28

Encontró sitio para aparcar en Cockburn Street y se dirigió al callejón Fleshmarket. Dobló a la izquierda en High Street y otra vez a la izquierda, y entró en The Warlock. Había una clientela variada de trabajadores en su turno de descanso, oficinistas leyendo el periódico y turistas hojeando planos y guías.

—No está —dijo el camarero—. A lo mejor vuelve dentro de unos veinte minutos, si quiere esperarle.

Siobhan asintió con la cabeza, pidió un refresco; cuando quiso pagar, el camarero negó con la cabeza, pero ella dejó el dinero en la barra. Había gente de la que prefería no aceptar invitaciones. Al ver que él no cogía las monedas, las echó en el bote de una asociación benéfica.

Se acomodó en un taburete y dio un sorbo a la bebida.

—¿Sabe adónde ha ido? —preguntó.

—Por ahí.

Siobhan dio otro sorbo.

—Tiene coche, ¿verdad?

El barman la miró.

—No se preocupe, no estoy interrogándole —dijo—. Es que como por aquí el aparcamiento es una pesadilla, me preguntaba cómo se las arregla.

—¿Conoce las cocheras de Market Street?

Iba a decir que no, pero asintió con la cabeza.

—¿Esas puertas de arco en el muro?

—Pues son garajes, y él tiene uno allí. A saber lo que pagará.

—Ah, ¿y guarda allí el coche?

—Lo deja allí y viene aquí andando, así hace ejercicio. Nunca le he visto…

Siobhan iba ya camino de la puerta.

Market Street estaba frente a la línea del ferrocarril del sur con origen en la estación de Waverley, a espaldas de la cual Jeffrey Street trazaba una curva cuesta arriba hacia Canongate. Las cocheras formaban una hilera escalonada en la pendiente. Había algunas demasiado pequeñas para un coche, pero todas menos una estaban cerradas con candado. Siobhan llegó en el momento en que Ray Mangold iba a cerrar la suya.

—Bonita máquina —comentó.

Él tardó un instante en reconocerla y a continuación dirigió la vista hacia donde ella miraba: un Jaguar rojo descapotable.

—A mí me gusta —dijo Mangold.

—Siempre me habían intrigado estos locales —continuó Siobhan mirando las bóvedas de ladrillo—. Son fantásticos, ¿verdad?

—¿Quién le dijo que yo tenía uno? —replicó él mirándola.

—Soy policía, señor Mangold —respondió ella sonriendo y dando una vuelta al Jaguar.

—No encontrará nada —espetó él.

—¿Qué es lo que cree que busco? —preguntó Siobhan que, efectivamente, miraba el interior detenidamente.

—Dios sabe… A lo mejor sus malditos esqueletos.

—No se trata de esqueletos, señor Mangold.

—¿Ah, no?

Siobhan negó con la cabeza.

—Estoy pensando en Ishbel —dijo situándose frente a él, cara a cara—. Me pregunto qué ha hecho con ella.

—No sé de qué habla.

—¿Cómo se hizo esas contusiones?

—Ya le dije que fue…

—¿Tiene algún testigo? Por lo que yo recuerdo, cuando le pregunté al camarero, él afirmó que no sabía nada. Tal vez con una hora o dos de interrogatorio en comisaría podríamos averiguar la verdad.

—Escuche…

—¡No, escuche usted! —replicó ella irguiendo la espalda y aupándose casi a su altura.

La puerta seguía entreabierta y, aunque un peatón se detuvo a mirar cómo discutían, Siobhan no hizo caso.

—Conoció a Ishbel en el Albatros —añadió—. Y comenzaron a verse y la recogió varias veces en el trabajo. Tengo un testigo presencial y me apostaría algo a que si enseño fotos suyas y del coche en Banehall habrá más de uno que lo recuerde. Bien, Ishbel ha desaparecido y usted tiene contusiones en la cara.

—¿Cree que yo le he hecho algo? —preguntó él acercándose a las puertas para cerrarlas.

Siobhan no se lo consintió y dio un puntapié a una de las hojas para que permaneciera abierta. Pasaba un autobús de turistas que miraron la escena. Siobhan les saludó con la mano y se volvió hacia Mangold.

