—Por lo que veía en sus ojos cuando me miraba —respondió ella bajando la vista.
—¿Porque le recordabas a Tracy?
Ishbel asintió con la cabeza.
—Y me daba cuenta de lo que él pensaba… Recordaba lo que le había hecho a mi hermana —añadió tapándose la cara con las manos.
Mangold le pasó el brazo por los hombros.
—A pesar de ello le escribiste en la cárcel —continuó Siobhan— diciéndole que te había arrebatado la vida igual que a Tracy.
—Porque mis padres querían «convertirme» en Tracy —dijo con voz entrecortada.
—Tranquilízate, nena —intervino Mangold bajando la voz, y añadió para Siobhan—: ¿No ve lo que yo le decía? Ha sido muy duro.
—No lo dudo, pero debe contestar a las preguntas de la investigación.
—Ahora necesita que la dejen en paz.
—¿En paz y con usted, quiere decir?
Mangold entrecerró los ojos tras sus gafas color naranja.
—¿Qué insinúa?
Siobhan se encogió de hombros fingiendo fijar su atención en la bebida.
—Es lo que te dije, Ray —aseguró Ishbel—. Nunca me libraré de Banehall —añadió meneando la cabeza despacio—. Ni yendo al otro extremo del mundo. Tú dijiste que no pasaría nada, pero ya ves… —terminó cogiéndose de su brazo.
—Lo que a ti te hace falta son unas vacaciones, con copas al borde de la piscina, desayuno en la cama y una bonita playa.
—Ishbel, ¿qué has querido decir con que no pasaría nada? —terció Siobhan.
—No quería decir nada —espetó Mangold abrazando más fuerte a la joven por los hombros—. Si quiere hacer más preguntas, hágalo en plan oficial —añadió poniéndose en pie y cogiendo unas bolsas—. Vámonos, Ishbel.
Ella recogió las bolsas que quedaban y miró si dejaba algo.
—Lo haremos de forma oficial, señor Mangold —dijo Siobhan amenazadora—. Los esqueletos en el sótano son una cosa, pero el homicidio es otra.
Mangold hacía todo cuanto podía por hacerse el desentendido.
—Vamos, Ishbel. Tomaremos un taxi hasta el bar, no vamos a ir andando con tanta bolsa.
—Ishbel, llama a tus padres —insistió Siobhan—. Recurrieron a mí porque estaban preocupados por ti; eso no tiene nada que ver con Tracy.
Ishbel no respondió, pero Siobhan repitió su nombre alzando la voz y eso le hizo volver la cabeza.
—Me alegro de que estés bien —dijo Siobhan sonriendo—. De verdad.
—Pues dígaselo a ellos.
—Si es tu deseo…
Ishbel estuvo a punto de contestar, pero Mangold ya sostenía la puerta para darle paso y únicamente miró a Siobhan, dirigiéndole una imperceptible inclinación de cabeza, y salió de la cafetería.
Siobhan los vio a través del cristal dirigirse a la parada de taxis. Agitó el vaso y le pareció agradable el sonido de los cubitos de hielo. Pensó que Mangold realmente quería a Ishbel, lo que no significaba que fuese buena persona. «Dijiste que no pasaría nada, pero ya ves…» La frase había hecho que Mangold se levantase de pronto, y Siobhan creía saber por qué. El amor podía ser un sentimiento mucho más destructivo que el odio. Lo había comprobado en numerosas ocasiones en casos de celos, de desconfianza, de venganza. Reflexionó sobre esos tres sentimientos agitando otra vez el vaso, lo que debió de molestar al camarero, porque subió el volumen del televisor cuando ya ella había reducido a uno los tres cubitos.
La venganza.
Joe Evans no estaba en casa y fue la esposa quien abrió la puerta del chalecito en Liberton Brae. No había jardín delantero, sino un espacio de aparcamiento con una caravana vacía.
—¿Qué es lo que ha hecho ahora? —preguntó la mujer al enseñarle ella el carnet.
—Nada —contestó Siobhan—. ¿Le contó él lo que descubrió en The Warlock?
—Más de diez veces.
—Quisiera hacerle unas preguntas rutinarias —dijo Siobhan haciendo una pausa—. ¿Su marido ha tenido problemas alguna vez?
—Yo no he dicho semejante cosa.
—Como si lo hubiera dicho —replicó Siobhan, pero sonriente para darle a entender que le daba igual.
—Se ha peleado un par de veces en el pub… Embriaguez y alteración del orden. Pero este último año ha sido ejemplar.
—Me alegro. Señora Evans, ¿tiene idea de dónde podría encontrarle?
—Estará en el gimnasio, maja. No hay manera de apartarle de allí. —Vio el gesto de desconcierto de Siobhan y lanzó un bufido—. Que quede entre nosotras: está donde todos los martes, en el concurso de acertijos del pub, al final de la cuesta, en la otra acera —explicó la mujer señalando con el pulgar.
