Rebus volvió a Torphichen, donde Felix Storey discutía acaloradamente con el inspector Shug Davidson porque necesitaba un despacho, una mesa y silla.
—Y línea telefónica —añadió Storey—. Portátil tengo.
—No nos sobran mesas, y despachos, menos aún —replicó Davidson.
—En Gayfield Square tiene libre mi mesa —terció Rebus.
—Tengo que estar aquí —insistió Storey señalando el suelo.
—¡Por lo que a mí respecta puede quedarse «ahí»! —espetó Davidson alejándose.
—Eso ha sido ingenioso —musitó Rebus.
—Qué falta de colaboración —comentó Storey resignado.
—A lo mejor tiene envidia —dijo Rebus—, por los buenos resultados que usted cosecha.
Storey hizo ademán de mostrarse ufano.
—Sí, todos esos resultados tan fáciles —añadió Rebus.
Storey le miró a la cara.
—¿Qué quiere decir?
Rebus se encogió de hombros.
—Nada, simplemente que le debe a su misterioso confidente un par de cajas de whisky por lo bien que ha resuelto este caso.
—Eso no es asunto suyo —replicó Storey sin dejar de mirarle.
—¿No es eso lo que suele decir el malo cuando hay algo que no quiere que se sepa?
—¿Y qué es exactamente lo que cree que no quiero que sepa? —dijo Storey con voz más grave.
—Tal vez no lo sepa hasta que me lo diga.
—¿Y por qué iba a decirle nada?
Rebus sonrió abiertamente.
—Tal vez porque soy el bueno —aventuró.
—Todavía no estoy muy convencido, inspector.
—¿A pesar de que me metí en esa conejera y empujé a Bullen hacia la calle?
Storey le dirigió una fría sonrisa.
—¿Es que tengo que darle las gracias?
—Con ello le ahorré que se manchara su elegante y costoso traje…
—No tan costoso.
—Y no he dicho ni una sola palabra sobre usted y Phyllida Hawes…
Storey le miró furioso.
—La agente Hawes era miembro de mi equipo.
—¿Y por eso estaban los dos dentro de una furgoneta un domingo por la mañana?
—Si va a empezar a hacer acusaciones…
Rebus sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo con el reverso de la mano.
—Era por pincharle, Felix.
Storey tardó un instante en calmarse y Rebus aprovechó para ponerle al corriente de la visita a Ray Mangold. El de Inmigración quedó pensativo.
—¿Cree que están relacionados?
Rebus se encogió de hombros.
—No sé si eso tendrá importancia, pero hay otro aspecto que considerar.
—¿Qué?
—Esos pisos de Stevenson House, que son del Ayuntamiento…
—¿Y qué?
—Habría que ver los nombres del registro de alquileres.
—Continúe —dijo Storey escrutándole.
—Cuantos más nombres consigamos, más posibilidades de imputar rápido a Bullen.
—Lo que implica hacer una gestión en el Ayuntamiento.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Y sabe qué? Yo conozco a alguien que puede sernos útil.
Estaban los dos sentados en el despacho de la señora Mackenzie, quien les explicaba los chanchullos del imperio delictivo de Bob Baird, que incluía al menos tres de las viviendas donde habían efectuado la redada matinal.
—Y quizá más —dijo la señora Mackenzie—. Hemos descubierto hasta ahora doce alias, porque ha utilizado nombres de parientes, nombres elegidos al azar en la guía telefónica y otros de personas fallecidas recientemente.
—¿Van a denunciarlo a la policía? —preguntó Storey.
Le asombró el expediente de la señora Mackenzie, recopilación de un verdadero árbol genealógico en unas hojas unidas con cinta adhesiva que casi cubría la mesa. Al lado de cada nombre figuraban datos individuales.
—Ya está en marcha —contestó ella—. Quiero asegurarme de que, por lo que a nosotros respecta, se ha hecho todo lo posible.
Rebus asintió con gesto de admiración, y ella se ruborizó.
—En consecuencia —dijo Storey—, ¿casi todas las viviendas de la tercera planta de Stevenson House estaban subarrendadas por Baird?
—Creo que sí —respondió Rebus.
—¿Y es de suponer que él estaba al corriente de que los inquilinos los aportaba Stuart Bullen?