—Hay muchos testigos —dijo a modo de advertencia.

Mangold abrió aún más los ojos.

—Dios… Escuche…

—Le escucho.

—¡Yo no he tocado a Ishbel!

—Demuéstrelo —replicó Siobhan cruzando los brazos—. Dígame qué le ha ocurrido.

—¡No le ha ocurrido nada!

—¿Sabe dónde está?

Mangold la miró con los labios apretados, moviendo la mandíbula a ambos lados. Finalmente habló como quien explota.

—Pues sí, sé dónde está.

—¿Dónde?

—Se encuentra bien… Está viva y está bien.

—Pero no contesta las llamadas al móvil.

—Porque son de sus padres —ahora que había decidido hablar, era como si se hubiera liberado de un peso y se recostó en el guardabarros del Jaguar—. Se marchó a causa de ellos.

—Demuéstrelo y dígame dónde está.

Él consultó el reloj.

—Probablemente estará en el tren.

—¿En el tren?

—De vuelta a Edimburgo. Fue de compras a Newcastle.

—¿A Newcastle?

—Por lo visto hay más y mejores tiendas.

—¿A qué hora espera que llegue?

Mangold negó con la cabeza.

—Por la tarde. No sé a qué hora llega el tren.

Siobhan le miró.

—Yo sí —dijo sacando el móvil.

Llamó al DIC de Gayfield. Contestó Phyllida Hawes.

—Phyl, soy Siobhan. ¿Está Col? Que se ponga, por favor. —Aguardó sin quitar ojo de Mangold—. ¿Col? Soy Siobhan. Oye, tú que tienes los horarios, ¿a qué hora llegan los trenes de Newcastle?

Rebus estaba sentado en el Departamento de Investigación Criminal de Torphichen mirando una vez más los papeles que tenía en la mesa.

Eran un trabajo concienzudo. Habían contrastado los nombres de la lista de turnos encontrada en el coche de Peter Hill con los de los detenidos en la playa de Cramond y los de los inquilinos de los pisos de Stevenson House. La oficina estaba tranquila después de conducir los interrogatorios y salir los coches celulares hacia Whitemire con su carga de nuevos detenidos. Que él supiera, la capacidad del centro de detención no daba para más y se imaginaba de sobra cómo iban a arreglárselas para alojar a tanto inmigrante; tal como había dicho Storey:

—Es una empresa privada y con beneficio a la vista, seguro que se las ingenian.

La lista que Rebus tenía en la mesa no era obra de Felix Storey; él no había prestado casi atención cuando se la enseñaron porque andaba ya diciendo que regresaba a Londres, donde otros casos requerían su presencia. Volvería de vez en cuando, naturalmente, para seguir el caso de Stuart Bullen.

«Estaría al tanto», había dicho.

Alzó la vista al entrar Reynolds Culo de Rata, que miró como buscando a alguien. Llevaba una bolsa marrón de papel y tenía cara de contento.

—¿Qué se te ofrece, Reynolds?

Reynolds sonrió.

—He traído un regalo de despedida para su amigo —contestó sacando un racimo de plátanos de la bolsa— y estoy buscando el mejor sitio para dejarlo.

—¿Porque no tienes agallas para dárselo? —dijo Rebus levantándose despacio.

—Es en plan de guasa, John.

—Para ti tal vez. Pero, no sé por qué, a Felix Storey no le va a hacer tanta gracia.

—Pues es cierto —se oyó decir al propio Storey, que entraba en la sala ajustándose el nudo de la corbata y alisándosela sobre la camisa.

Reynolds metió los plátanos en la bolsa y la apretó contra el pecho.

—¿Son para mí? —preguntó Storey.

—No —contestó Reynolds.

Storey se arrimó a él cara a cara.

—Como soy negro, soy un mono. Esa es su lógica, ¿verdad?

—No.

Storey abrió la bolsa.

—Pues da la casualidad de que me gustan los plátanos… si son buenos. Pero estos parecen pasados. Un poco como usted, Reynolds, que está rancio —añadió cerrando la bolsa—. Ahora lárguese y haga de policía para variar. Averigüe cómo le llaman a sus espaldas —apostilló Storey dándole a Reynolds una palmadita en la mejilla izquierda y cruzando los brazos como dando a entender que había acabado.