Siobhan le dio las gracias y echó a andar.
—Y si no está allí —añadió la mujer—, vuelva a decírmelo, porque será prueba de que tiene alguna amiga de tapadillo.
Siobhan oyó la carcajada que siguió hasta llegar al coche.
El pub tenía un pequeño aparcamiento, que estaba lleno. Estacionó en la calle y entró en el local. Los clientes eran mayores, prueba de que era un buen local. Todas las mesas estaban ocupadas por los equipos, un miembro de los cuales anotaba las respuestas por escrito. En el momento de entrar ella repetían una pregunta. El que dirigía el concurso debía de ser el dueño, porque estaba detrás del mostrador micrófono en mano y con la hoja de la pregunta en la otra.
—Es la última pregunta. Repito: ¿qué estrella de Hollywood está relacionada con un actor escocés en la canción Yellow? Moira pasará por las mesas a recoger las respuestas. Haremos una pausa y anunciaremos cuál es el equipo ganador. En la mesa de billar hay bocadillos.
Los jugadores comenzaron a levantarse para ir entregando la hoja con las respuestas a la dueña, mientras algunos se preguntaban entre ellos qué tal habían contestado.
—Esas malditas preguntas de aritmética…
—¡Pues vaya contable!
—La última, ¿se refería a Yellow Submarine?
—¿Quién era la pareja de Humphrey Bogart en El halcón maltés?
Siobhan sabía la respuesta: Miles Archer, y se lo dijo al hombre, que se la quedó mirando.
—Yo la conozco —dijo él señalándola con el dedo.
En la otra mano sostenía un vaso grande de cerveza casi vacío.
—Nos conocimos en The Warlock —explicó Siobhan—, un día que bebía coñac. ¿Quiere tomar otra? —añadió señalando el vaso.
—¿Qué quiere ahora? —preguntó él, mientras los demás se hacían a un lado como si se hubiera activado de pronto un campo de fuerzas entre ellos y Siobhan y Evans—. No serán esos malditos esqueletos…
—Pues no, no es eso… La verdad es que quiero pedirle un favor.
—¿Qué clase de favor?
—Un favor que empieza por una pregunta.
Evans reflexionó un instante y miró el vaso vacío.
—Entonces sí que tomo otra.
Ambos se dirigieron hacia la barra. A ella la asediaron preguntándole quién era, de qué conocía a Evans y si era oficial de vigilancia de libertad condicional o asistenta social. Siobhan capeó la encuesta lo mejor posible, sonriendo a las carcajadas que suscitó, y tendió la cerveza a Evans, quien se la llevó a los labios y dio tres o cuatro sorbos prolongados sin respirar.
—Bueno, pregunte.
—¿Sigue con ese trabajo en The Warlock?
Evans asintió con la cabeza.
—¿Eso es todo? —inquirió.
Siobhan negó con la cabeza.
—Quisiera saber si tiene llave del local.
—¿Del pub? —replicó él con un bufido—. Ray Mangold no es tan tonto.
Siobhan negó otra vez con la cabeza.
—Me refiero al sótano —dijo—. ¿Puede entrar y salir cuando quiere?
Evans la miró intrigado y dio nuevos sorbos a la cerveza, limpiándose el labio superior con la lengua.
—¿Por qué no se lo pregunta al público? —dijo Siobhan. Él reaccionó con una sonrisa irónica.
—La respuesta es sí —contestó.
—Así que tiene llave.
—Sí, tengo llave.
Siobhan suspiró hondo.
—Respuesta correcta —dijo—. Bien, ¿quiere seguir para una pregunta de premio?
—No es necesario —respondió Evans. Los ojos le brillaban.
—¿Por qué?
—Porque sé la pregunta. Quiere que le deje la llave.
—¿Y bien?
—Estoy pensando hasta qué punto no me indispondrá con el jefe.
—¿Y?
—Pero me intriga por qué la quiere usted. ¿Cree que hay más esqueletos?
—En cierto modo —contestó Siobhan—. La respuesta se la daré más tarde.
—¿Si le entrego la llave?
—O si me la deja para que no le diga a su esposa que no le encontré esta tarde en el concurso del pub.
—No puedo negarme —dijo Evans.
Ya tarde, por la noche, sonó el teléfono de Rebus en Arden Street. Cuando Siobhan llegó al descansillo, él la esperaba ya con la puerta abierta.
—Pasaba por aquí y vi luz en tu ventana —dijo ella.
—Mentirosa —replicó él—. ¿Tenías ganas de beber?
—Genios afines, etcétera —contestó ella alzando la bolsa de compras.
Él la hizo pasar. El cuarto de estar presentaba no mayor desorden de lo habitual. Rebus tenía su sillón junto a la ventana, con el cenicero y un vaso en el suelo. Sonaba Hard Nose the Highway, de Van Morrison.