—Es de lógica. Yo diría que la mitad del barrio sabía lo que sucedía, por eso los pandilleros no osaban ni tocar los muros.
—¿Ese Stuart Bullen es alguien a quien teme la gente? —preguntó la señora Mackenzie.
—No se preocupe, señora Mackenzie, Stuart Bullen está detenido —dijo Storey.
—Y no sabrá nada de su excelente trabajo —añadió Rebus dando unos golpecitos sobre el diagrama.
Storey, que estaba inclinado sobre la mesa, se irguió en la silla.
—Tal vez ha llegado el momento de hablar con Baird.
Rebus asintió con la cabeza.
Dos agentes escoltaron a pie hasta la comisaría de policía de Portobello a Bob Baird, que no había cesado de despotricar por el agravio y la humillación.
—Razón de más para que la gente nos mirara con mayor interés —comentó uno de los agentes con cierta fruición.
—Así que estará de muy mal genio —añadió el otro agente.
Rebus y Storey intercambiaron una mirada.
—Estupendo —dijeron al unísono.
Baird paseaba de arriba abajo en los estrechos límites del cuarto de interrogatorio. Al entrar ellos dos, abrió la boca y soltó una sarta de quejas.
—Cállese —espetó Storey—. Por el lío en que está metido, le aconsejo que se limite estrictamente a contestar las preguntas que se le hagan. ¿Entendido?
Baird le miró sonriente y lanzó un resoplido.
—Para consejo, este que le doy, amigo: no abuse de la lámpara de cuarzo.
Storey replicó con una sonrisa de las suyas.
—¿Es acaso una referencia al color de mi piel, señor Baird? Supongo que en sus actividades ser racista debe de ser un tanto positivo.
—¿A qué actividades se refiere?
Storey sacó del bolsillo su carnet.
—Soy oficial de Inmigración, señor Baird.
—¿Y me va a detener de acuerdo con la ley de relaciones entre razas? —replicó Baird con otro resoplido que a Rebus le recordó el de un cerdo hambriento—. ¿Simplemente por alquilar pisos a sus compañeros de tribu?
Storey se volvió hacia Rebus.
—Ya veo que es muy divertido, como me dijo.
Rebus cruzó los brazos.
—Eso es porque sigue creyendo que sólo se trata de fraude al Ayuntamiento.
Storey se volvió hacia Baird abriendo ligeramente los ojos.
—¿Es eso lo que usted cree, señor Baird? Pues lamento darle malas noticias.
—¿Me encuentro en uno de esos programas de la cámara indiscreta? —replicó Baird—. ¿Y aparecerá entonces quien me explique la broma?
—No es ninguna broma —dijo Storey despacio y meneando la cabeza—. Cedió sus pisos a Stuart Bullen y él los atiborró de inmigrantes ilegales a los que hacía trabajar como esclavos. Yo me atrevería a decir que se vio varias veces con su socio, un tipo muy amable llamado Peter Hill, muy bien relacionado con los paramilitares de Belfast. Terrorismo y esclavismo —continuó Storey alzando un par de dedos—: una buena mezcla. Y eso sin contar transporte y entrada en el país de inmigrantes ilegales, con falsificación de pasaportes y tarjetas del Servicio de Salud hallados en poder de Bullen —añadió Storey esgrimiendo otro dedo hacia el rostro de Baird—. Así que le acusaremos de conspiración, no únicamente de fraude al Ayuntamiento y al honrado ciudadano que paga sus impuestos, sino además de contrabando, esclavismo, usurpación de identidad y de mil cosas. Y no hay nada que a los fiscales de Su Majestad les guste tanto como una bonita trama conspirativa, así que yo en su lugar haría acopio de buen humor porque va a necesitarlo para los años que pasará en la cárcel —dijo Storey bajando el brazo—, diez o doce por lo menos. Ya ve qué broma.
Se hizo un silencio en el cuarto, y Rebus oyó el tictac de un reloj: el de Storey, probablemente un buen modelo clásico y sencillo de los que cumplen su cometido con precisión. Al igual que su propietario, tuvo que admitir.