Cuando se hubo marchado, Storey se volvió hacia Rebus y le hizo un guiño.

—Le voy a decir otra cosa divertida —dijo este.

—Siempre estoy dispuesto a reírme.

—Esto es más curioso que chistoso.

—¿De qué se trata?

—Hay ciertos nombres que no tienen su cuerpo correspondiente —dijo Rebus dando una palmadita en una de las hojas que tenía en la mesa.

—Quizá nos oyeron llegar y escaparon.

—Quizás.

Storey recostó su trasero en el borde de la mesa.

—A lo mejor estaban en un turno de trabajo cuando hicimos la redada y si se han enterado me imagino que no volverán a aparecer por Knoxland, ¿no cree?

—No —contestó Rebus—. La mayoría de los nombres parecen chinos… pero hay uno africano: Chantal Rendille.

—¿Rendille? ¿Cree que eso es africano? —preguntó Storey frunciendo el ceño y estirando el cuello para ver la lista—. Rendille es francés, ¿no?

—El francés es el idioma oficial en Senegal —dijo Rebus.

—¿Cree que será un testigo renuente?

—Es lo que me pregunto. Se lo enseñaré a Kate.

—¿Quién es Kate?

—Una estudiante senegalesa a quien, de todos modos, tengo que preguntarle otra cosa.

Storey se apartó de la mesa, irguiéndose.

—Que tenga suerte.

—Un momento —dijo Rebus—. Hay otra cosa.

Storey lanzó un suspiro.

—¿Qué?

Rebus dio una palmadita sobre otra hoja.

—El autor de esto era muy concienzudo —explicó.

—No me diga.

Rebus asintió con la cabeza.

—A todos los interrogados se les preguntó su dirección anterior a Knoxland —añadió Rebus levantando la vista, pero Storey se encogió de hombros—. Y muchos dieron la de Whitemire.

—¿Cómo? —exclamó Storey con auténtico interés.

—Porque salieron con un aval.

—¿Un aval de quién?

—Hay diversos nombres, probablemente falsos. Y las direcciones de contacto son también falsas.

—¿Bullen? —aventuró Storey.

—Es lo que estaba pensando. Es perfecto: los avala y los pone a trabajar. Y si alguno protesta sabe que pende sobre su cabeza la amenaza de Whitemire. Y si eso no da resultado, recurre a los esqueletos.

—Tiene lógica —comentó Storey asintiendo con la cabeza.

—Creo que habrá que hablar con alguien en Whitemire.

—¿Para qué?

Rebus se encogió de hombros.

—Es mucho más sencillo tratar una cosa así con un amigo que… ¿cómo decirlo? —añadió Rebus fingiendo buscar las palabras—… que esté al tanto —espetó finalmente.

Storey le miró con odio.

—Tal vez tenga razón —dijo—. ¿Y con quién tendríamos que hablar?

—Con un tal Alan Traynor. Pero antes de hacer nada…

—¿Hay algo más?

—Sí, algo —contestó Rebus, que seguía mirando las hojas en las que había trazado líneas que unían ciertos nombres con nacionalidades y lugares—. Los detenidos en Stevenson House y los de la playa…

—¿Qué?

—Algunos procedían de Whitemire, otros tenían visado caducado y otros…

—¿Sí?

Rebus se encogió de hombros.

—Había unos cuantos sin papeles… y quedan unos pocos que, al parecer, llegaron aquí en un camión. Sólo unos pocos, Felix, sin pasaporte ni documento de identidad falsos.

—¿Y bien?

—Pues que ¿dónde está esa gran operación de entrada de inmigrantes ilegales? Y Bullen, el rey de la delincuencia, con una caja fuerte llena de documentación falsa… ¿Cómo es que no salió a relucir nada fuera del despacho?

—Puede ser que acabara de recibir una nueva remesa de sus amigos de Londres.

—¿De Londres? —repitió Rebus frunciendo el ceño—. No me había dicho que tuviera amigos en Londres.