—Sí que van mal las cosas —comentó ella.
—¿Y cuándo no? Es más o menos el mensaje de Van Morrison —dijo él bajando un poco el volumen.
Ella sacó una botella de la bolsa.
—¿Tienes sacacorchos?
—Te lo traigo —respondió él yendo hacia la cocina—. Y querrás también vaso…
—Perdona que sea tan exigente. —Se quitó el abrigo y lo dejó en el brazo del sofá en el momento en que él regresaba—. Una noche tranquila, por lo que veo —observó cogiendo el sacacorchos.
Rebus sostuvo el vaso mientras ella servía.
—¿Tú quieres uno?
Él meneó la cabeza.
—Voy por el tercer whisky, y ya sabes lo que dicen del vino y el whisky.
Siobhan cogió el vaso que él le tendía y se sentó en el sofá.
—¿Tú has tenido una tarde tranquila? —preguntó Rebus.
—Qué va, he estado dale que dale hasta hace tres cuartos de hora.
—¿Ah, sí?
—Logré convencer a Ray Duff para que se quedara hasta tarde.
Rebus asintió con la cabeza. Ray Duff trabajaba en el laboratorio forense de la policía en Howdenhall, y ya le debían unos cuantos favores.
—A Ray le cuesta negarse —comentó él—. ¿Se trata de algo que me interese?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé muy bien. ¿Qué tal ha sido tu jornada?
—¿Te has enterado de lo de Alan Traynor?
—No.
Rebus se tomó su tiempo para hablar; se llevó el vaso a los labios, dio un par de sorbos y los saboreó con fruición.
—Es agradable tomarse una copa juntos, ¿no?
—Vale, acepto… Tú me cuentas lo tuyo y yo te cuento lo mío.
Rebus sonrió y se acercó a la mesa en que estaba la botella de Bowmore, se llenó el vaso y volvió a sentarse.
Y comenzó a hablar.
A continuación Siobhan le explicó lo que había estado haciendo ella. Van Morrison fue seguido por Hobotalk, y Hobotalk por James Yorkston. Ya era más de medianoche. Después de hacer tostadas con mantequilla y despacharlas, en la botella de vino quedaba la cuarta parte y la de whisky estaba en las últimas. Cuando Rebus comentó que no intentara conducir, Siobhan le confesó que había venido en taxi.
—¿O sea que era todo premeditado? —dijo él en broma.
—Puede ser.
—¿Y si hubiera estado aquí Caro Quinn?
Siobhan se encogió de hombros.
—No era probable —añadió Rebus mirándola—. Me parece que he roto con Nuestra Señora de las Vigilias.
—¿La… qué?
—Así la llama Mo Dirwan.
Siobhan miró fijamente su vaso. Rebus pensó que tendría varias preguntas y media docena de reproches, pero al final sólo comentó:
—Creo que de aquí no paso.
—¿Lo dices por mi compañía?
Ella negó con la cabeza.
—Por el vino. ¿Podría tomar un café?
—Ya sabes donde está la cocina.
—Eres el anfitrión perfecto —dijo ella levantándose.
—Yo también tomaré uno, si me invitas.
—No te invito.
Pero volvió con dos tazas.
—La leche de la nevera aún puede utilizarse.
—¿Y bien?
—Pues que es la primera vez, ¿no?
—Ah, cría cuervos… —replicó Rebus dejando la taza en el suelo.
Ella se sentó en el sofá con la taza entre las manos. Aprovechando su ausencia en la cocina, él había entreabierto la ventana para que no se quejara del humo. Advirtió que ella se había percatado y esperó a ver si hacía algún comentario.
—¿Sabes lo que me pregunto, Shiv? Por qué esos esqueletos irían a parar a manos de Stuart Bullen. ¿No sería la pareja de Pippa Greenlaw aquella noche?
—Lo dudo. Ella dijo que se llamaba Barry o Gary y que jugaba al fútbol. Creo que por eso le conoció…
Interrumpió lo que decía al ver la sonrisa en el rostro de Rebus.
—¿Recuerdas el golpe que me di en la pierna en The Nook? —preguntó—. El barman australiano comentó que él bien sabía lo que era.
—Porque era como una lesión frecuente en el fútbol —añadió ella asintiendo con la cabeza.
—Y se llama Barney, ¿verdad? No es Barry, pero muy parecido.
Siobhan seguía asintiendo con la cabeza. Sacó del bolso el móvil y el bloc y buscó el número.
—Es la una de la madrugada —dijo Rebus.
Ella, sin hacerle caso, marcó el número y se llevó el aparato al oído.
En cuanto contestaron al otro lado de la línea comenzó a hablar.