Baird estaba completamente pálido. En apariencia se mantenía bastante tranquilo, pero Rebus sabía que había resultado estratégicamente vulnerado. Se mantenía serio y pensativo con los labios prietos. No era la primera vez que se encontraba en una situación delicada y sabía que era crucial lo que declarase.
Diez o doce años, había dicho Storey, pero era demasiado, aun con un veredicto de culpabilidad. Storey lo había exagerado lo justo, porque de haber dicho quince o veinte, Baird se habría percatado de que mentía y se tiraba un farol. Pero también habría podido aceptar ir a la cárcel y no decirles nada.
Pero diez o doce… Baird estaría echando cuentas. Aunque Storey exagerase, tal vez saliera bien librado con siete o nueve y cumpliría cuatro o cinco, quizás algo más. Los años son preciosos cuando se tiene la edad de Baird. A Rebus le habían comentado en cierta ocasión que la mayor preocupación de los delincuentes habituales era el proceso de envejecimiento, por el anhelo de no morir en la cárcel y disfrutar de libertad con sus hijos y nietos y hacer cosas a las que siempre han aspirado.
Rebus se imaginó que leía todo aquello en el rostro surcado de arrugas de Baird.
Finalmente, el hombre pestañeó varias veces, miró al techo y suspiró.
—Pregunten —dijo.
Así lo hicieron.
—Conteste sin ambigüedades —dijo Rebus—. ¿Le permitía a Stuart Bullen utilizar algunos pisos suyos?
—Correcto.
—¿Sabía a qué los destinaba?
—Me lo imaginaba.
—¿Cómo empezó todo?
—Vino a verme porque sabía que yo subarrendaba pisos a minorías necesitadas —dijo Baird mirando a Felix Storey al pronunciar las dos últimas palabras.
—¿Y él, cómo lo sabía?
Baird se encogió de hombros.
—Tal vez se lo dijese Peter Hill. Hill andaba siempre por Knoxland haciendo chanchullos y traficando con droga; más bien esto último. Y se enteraría.
—¿Y usted aceptó?
Baird sonrió amargamente.
—Yo conocía a su padre y a Stu le había visto alguna vez en funerales y qué se yo. No es la clase de persona a la que convenga negarle nada —dijo Baird.
Se llevó el té a los labios y se pasó la lengua por ellos como saboreándolo. Lo había preparado Rebus para los tres en la reducida cocina de la comisaría, pero en la caja sólo quedaban dos bolsitas, que estrujó cuanto pudo para obtener tres tazas.
—¿Conocía mucho a Rab Bullen? —preguntó Rebus.
—No mucho. Yo por entonces hacía mis chanchullos y traficaba, y pensé que en Glasgow habría más oportunidades… pero Rab me lo explicó claramente. Fue muy amable, como cualquier hombre de negocios. Me dijo cómo estaba repartida la ciudad y que no había sitio para uno nuevo. —Hizo una pausa—. ¿No van a grabar lo que digo?
Storey se inclinó en la silla con las manos juntas.
—Esto es una especie de interrogatorio previo.
—¿Habrá otros?
Storey asintió despacio con la cabeza.
—Que se grabarán en vídeo. De momento, digamos que estamos en un sondeo.
—De acuerdo.
Rebus sacó una cajetilla entera de cigarrillos y ofreció a ambos. Storey rehusó con la cabeza, pero Baird aceptó. Había carteles que prohibían fumar en tres de las paredes, y Baird expulsó el humo hacia uno de ellos.
—De vez en cuando se incumple el reglamento, ¿eh?
Rebus hizo caso omiso y planteó una pregunta.
—¿Sabía que Stuart Bullen formaba parte de una red de introducción ilícita de inmigrantes?
Baird negó de forma enérgica con la cabeza.
—Me cuesta creerlo —dijo Storey.
—Pero es así.
—¿De dónde pensaba que provenían exactamente esos inmigrantes?
Baird se encogió de hombros.
—Pensé que eran refugiados…, solicitantes de asilo… No tenía por qué preguntarlo.
—¿No sintió curiosidad?
—¿No es lo que mata al hombre?
—De todos modos…
Baird se encogió de hombros de nuevo mirando la punta del cigarrillo, y Rebus rompió el silencio con otra pregunta.
—¿Sabía que explotaba a esa gente como trabajadores ilegales?
—No habría podido decir si eran ilegales o no.