—Dije Essex, ¿no es cierto? Para el caso es lo mismo.

—Acepto su palabra.

—Bien, ¿vamos a hacer una visita a Whitemire o qué?

—Una última cosa… —añadió Rebus alzando un dedo—. Entre nosotros dos, ¿hay algo que me oculta sobre Stuart Bullen?

—¿Como qué?

—Sólo lo sabré si me lo dice.

—John…, el caso está cerrado. Hemos obtenido resultados. ¿Qué más quiere?

—Tal vez quiero estar seguro de que estoy…

Storey alzó una mano como quien pide benevolencia, pero demasiado tarde.

—Al tanto —dijo Rebus.

Cuando llegaron a Whitemire, Caro, que estaba junto a la pista hablando por el móvil, ni los miró.

Pasaron los controles de seguridad habituales, abrieron y cerraron las puertas y el vigilante les acompañó desde el aparcamiento hasta el edificio, ante el cual estacionaban media docena de furgonetas vacías: los refugiados ya habían llegado. Felix Storey miraba todo con un gran interés.

—Me imagino que no había venido aquí nunca —dijo Rebus.

Storey negó con la cabeza.

—Pero he ido varias veces a Belmarsh, ¿sabe dónde está?

Rebus negó con la cabeza.

—En Londres. Es una auténtica cárcel de alta seguridad donde internan a los solicitantes de asilo.

—Precioso.

—Esto, comparado con aquello, es como el Club Mediterráneo.

En la puerta principal les aguardaba Alan Traynor sin ocultar su irritación.

—Oigan, no sé a qué vendrán, pero ¿no podrían aplazarlo? Estamos intentando acomodar a docenas de nuevos ingresados.

—Lo sé —dijo Felix Storey—. Yo los envié.

Traynor no pareció oírlo, preocupado como estaba con sus problemas.

—Tendremos que alojarlos en el comedor, pero nos va a ocupar horas.

—En ese caso, cuanto antes se deshaga de nosotros, mejor —dijo Storey.

Traynor hizo un gesto teatral.

—Muy bien. Síganme.

En la oficina externa al despacho pasaron por delante de Janet Eylot, que levantó la vista del ordenador, clavó los ojos en Rebus y abrió la boca para decir algo, pero él se anticipó.

—Perdone, señor Traynor, pero tengo que ir al… —dijo señalando hacia el pasillo donde había visto unos servicios—. Vuelvo enseguida.

Storey le miró convencido de que tramaba algo, Rebus le hizo un guiño, giró sobre sus talones y fue hacia el pasillo, donde aguardó hasta oír que se cerraba la puerta del despacho de Traynor. Entonces asomó la cabeza y dirigió un suave silbido a Janet Eylot, quien se levantó y fue a su encuentro.

—¡Cómo son ustedes! —dijo entre dientes.

Rebus se llevó un dedo a los labios y ella bajó la voz temblando de rabia.

—No me dejan en paz desde la primera vez que hablé con usted. Ha venido la policía a mi casa, ha estado en mi cocina, acabo de llegar de la comisaría de Livingston ¡y aquí está usted otra vez! Y ahora con todo este montón de ingresos no damos abasto…

—Tranquila, Janet, tranquila. —La joven temblaba, tenía los ojos enrojecidos bañados en lágrimas y le latía una venilla junto al párpado izquierdo—. Pronto habrá acabado todo; ahora no tiene por qué preocuparse.

—Sabiendo que soy sospechosa de homicidio, ¿no?

—Estoy seguro de que no es sospechosa. Se trata sólo de pesquisas necesarias.

—¿Han venido a hablar de mí con el señor Traynor? ¿No basta con que haya tenido que mentirle esta mañana sobre mi ausencia, diciéndole que era un asunto urgente de familia?

—¿Por qué no le ha dicho la verdad?

Ella negó violentamente con la cabeza. Rebus se inclinó y miró hacia la oficina. La puerta de Traynor seguía cerrada.

—Escuche, van a sospechar algo…

—¡Explíqueme a qué viene todo esto y por qué me afecta a mí!

Rebus la sujetó por los hombros.

—Aguante un poco, Janet. Un poco más.