—¿Pippa? Soy la sargento Clarke, ¿me recuerda? ¿Está en un club? —preguntó con la vista clavada en Rebus para irle poniendo al corriente—. Ah, esperando un taxi para volver a casa… ¿Sale del Opal Lounge? Escuche, perdone que la moleste a esta hora.
Rebus se acercó al sofá y arrimó el oído al teléfono. Oía ruido de tráfico, voces de borrachos, de pronto, un frenazo. «¡Taxi!», seguido de unas palabrotas.
—Me lo han quitado —dijo Pippa Greenlaw con la respiración sofocada.
—Pippa —siguió Siobhan—, se trata de su pareja aquella noche de la fiesta de Lex…
—¡Lex está conmigo! ¿Quiere hablar con él?
—Quiero hablar con usted.
—Creo que estamos a punto de iniciar algo —dijo Greenlaw bajando la voz como si tratara de evitar que alguien la oyese.
—¿Usted y Lex? Estupendo, Pippa —comentó Siobhan poniendo los ojos en blanco—. Bien, respecto a esa noche en que desaparecieron los esqueletos…
—¿Sabe que a uno de ellos le di un beso?
—Ya me lo dijo.
—Pues todavía siento asco… ¡Taxi!
—Pippa —prosiguió Siobhan apartando el teléfono del oído—, sólo quiero saber una cosa. Su pareja de aquella noche… ¿no sería un australiano llamado Barney?
—¿Cómo?
—Que si era un australiano quien la acompañó a la fiesta…
—Ah, pues ahora que lo dice…
—¿Y no pensó que merecía la pena mencionármelo?
—No se me ocurrió en aquel momento. Se me pasaría… —respondió Greenlaw dejando la frase en el aire y resumiendo de qué hablaban a Lex Cater, a quien pasó el teléfono.
—¿Hablo con la pequeña alcahueta? Me ha dicho Pippa que organizó el encuentro con ella aquella noche en que tenía usted que haber acudido a la cita y fue ella la que compareció. ¿Fue por aquello de la solidaridad femenina?
—No me dijo que la pareja de Pippa en la fiesta era un australiano.
—¿Era un australiano? Pues ni me di cuenta… Le paso a Pippa.
Pero Siobhan cortó la comunicación.
—«Pues ni me di cuenta…» —repitió. Rebus volvió a su sillón.
—Suele pasarle a gente como él porque se creen el ombligo del mundo. ¿De quién sería la idea? —añadió Rebus pensativo.
—¿De qué?
—Lo de los esqueletos no fue un robo por encargo. Así que o Barney Grant tuvo la idea de utilizarlos para asustar a los inmigrantes…
—O fue idea de Stuart Bullen.
—Pero si fue idea de nuestro amigo Barney, quiere decir que estaba al corriente de lo que Bullen se traía entre manos y que no es un camarero, sino su lugarteniente.
—Lo que explicaría que estuviera con Howie Slowther, y que este trabajase también para Bullen.
—O más bien para Peter Hill, pero tienes razón; en definitiva es lo mismo.
—En consecuencia, Barney Grant debería igualmente estar entre rejas —añadió Siobhan—. Porque si no, todo volverá a comenzar.
—Ahora nos vendría muy bien alguna prueba concreta. Sólo tenemos en el haber que Barney Grant iba en un coche con Slowther…
—Eso y los esqueletos.
—No es mucho para motivar al fiscal.
Siobhan sopló la superficie del café. El tocadiscos había dejado de sonar, quizás hacía un buen rato.
—Cosas para resolver otro día, ¿no, Shiv? —dijo Rebus finalmente.
—¿Me invitas a que me vaya?
—Soy mayor que tú y necesito dormir.
—Yo creía que las personas mayores necesitaban dormir menos.
Rebus meneó la cabeza.
—No necesitan dormir menos. Lo quieren.
—¿Por qué?
Rebus se encogió de hombros.
—Porque se acerca la muerte, imagino.
—¿Y cuando mueres tienes tiempo de sobra para dormir?
—Eso es.
—Bueno, pues perdona que te tenga en vela tan tarde, viejo.
Rebus sonrió.
—No tardarás mucho en tener a un colega más joven sentado frente a ti.
—No es una mala idea para acabar la noche…
—Voy a pedirte un taxi. A menos que quieras ocupar la habitación de invitados.
Siobhan se puso el abrigo.
—No, que luego se sueltan las malas lenguas, ¿no crees? Voy andando hasta los Meadows y allí lo tomaré.
—¿Tú sola a esta hora de la noche?
Siobhan cogió el bolso y se lo colgó al hombro.
—No soy una niña, John. Sé valerme sola.
Él se encogió de hombros, la acompañó hasta el vestíbulo y, después de cerrar la puerta, volvió a la ventana, viéndola alejarse acera adelante.
«No soy una niña…», pero sí timorata respecto al qué dirán.