26

Al amanecer efectuó una redada en Knoxland el mismo equipo que había detenido en la playa de Cramond a los recolectores de berberechos. Esta vez en Stevenson House, el bloque sin pintadas. ¿Por qué? Por respeto o por temor. Rebus pensó que debía de haberlo sospechado desde el principio. Stevenson House era distinta y recibía trato distinto. Los equipos del puerta a puerta encontraron allí muchas viviendas donde no respondieron a las llamadas; casi toda una planta. ¿Habían vuelto otro día? No. ¿Por qué? Por excesivo despliegue de las tropas o tal vez porque los agentes no habían insistido demasiado, ya que para ellos la víctima era una simple cifra en las estadísticas.

Pero Felix Storey no pensaba dejar las cosas a medio hacer. Ahora aporrearían las puertas y mirarían por los respectivos buzones. Esta vez no se conformarían si no abrían. El Servicio de Inmigración —igual que el de Aduanas— tenía más poder que la policía y podían echar abajo las puertas sin autorización judicial de registro. «Causa justificada», les había oído decir Rebus, y si de algo estaba convencido Storey era de que causa justificada tenían de sobra.

Caro Quinn había recibido amenazas cuando intentó hacer fotos de Stevenson House y aledaños, y a Mo Dirwan fue allí donde le habían agredido cuando iba preguntando de puerta en puerta.

A Rebus le despertaron a las cuatro, y a las cinco escuchaba a Storey arengando a sus hombres medio dormidos, que olían a refrescante bucal y a café.

A continuación, se dirigió en su coche a Knoxland, con cuatro agentes. Apenas hablaron y fueron con las ventanillas abiertas para que no se empañaran los cristales del Saab. La caravana de coches, algunos sin el rótulo de la policía, discurrió por calles de tiendas sin luces y chalets donde comenzaban a encenderse algunos dormitorios, y se cruzó con taxistas curiosos al comprender que algo ocurría. Los pájaros estarían despiertos, pero no se les oía cantar cuando llegaron a Knoxland. Sólo se oyó el ruido discreto de las portezuelas abriéndose y cerrándose. Todo eran gestos y toses contenidas. Algunos agentes escupían en el suelo. Un perro curioso fue ahuyentado antes de que comenzara a ladrar.

Las pisadas en las escaleras sonaban como papel de lija. Más gestos y susurros al tomar posiciones en la tercera planta, donde en tantas puertas no había obtenido respuesta la policía en su primera visita. Se dispusieron tres agentes en cada puerta, a la espera, atentos a sus relojes, para comenzar a aporrearlas dando voces a las seis menos cuarto.

Faltaban treinta segundos.

En aquel momento se abrió la puerta que daba a la escalera y apareció un niño extranjero con un blusón sobre los pantalones y una bolsa de compra en la mano. El crío dejó caer la bolsa al ver a los policías y la botella de leche que envolvía se rompió contra el suelo. Un agente se acercó al crío con el dedo en los labios en el momento en que profería un grito tremendo.

Comenzaron a aporrear las puertas y a sacudir los buzones. Un agente cogió al niño y lo llevó escaleras abajo, dejando huellas de pisadas lechosas.

Las puertas que no se abrieron fueron derribadas, y aparecieron escenas de familias desayunando, cuartos de estar con siete u ocho personas durmiendo en sacos o cubiertas con mantas, y más en los pasillos. Los niños chillaban aterrados con ojos muy abiertos y las madres los protegían en su regazo; los jóvenes se vestían apresuradamente o se subían los sacos de dormir hasta el cuello.

Los mayores protestaban en diversas lenguas entre aspavientos y los viejos, indiferentes a aquella nueva humillación y medio ciegos sin sus gafas, adoptaban como podían una actitud de dignidad.

Storey recorrió las viviendas de habitación en habitación acompañado de tres intérpretes que no daban abasto. Un agente le entregó una hoja arrancada de una pared y él se la pasó a Rebus. Parecía una lista de turnos con direcciones de fábricas procesadoras de alimentos y una segunda lista de nombres con los turnos que habían cumplido. Rebus se la devolvió y centró su interés en las grandes bolsas de plástico del pasillo llenas de pulseras y cintas para la cabeza. Pulsó una de ellas y dos esferas gemelas lanzaron un destello rojo. Miró a su alrededor, pero no vio al jovencito vendedor de Lothian Road. El fregadero de la cocina estaba lleno de rosas podridas y capullos sin abrir.