—No sé hasta cuándo podré aguantar… —repuso ella con voz desmayada y mirada perdida.

—Tómeselo con calma, Janet. Es lo mejor —dijo Rebus bajando las manos y mirándola a la cara un instante—. Tómeselo con calma —repitió alejándose sin volver la cabeza.

Llamó a la puerta del despacho de Traynor y entró.

Vio que estaban los dos sentados y él ocupó la silla vacía.

—Le he explicado al señor Traynor lo de la red ilegal de Stuart Bullen —dijo Storey.

—No me lo puedo creer —aseguró Traynor alzando las manos.

Rebus, sin hacer caso, miró a Storey.

—¿No le ha dicho lo otro? —preguntó.

—Esperaba a que estuviera usted presente.

—¿Qué es lo que no me ha dicho? —inquirió Traynor esbozando una sonrisa.

Rebus volvió hacia él la mirada.

—Señor Traynor, muchos de los que detuvimos provenían de Whitemire y habían salido avalados por Stuart Bullen.

—Imposible —replicó sin sonreír mirando a uno y otro—. No lo habríamos aceptado.

Storey se encogió de hombros.

—Lo haría con nombres falsos y direcciones falsas.

—Entrevistamos a los avalistas.

—¿Usted personalmente, señor Traynor?

—No siempre.

—A la entrevista acudirían individuos de aspecto respetable que le suplantaban —dijo Storey sacando un papel del bolsillo—. Tengo aquí la lista de Whitemire y puede comprobarla usted mismo.

Traynor cogió el papel y lo leyó.

—¿Le suena algún nombre? —preguntó Rebus.

Traynor asintió despacio con la cabeza, pensativo. Sonó el teléfono y lo cogió.

—Sí, diga. No; podemos apañarnos, aunque nos llevará su tiempo; el personal tendrá que hacer horas extra… Sí, claro que haré una hoja de cálculo, pero tardaré unos días… —Escuchó a su interlocutor sin apartar la vista de sus visitas—. Bien, por supuesto. Si pudiéramos contratar más personal o recibir un refuerzo de otros centros… Hasta que los nuevos estén controlados, por así decir…

La conversación prosiguió un minuto más y Traynor anotó algo en una hoja mientras colgaba.

—Ya ven lo ocupado que estoy —comentó.

—¿Organizando el caos? —aventuró Storey.

—Por eso debo abreviar esta reunión.

—¿Debe? —inquirió Rebus.

—No tengo más remedio.

—¿Y no será porque tiene miedo de lo que vamos a preguntarle?

—No acabo de entenderle, inspector.

—¿Quiere que le facilite una hoja de cálculo? —replicó Rebus con una sonrisa glacial—. Resulta mucho más fácil organizar algo así con alguien dentro.

—¿Qué?

—Cuestión de dinero que cambia de mano, aparte de la suma del aval.

—Escuche, verdaderamente, no sé a qué se refiere.

—Eche otro vistazo a lista, señor Traynor. Hay en ella un par de nombres kurdos, de kurdos turcos, como los Yurgii.

—¿Y qué?

—Cuando le pregunté me dijo que no había salido de Whitemire ningún kurdo avalado.

—Pues me equivocaría.

—Y hay un nombre en la lista que creo que es de Costa de Marfil.

Traynor bajó la vista hacia la lista.

—Eso parece.

—Costa de Marfil, cuyo idioma oficial es el francés. Pero cuando yo le pregunté si había africanos en Whitemire me dijo lo mismo: que no habían avalado a ninguno.

—Escuche, esto es demasiado… Yo no recuerdo haber dicho eso.

—Yo creo que sí, y el único motivo que se me ocurre para que mintiera es que tiene algo que ocultar y no quería que yo supiera nada de esas personas, porque las habríamos localizado y habríamos averiguado los nombres y direcciones falsos de sus avalistas. A menos que usted me dé otra explicación —añadió Rebus alzando la mano.

Traynor dio un golpe con la palma de la mano sobre la mesa y se puso en pie sonrojado.

—No tiene derecho a hacer esas acusaciones.

—Demuéstrelo.

—No creo que haga falta.