—Los explotaba al máximo.
—¿Y por qué no se marchaban?
—Usted mismo ha dicho que le tenía miedo, ¿cree que ellos no se lo iban a tener?
—Esa es una explicación.
—Tenemos pruebas de intimidación.
—Puede que lo lleve en los genes —añadió Baird tirando ceniza al suelo.
—¿De tal palo, tal astilla? —apostilló Felix Storey.
Rebus se levantó y dio la vuelta a la silla de Baird, deteniéndose y agachando la cabeza hasta el hombro de este.
—¿Dice que no sabe que traficaba con personas?
—No.
—Bien, ahora que se lo hemos explicado, ¿qué piensa?
—¿Qué quiere decir?
—¿Le sorprende?
Baird reflexionó un instante.
—Pues sí.
—¿Y por qué?
—No lo sé… Tal vez porque nunca me figuré que Stu pudiera jugar tan fuerte.
—¿Es un delincuente de poca monta? —dijo Rebus.
Baird pensó un instante y asintió con la cabeza.
—Eso del tráfico de personas es cosa de altos vuelos, ¿no cree?
—Exacto —respondió Felix Storey—. Y quizá Bullen lo hacía por eso, para demostrar que estaba a la altura de su padre.
El comentario dio tregua a Baird, y Rebus advirtió que el hombre pensaba en su propio hijo, Gareth. Competencia entre padres e hijos.
—Vamos a aclarar esto —dijo Rebus volviendo a donde estaba previamente para tener a Baird frente a frente—. No sabía nada de los pasaportes falsificados y le sorprende que Bullen jugara tan fuerte en un asunto como este.
Baird asintió con la cabeza mirándole a la cara.
Felix Storey se puso en pie.
—Pues, en resumen, es lo que hacía.
Tendió la mano a Baird para que se la estrechara y por instarle a levantarse de la silla.
—¿Puedo marcharme? —preguntó.
—Si promete no huir. Le llamaremos, tal vez dentro de unos días para proceder a otro interrogatorio grabado.
Baird asintió con la cabeza sin darle la mano. Miró a Rebus, que tenía las suyas en los bolsillos, poco predispuesto a tenderle una.
—¿Conoce la salida? —preguntó Storey.
Baird asintió con la cabeza y abrió la puerta sin acabar de creerse su suerte. Rebus aguardó a que se cerrara la puerta.
—¿Por qué cree que no va a huir? —preguntó en voz baja para que Baird no lo oyera.
—Una intuición.
—¿Y si se equivoca?
—No nos ha dicho nada que no supiésemos.
—Él es una pieza del rompecabezas.
—Tal vez, John, pero si así es, no es más que un simple trocito de cielo o de nube que no afecta a la estampa completa.
—¿La estampa completa?
El rostro de Storey se endureció.
—¿No cree que ya he utilizado más que de sobra las celdas de la policía de Edimburgo? —espetó cogiendo el móvil para ver si tenía mensajes.
—Escuche —replicó Rebus—. Trabaja en este caso hace tiempo, ¿de acuerdo?
—Eso es —contestó Storey sin levantar la vista de la pantalla.
—¿Y hasta dónde llegan sus averiguaciones? ¿Quién más está implicado aparte de Stuart Bullen?
Storey levantó la vista.
—Tenemos algunos nombres; un transportista de Essex y una banda turca de Rotterdam…
—¿Inequívocamente relacionados con Bullen?
—Relacionados.
—¿Y todo eso lo sabe gracias a su confidente anónimo? ¿Y no se le ocurre preguntarse…?
Storey alzó un dedo pidiendo silencio para poder escuchar un mensaje. Rebus giró sobre sus talones, se arrimó a la pared opuesta y sacó el móvil, que empezó a sonar inmediatamente. No había mensajes, pero tenía una llamada.
—Hola, Caro —dijo al reconocer el número.
—Acabo de oír las noticias.
—¿Sobre qué?
—Toda esa gente detenida en Knoxland, esos pobrecillos…
—Por si le sirve de consuelo, hemos detenido también a los malos y estarán entre rejas mucho después de que los otros hayan salido.
—¿Hayan salido, hacia dónde?
Rebus miró a Felix Storey, sin saber qué contestar.