Los intérpretes fueron mostrando fotos de la vigilancia de Hill y de Bullen y preguntando a todos si los conocían. Muchos negaban con la cabeza y con el dedo, pero algunos asentían. Un hombre, que a Rebus le pareció chino, gritó en mal inglés:

—¡Pagamos mucho dinero a venir aquí… mucho! Trabajo duro… para mandar dinero a casa. ¡Trabajar queremos! ¡Trabajar queremos!

Un compañero le replicó en su idioma y clavó la mirada en Rebus, quien asintió despacio con la cabeza comprendiendo lo que decía.

«No te molestes. Nosotros como personas no les interesamos».

El hombre se acercó a Rebus, que negó con la cabeza y señaló a Felix Storey. El emigrante se detuvo ante él y para llamar su atención le tiró de la manga de la chaqueta, algo que probablemente no había vuelto a hacer desde su infancia.

Storey le miró furioso, pero el hombre no se inmutó.

—Stuart Bullen —dijo—. Peter Hill. —Ahora Storey sí que le hacía caso—. Coja a esos.

—Ya están detenidos —contestó el de Inmigración.

—Muy bien —añadió el hombre en voz queda—. ¿Ha encontrado a los que mataron?

Storey miró a Rebus y de nuevo al hombre.

—¿Le importaría repetir eso? —le pidió.

El hombre se llamaba Min Tan y era de una aldea de China central. Iba sentado en el coche de Rebus al lado de Storey. Rebus conducía.

Aparcados delante de una panadería en Gorgie Road, Min Tan continuaba dando sorbos a un vaso de té con azúcar. Rebus acababa de tirar su bebida, porque nada más llevarse a los labios aquel café grisáceo recordó que era el mismo establecimiento en que compró el imbebible líquido la tarde del descubrimiento del cadáver de Stef Yurgii. Pero no faltaba clientela, tanto los de cercanías que iban a su trabajo a Edimburgo como los de una parada de autobús cercana salían de la tienda vasito en mano. Otros comían bocadillos de salchichas y huevos revueltos.

Storey había interrumpido el interrogatorio del chino y sostenía una conversación con alguien a través del móvil.

La contrariedad era que en las celdas de las comisarías de Edimburgo no cabían los inmigrantes de Knoxland. Llamó a los tribunales, pero los calabozos de detención estaban también a rebosar. Así que, de momento, los inmigrantes de Knoxland seguían confinados en sus viviendas de la tercera planta de Stevenson House cerrada a visitas. La solución era allegar refuerzos, porque los agentes que habían asignado a Storey tenían que cubrir sus tareas diarias y no podían asumir la vigilancia, y Storey estaba convencido de que sin los debidos refuerzos sería imposible impedir que los recluidos en Stevenson House desbordaran aquellos servicios mínimos y huyeran.

Por eso llamaba a sus superiores de Londres y de otros lugares pidiendo ayuda a Aduanas.

—No me diga que no hay unos cuantos inspectores sin hacer nada —le oyó decir Rebus.

Storey se agarraba a un clavo ardiendo. Poco faltó para que Rebus dijese que por qué no dejaban marchar a aquellos desgraciados de rostros cansados y exhaustos de tanto trabajar. Pero Storey alegaría que la mayoría —quizá todos— habían entrado ilegalmente en el país o que sus visados y permisos habían caducado y eran delincuentes. Con toda evidencia, para Rebus eran también víctimas. Min Tan les había explicado la vida miserable que llevaba en el campo y de su «deber» de enviar dinero a casa.

Deber era una palabra que Rebus no oía con frecuencia.

Se había brindado a comprarle en la panadería algo de comer, pero Min Tan arrugó la nariz dando a entender que no estaba tan necesitado para alimentarse con comida inglesa. Storey tampoco quiso nada y Rebus fue a comprar un panecillo recalentado, que en su mayor parte estaba ahora en la cuneta junto al vaso de café.

Storey cerró el móvil con un gruñido. Min Tan fingió concentrarse en su té, pero Rebus comentó sin reparos:

—Dese por vencido, hombre.

Vio en el retrovisor lo ojos entrecerrados de Storey, que a continuación centró su atención en el inmigrante.