—Yo creo que sí, señor Traynor —terció Felix Storey con voz pausada—. Porque son imputaciones graves y habrá que hacer indagaciones, lo que significa que mis hombres examinarán sus archivos para comprobar nombres. Irrumpirán en su despacho e investigarán su vida privada para inspeccionar en las cuentas bancarias y sus últimas adquisiciones por si hay algún coche nuevo o vacaciones de lujo. Tenga la seguridad de que se hará de forma exhaustiva.

Traynor agachó la cabeza y, al sonar el teléfono, lo tiró de un manotazo, arrastrando con ello una foto enmarcada, cuyo cristal se rompió, dejando deslizar la foto de una mujer sonriente abrazada por una niña. Se abrió la puerta y entró Janet Eylot.

—¡Fuera! —vociferó Traynor.

Eylot se retiró con un chillido.

Se hizo un silencio, que rompió Rebus.

—Otra cosa —dijo pausadamente—. Bullen no sale de esta, eso está claro. ¿Cree que va a cerrar la boca respecto al resto de implicados? Imputará lo que sea a quien sea. Y si tiene miedo a algunos, a usted no, Traynor. En cuanto se le proponga un arreglo, seguro que lo primero que pronuncia es su nombre.

—No puedo ocuparme de eso… ahora —replicó Traynor con voz quebrada—. Con tantos ingresos por atender —añadió alzando la vista hacia Rebus casi con lágrimas en los ojos—. Esa gente me necesita.

Rebus se encogió de hombros.

—¿Hablará con nosotros más tarde?

—Tengo que pensarlo.

—Si habla —añadió Storey— no habrá necesidad de que investiguemos su situación económica.

Traynor le dirigió una sonrisa torva.

—¿Mi situación económica? En cuanto hagan pública esta imputación me quedaré sin empleo.

—Quizás habría debido pensarlo antes.

Traynor no replicó. Se apartó de la mesa, recogió el teléfono, lo puso en su sitio, e inmediatamente comenzó a sonar, pero se agachó a recoger la foto y no contestó a la llamada.

—¿Quieren marcharse, por favor? Hablaremos más tarde.

—Pero no muy tarde —le advirtió Storey.

—Tengo que atender los nuevos ingresos.

—¿Mañana por la mañana? —insistió Storey.

Traynor asintió con la cabeza.

—Que compruebe Janet en su agenda si tengo compromisos.

Storey le miró satisfecho, se levantó y se abrochó la chaqueta.

—Pues bien, le dejamos; pero recuerde, señor Traynor, que esto no puede aplazarse. Es mejor que hable con nosotros antes de que lo haga Bullen —añadió Storey tendiendo la mano.

Como Traynor no se la estrechó, se dirigió a la puerta y salió del despacho. Rebus quedó rezagado un instante y luego siguió sus pasos. Janet Eylot pasaba las hojas de una agenda grande.

—Tiene una reunión a las diez y cuarto.

—Anúlela —dijo Storey—. ¿A qué hora viene al despacho?

—Hacia las ocho y media.

—Anótelo para esa hora. Necesitaremos como mínimo dos horas.

—A las doce tiene otra reunión. ¿La anulo también?

Storey asintió con la cabeza. Rebus miraba a la puerta del despacho.

—John —dijo Storey—, vendrá conmigo mañana, ¿verdad?

—Pensé que iba a Londres.

Storey se encogió de hombros.

—Así atamos todos los cabos —contestó.

—En ese caso, vendré.

El vigilante que les había recibido en el aparcamiento aguardaba para acompañarlos a la salida. Rebus tocó el brazo de Storey.

—¿Puede esperar un momento en el coche?

—¿Qué sucede ahora? —dijo Storey mirándole.

—Voy a ver a una persona. Es un minuto.

—Me deja en blanco —comentó Storey.

—Tal vez, pero ¿le importa quedarse?

Storey lo pensó un instante, luego accedió.

Rebus pidió al vigilante que le llevara al comedor, sin embargo, cuando estaban lejos de Storey, cambió la petición:

—En realidad, quiero ir al ala de familias —dijo.