—John…
Una fracción de segundo antes de que la plantease, Rebus ya sabía qué pregunta iba a hacerle.
—¿Estaba allí cuando derribaron las puertas y los detuvieron? ¿Fue testigo de eso?
Pensó en mentir, pero ella no lo merecía.
—Sí, allí estaba —dijo—. Es mi trabajo, Caro —añadió en voz más baja al ver que Storey ponía fin a la conversación—. ¿Ha oído que hemos atrapado a los culpables?
—Hay otros trabajos, John.
—Es lo que soy, Caro… Lo toma o lo deja.
—¿Se ha enfadado?
Miró hacia Storey, que guardaba el teléfono, y comprendió que su deber era Storey, no Caro.
—Tengo que irme… ¿Podemos hablar después?
—¿Hablar de qué?
—De lo que quiera.
—¿De las miradas de esa gente? ¿De los niños llorando? ¿Hablamos de eso?
Rebus apretó el botón rojo y cerró el móvil.
—¿Todo bien? —preguntó Storey solícito.
—Guai, Felix.
—Nuestro trabajo puede causar estragos. La noche en que fui a su piso noté la ausencia de una señora Rebus.
—Acabará siendo buen policía.
Storey sonrió.
—Mi esposa y yo… La verdad es que seguimos juntos por los niños.
—Pues no veo que lleve anillo de casado.
—Es cierto, no lo llevo —dijo Storey alzando la mano.
—¿Sabe Phyllida Hawes que está casado?
—Eso no es asunto suyo, John —dijo Storey serio, entornando los ojos.
—Es cierto… Hablemos de ese Garganta Profunda suyo.
—¿Qué pasa?
—Por lo visto sabe muchas cosas.
—¿Y?
—¿No se ha planteado cuál será la motivación?
—Pues no.
—¿Y no se lo ha preguntado?
—¿Para espantarle? —dijo Storey cruzando los brazos—. ¿Para qué iba a hacerlo?
—Para dar un vuelco a la situación.
—¿Sabe una cosa, John? Al mencionar Stuart Bullen a ese Cafferty, consulté la documentación y he visto que ustedes dos se conocen hace mucho tiempo.
—¿Qué quiere decir? —replicó Rebus frunciendo el ceño.
Storey alzó las manos disculpándose.
—No viene a cuento. Mire —añadió consultando el reloj—, creo que es hora de almorzar. Le invito. ¿Sabe de algún restaurante recomendable?
Rebus negó despacio con la cabeza sin dejar de mirarle.
—Vamos a Leith y ya encontraremos uno en la playa.
—Lástima que conduzca —dijo Storey—. Tendré que beber yo por los dos.
—Bueno, un vaso puedo tomarme —replicó Rebus.
Storey sostuvo la puerta cediéndole el paso. Rebus salió el primero, impasible y sin dejar de pensar. Storey se había puesto nervioso y había mencionado a Cafferty para dar la vuelta a la situación. ¿Qué es lo que temía?
—¿No ha grabado nunca una llamada de ese confidente anónimo? —preguntó como quien no quiere la cosa.
—No.
—¿Y tiene idea de cómo supo su número?
—No.
—¿Ni tiene un número de él?
—No.
Rebus miró por encima del hombro el rostro ceñudo del oficial de Inmigración.
—Es una ficción, ¿verdad, Felix?
—Si fuera una ficción no estaríamos aquí —refunfuñó Storey.
Rebus se encogió de hombros.
—Lo tenemos —anunció Les Young a Siobhan al entrar ella en la biblioteca de Banehall.
Roy Brinkley, que estaba en el mostrador, le había dirigido una sonrisa al pasar. Ahora se explicaba aquellas voces en el cuarto de la investigación: habían capturado a Spiderman.
—Explícame —dijo.
—Sabes que envié a Maxton a Barlinnie para que averiguase si Cruikshank había hecho algún amigo en la cárcel. Bien, se llama Mark Saunders.
—¿El del tatuaje de la tela de araña?
Young asintió con la cabeza.
—Cumplió tres años de una condena de cinco por abusos deshonestos, salió un mes antes que Cruikshank y regresó a su pueblo.
—¿No a Banehall?
Young negó con la cabeza.