Al llegar al sitio vio lo que quería: los hijos de Stef Yurgii entretenidos con los juguetes que les había comprado, aunque ellos no se dieron cuenta de su presencia, absortos como estaban en su mundo infantil. No vio a la viuda, pero pensó que no era necesario. Hizo una seña al guardián y este le acompañó al patio.

Iba camino del coche cuando sonaron los gritos. Procedían del interior del edificio principal y se aproximaban cada vez más. La puerta se abrió de golpe y dio paso a una mujer que cayó de rodillas: Janet Eylot, que no paraba de gritar.

Rebus echó a correr, consciente de que Storey le seguía.

—Janet, ¿qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

—Se ha…, se ha…

Incapaz de expresarse, la joven se tendió de lado en el suelo gimiendo en posición fetal, fuertemente abrazada a sus rodillas.

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó entre gemidos.

Echaron a correr hacia el interior y cruzaron el pasillo hasta las oficinas. La puerta del despacho de Traynor estaba abierta y el personal se apiñaba en el umbral. Rebus y Storey se abrieron paso. Una vigilante estaba arrodillada junto a un cuerpo en el suelo. Había sangre por todas partes, en la alfombra y en la camisa de Traynor. La mujer presionaba con la palma de la mano sobre una herida en la muñeca izquierda de Traynor. Otro vigilante hacía lo propio en la muñeca derecha. Traynor estaba consciente y miraba con los ojos muy abiertos, tenía la respiración entrecortada y el rostro cubierto de sangre.

—Llamad a un médico.

—Una ambulancia.

—No dejéis de presionar.

—Traed toallas.

—Vendas…

—¡No dejes de presionar! —gritó la vigilante a su compañero.

No dejar de presionar, pensó Rebus. ¿No era eso lo que había hecho Storey?

En la camisa de Traynor había trozos de vidrio de la foto enmarcada: los fragmentos con que se había cortado las venas. Rebus advirtió que Storey le miraba y él le devolvió la mirada.

«Lo sabías, ¿verdad? —parecía decir Storey con los ojos—. Sabías que sucedería esto y no hiciste nada. Nada».

Nada.

La mirada de Rebus era muda.

Cuando llegó la ambulancia, Rebus estaba dentro del perímetro exterior fumando un cigarrillo. Al abrirse las puertas salió afuera, cruzó por delante de la garita y bajó hasta donde estaba Caro Quinn mirando cómo entraba la ambulancia.

—¿No será otro suicidio? —preguntó espantada.

—Un intento —dijo Rebus—. Pero no es un detenido.

—¿Quién es?

—Alan Traynor.

—¿Qué? —inquirió perpleja.

—Intentó cortarse las venas de las muñecas.

—¿Está vivo?

—Pues no lo sé. Pero es una buena noticia para usted.

—¿Qué quiere decir?

—Caro, dentro de poco comenzará a salir mierda de ese centro, y tanta que a lo mejor lo cierran.

—¿Y a eso le llama una buena noticia?

—Es lo que usted reivindicaba —replicó Rebus frunciendo el ceño.

—¡Pero no de esta manera! ¡A costa de una vida, no!

—No quise decir eso —respondió Rebus.

—Yo creo que sí.

—No sea paranoica.

Ella retrocedió un paso.

—¿Es eso lo que soy?

—Escuche, me refiero a…

—No me conoce, John. No me conoce en absoluto…

Rebus guardó silencio pensando qué responder.

—Pues no la conoceré —dijo al fin, volviendo la cabeza hacia la entrada.

Storey, que le aguardaba junto al coche, comentó:

—Sí que conoce a gente aquí.

Rebus lanzó un resoplido y los dos vieron llegar corriendo a un enfermero que iba hacia la ambulancia a recoger algo que había olvidado.

—Deberíamos haber pedido dos ambulancias —comentó Storey.

—¿Otra para Janet Eylot? —preguntó Rebus.

Storey asintió con la cabeza.

—Están preocupados; la han llevado a otra oficina y la tienen allí en el suelo envuelta en una manta, tiritando.

—Yo le dije que no tenía que preocuparse —musitó Rebus casi para sus adentros.

—Yo no me fiaría mucho de su opinión de especialista.

—No —dijo Rebus—, haría muy bien.