—A Bo’ness, quince kilómetros al norte.
—¿Le han detenido allí?
Young volvía a asentir y no pudo evitar pensar en los perros de juguete que llevan algunos coches en la bandeja trasera.
—¿Y ha confesado que mató a Cruikshank?
Young dejó de asentir bruscamente.
—Sí, claro, sería demasiado —añadió ella.
—Pero el caso es que no se presentó al saber la noticia de la muerte —replicó Young.
—O sea, que tiene algo que ocultar. ¿No será que cree que se lo queremos cargar por las buenas?
Young frunció el ceño.
—Eso precisamente alegó él.
—¿Le has interrogado tú?
—Sí.
—¿Le preguntaste sobre la filmación?
—¿Por qué lo dices?
—¿Para qué la hizo?
Young cruzó los brazos.
—El pobre cree que se convertirá en un capitoste del negocio pornográfico vendiendo a través de Internet.
—Desde luego, en la cárcel dio rienda suelta a sus fantasías.
—Fue donde aprendió informática y programación.
—Me alegra saber que ofrecemos estudios prácticos a los delincuentes sexuales.
—¿Tú no crees que él lo mató? —preguntó Young hundiendo los hombros.
—Dime un móvil y te contestaré.
—Esos tipos… siempre andan peleándose.
—Yo me peleo con mi madre cada vez que hablo con ella por teléfono y no creo que vaya a pegarle un martillazo.
Young advirtió que su expresión cambiaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Nada —mintió ella—. ¿Dónde está detenido?
—En Livingston. Vuelvo a interrogarle dentro de una hora aproximadamente. ¿Quieres venir?
Siobhan negó con la cabeza.
—Tengo cosas que hacer.
—Podríamos vernos más tarde —propuso Young mirándose los zapatos.
—Tal vez —dijo ella.
Young se disponía ya a marcharse, pero recordó algo.
—A los Jardine también vamos a interrogarles.
—¿Cuándo?
—Esta tarde. Es inevitable, Siobhan —añadió, encogiéndose de hombros.
—Lo sé. Es tu trabajo. Pero trátalos bien.
—No te preocupes, mis tiempos de represor son cosa del pasado —dijo él, complacido al ver que ella sonreía—. Y también vamos a interrogar a esas amigas de Tracy Jardine cuyos nombres nos diste.
Susie, Angie, Janet Eylot y Janine Harrison.
—¿Crees que ocultan algo? —preguntó ella.
—Bueno, la gente de Banehall no coopera mucho que digamos.
—Nos han prestado la biblioteca.
—Es cierto —dijo Young sonriendo a su vez.
—Es curioso —añadió Siobhan—. Donny Cruikshank ha muerto en un pueblo lleno de enemigos y la única persona que hemos detenido era seguramente su único amigo.
Young se encogió de hombros.
—Tú misma lo has visto, Siobhan, hay amigos que cuando rompen llegan a ser terribles.
—Es cierto —repuso ella asintiendo con la cabeza.
Les Young jugueteó con su reloj.
—Tengo que irme —dijo.
—Yo también, Les. Buena suerte con Spiderman. Espero que cante.
—Pero no lo asegurarías —añadió él frente a ella.
Ella volvió a sonreír y negó con la cabeza.
—Todo es posible —dijo.
Él, más animado, le hizo un guiño y se dirigió a la puerta. Siobhan aguardó hasta que oyó el ruido del motor del coche y fue a recepción, donde Roy Brinkley miraba la pantalla del ordenador buscando el título de un libro que solicitaba una mujer pequeña y de aspecto frágil, que se apoyaba con ambas manos en un bastón y movía la cabeza imperceptiblemente. Se volvió hacia Siobhan y le dirigió una gran sonrisa.
—Señora Shields, es Odio a los polis el que quiere, ¿verdad? —preguntó Brinkley—. Se lo pido por el servicio Interbibliotecas.
La señora Shields asintió satisfecha y empezó a alejarse arrastrando los pies.
—La llamaré cuando lo tenga —dijo Brinkley—. Es una de las lectoras habituales —añadió.
—¿Y odia a la policía?
—Es una novela de Ed McBain. A la señora Shields le gustan los argumentos duros —contestó él tecleando el pedido y rematando la maniobra con gesto florido—. ¿Deseaba algo? —añadió levantándose.
—Es que he visto que tienen prensa —dijo Siobhan, señalando con la cabeza hacia una mesa redonda donde cuatro jubilados se intercambiaban tabloides.
—Recibimos casi todos los periódicos y algunas revistas.
—¿Y qué hacen con ellos una vez que los han leído?
—Nos deshacemos de ellos. En las bibliotecas más grandes los conservan.
—¿Aquí no?
Él negó con la cabeza.
—¿Buscaba algo?
—Un Evening News de la semana pasada.
—Pues tiene suerte —dijo el bibliotecario saliendo del mostrador—. Venga conmigo.
La condujo hasta una puerta cerrada con un letrero que advertía «Sólo personal», en la que pulsó unos números de un teclado para abrirla. Era un cuarto con fregadero, hervidor y microondas. Había una puerta que daba paso a un váter, pero Brinkley abrió la de al lado.
—Nuestro almacén —dijo.
Era el cementerio de los libros viejos; había estanterías llenas, algunos sin portada y con páginas sueltas.
—De vez en cuando intentamos venderlos, y si no podemos los entregamos a tiendas dedicadas a causas benéficas. Pero incluso estas rechazan algunos ejemplares —explicó Brinkley, abriendo uno al que le faltaban las últimas páginas—. Estos los reciclamos con las revistas y periódicos viejos —añadió dando un golpecito con el pie a una gran bolsa junto a otras llenas de periódicos—. Ha tenido suerte porque mañana vienen a recogerlos.
—¿Suerte, dice? —replicó Siobhan escéptica—. Supongo que no tendrá ni idea de en qué bolsa están los de la semana pasada.
—La detective es usted —dijo él en el momento en que sonaba un zumbador indicando que había alguien en el mostrador—. La dejo aquí con su trabajo —agregó con una sonrisa.
—Gracias —dijo Siobhan.
Miró las bolsas con las manos en las caderas lanzando un suspiro. Mientras se hacía una composición de lugar, notó que olía a cerrado. Había diversas alternativas, pero todas ellas suponían ir en el coche a Edimburgo y regresar a Banehall.
Se agachó sin pensarlo más, sacó un periódico de la primera bolsa y miró la fecha. Lo dejó a un lado y probó con otro de más abajo e hizo lo mismo. Repitió el proceso con la segunda bolsa. En la tercera había periódicos de hacía dos semanas, hundió las manos y sacó todo el montón para verificar las fechas. Ella tenía costumbre de volver a casa con un Evening News, que a veces hojeaba por la mañana durante el desayuno. Era un buen método para enterarse de lo que hacían concejales y políticos. Ahora casi todos aquellos titulares le resultaban viejos y apenas los recordaba, pero finalmente encontró lo que quería; arrancó la página, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Metió lo mejor que pudo los periódicos en la bolsa, fue al fregadero y bebió un vaso de agua. Al salir miró a Brinkley, alzó los dos pulgares y se dirigió al coche. En realidad el Salón no quedaba tan lejos, pero tenía prisa. Aparcó en doble fila a sabiendas de que sería un instante. Empujó la puerta de la peluquería, y vio que estaba cerrada. En el escaparate, un letrero con el horario rezaba: «Cerrado miércoles y domingos»; sin embargo, era martes. En ese momento advirtió otro aviso escrito a mano apresuradamente en una bolsa de compra, caído del vidrio al que estaba pegado: «Cerrado por imprevisto».
Lanzó una maldición. ¿No se lo había dicho Les Young? Estaban interrogándolas oficialmente. Lo que quería decir en Livingston. Volvió al coche y se encaminó hacia allí.
Tardó poco porque no había mucho tráfico y, además, encontró aparcamiento frente al cuartel general de la División F. Entró en el edificio y preguntó al sargento del mostrador dónde efectuaban los interrogatorios del caso Cruikshank. El sargento se lo indicó y al llegar al cuarto en cuestión llamó a la puerta y abrió. Les Young y un agente uniformado del DIC estaban sentados frente a un individuo lleno de tatuajes.
—Lo siento —dijo disculpándose y maldiciéndose otra vez para sus adentros.
Aguardó en el pasillo un instante para ver si Young salía a preguntarle qué hacía allí, pero no salió. Lanzó un suspiro y probó en la siguiente puerta con el mismo resultado: dos agentes uniformados la miraron molestos por su intrusión.
—Perdonen que les moleste —dijo Siobhan entrando en el cuarto.
Angie alzó la vista hacia ella.
—¿Saben dónde puedo encontrar a Susie?
—En la sala de espera —contestó uno de los agentes.
Dirigió a Angie una sonrisa tranquilizadora y salió. A la tercera va la vencida, se dijo antes de abrir la siguiente puerta.
Efectivamente, allí estaba Susie sentada con las piernas cruzadas, limándose las uñas, mascando chicle y asintiendo con la cabeza a algo que le decía Janet Eylot. Estaban las dos solas, segregadas de Janine Harrison. Siobhan comprendió la estrategia de Les Young, dejándolas juntas para que hablaran y quizá se pusieran nerviosas, porque para nadie es agradable estar en una comisaría. Advirtió el nerviosismo de Janet Eylot y recordó las botellas de vino que había visto en su nevera. Seguro que Janet no diría que no a un trago en aquel momento.
—Hola —dijo Siobhan—. Susie, ¿podemos hablar un momento?
Eylot se puso aún más seria, preguntándose tal vez por qué a ella la policía la dejaba sola para hablar con las demás.
—Es sólo un minuto —añadió Siobhan.
Susie no tenía ninguna prisa en salir del cuarto: primero abrió el bolso de bandolera, de leopardo de imitación, sacó el estuche de maquillaje y colocó la lima de uñas bajo la gomita elástica. Luego se puso en pie y la siguió al pasillo.
—¿Me toca comparecer ante el inquisidor? —preguntó.
—No —contestó Siobhan desdoblando la hoja de periódico y enseñándosela—. ¿Le reconoces? —preguntó.
Era la foto que acompañaba al artículo sobre el callejón Fleshmarket: Roy Mangold delante del mesón con los brazos cruzados y sonriendo afablemente al lado de Judith Lennox.
—Se parece… —dijo Susie interrumpiendo la masticación de chicle.
—¿A quién?
—Al que venía a esperar a Ishbel.
—¿Tienes idea de quién es?
Susie negó con la cabeza.
—Era el dueño del Albatros —añadió Siobhan.
—Nosotras íbamos allí alguna vez —dijo Susie examinando con más atención la foto—. Sí, ahora que lo dice…
—¿Es el misterioso amigo de Ishbel?
—Puede ser —respondió Susie asintiendo con la cabeza.
—¿Sólo «puede ser»?
—Ya le dije que nunca lo vi bien. Pero así, de cerca… sí que puede ser él —declaró asintiendo con la cabeza—. ¿Y sabe lo más gracioso?
—¿Qué?
Susie señaló el titular.
—Que había visto este periódico, pero ni se me ocurrió pensarlo. No es más que una foto, ¿no cree? Una no piensa…
—Claro, Susie, una no piensa —dijo Siobhan doblando la página—. Una no piensa.
—Oiga —replicó Susie bajando la voz—, ¿cree que nos van a echar la culpa de algo en el interrogatorio?
—¿De qué? No habéis matado a Donny Cruikshank, ¿verdad? Susie torció el gesto.
—Pero como escribimos esas cosas en el váter… Eso es vandalismo, ¿no?
—Susie, por lo que he visto en Banehall, un buen abogado alegaría que es diseño de interiores —dijo Siobhan, y esperó a que Susie sonriera—. Así que no te preocupes… no os preocupéis. ¿De acuerdo?
—Okay.
—Y díselo a Janet.
—¿Ha visto cómo está? —preguntó Susie mirándola a la cara.
—Me da la impresión de que necesita a sus amigas en este momento.
—Ella, siempre —dijo Susie en tono pesaroso.
—Reconfórtala lo mejor que puedas, ¿eh? —añadió Siobhan tocándola en el brazo.
La muchacha asintió por fin con la cabeza; después le sonrió y se volvió para marcharse.
—La próxima vez que quiera cambiar de peinado, venga al Salón. Se lo haremos por cuenta de la casa.
—A esa clase de sobornos sí me presto —contestó Siobhan, diciéndole adiós con la mano.