—Bien, ¿así que hay más de una víctima? —preguntó.

Min Tan asintió con la cabeza y levantó dos dedos.

—¿Dos? —dijo Storey.

—Dos al menos —respondió Min Tan.

Temblaba y dio otro sorbo de té. Rebus se percató de que la ropa del chino era insuficiente para el frío de la mañana, y dio al contacto para poner en marcha la calefacción.

—¿Adónde vamos? —preguntó Storey.

—Si vamos a pasarnos el día sentados en el coche acabaremos muertos —replicó Rebus.

—Dos muertos —puntualizó Min Tan al oír la última palabra de Rebus.

—¿Uno de ellos fue el kurdo, Stef Yurgii? —preguntó Rebus.

—¿Quién? —dijo el chino frunciendo el ceño.

—El hombre apuñalado. Era de los vuestros, ¿verdad? —añadió Rebus, volviéndose en el asiento, pero el chino negaba con la cabeza.

—No conozco a esa persona —dijo.

Rebus se apresuró a concluir:

—¿Peter Hill y Stuart Bullen no mataron a Stef Yurgii?

—¡Le digo que no conozco a ese hombre! —exclamó el chino.

—Vio cómo mataban a dos personas —terció Storey, pero el hombre negó con la cabeza—. Pero si acaba de decir que sí…

—Todos lo saben; nos lo dicen.

—¿El qué? —insistió Rebus.

—Que hay dos… —respondió el hombre sin encontrar la palabra— después de muertos —añadió estirándose la piel del brazo que sostenía el vaso—. Desaparece todo, no queda nada.

—¿No queda piel? —dijo Rebus—. Cuerpos sin piel. ¿Esqueletos?

Min Tan esgrimió un dedo corroborándolo.

—¿Y la gente habla de eso? —añadió Rebus.

—Una vez… un hombre no quería trabajar con paga tan baja. Protestó y dijo a la gente que no trabajar, escapar…

—¿Y lo mataron? —preguntó Storey.

—¡No, matar no! —exclamó Min Tan incomodado—. ¡Por favor, escuche! Le llevaron a un local y le mostraron dos cuerpos sin piel y dijeron que suceder eso a él, a todos, si no obedecer y trabajar bien.

—Dos esqueletos —dijo Rebus en voz queda hablando consigo mismo.

Pero Min Tan le oyó.

—Madre e hijo —añadió con los ojos muy abiertos de terror, imaginándoselo—. Si matan madre e hijo y no los descubren, no los arrestan, pueden hacer lo que quieran, matar a cualquiera que no obedece.

Rebus asintió con la cabeza.

Dos esqueletos: madre e hijo.

—¿Ha visto esos esqueletos?

Min Tan negó con la cabeza.

—Otros vieron. Uno, un niño envuelto en periódico. Lo enseñaron en Knoxland; la cabeza y las manos. Luego metieron a madre y niño en… bajo tierra —dijo al fin.

—¿Un sótano? —preguntó Rebus.

Min Tan asintió con la cabeza repetidas veces.

—Enterraron allí delante de uno de nosotros. Él contó la historia.

Rebus miró por el parabrisas. Todo concordaba: habían utilizado los esqueletos para aterrorizar a los inmigrantes, quitándoles los alambres y los tornillos para que parecieran más reales. Y como epílogo los habían recubierto de cemento en presencia de un testigo para que lo contase al volver a Knoxland.

«Pueden hacer cualquier cosa, matar a cualquiera que no obedece…»

Faltaba media hora para abrir cuando llamó a la puerta de The Warlock.

Le acompañaba Siobhan, a quien había llamado desde el coche después de dejar a Storey y a Min Tan en Torphichen, donde Storey iba a plantear unas cuantas preguntas más a Bullen y al irlandés. Siobhan iba medio dormida y Rebus tuvo que explicarle varias veces los hechos. Lo que a él más le interesaba era cuántos pares de esqueletos habían aparecido en los últimos meses.

Y Siobhan había puntualizado que sólo uno, que ella supiera.

—De todos modos tengo que hablar con Mangold —dijo ella mientras él aporreaba con el pie la puerta del mesón, al ver que no contestaban a las llamadas normales.

—¿Por algo en concreto? —preguntó Rebus.

—Ya lo verás cuando le interrogue.

—Gracias por decírmelo —comentó él dando una última patada sin resultado—. No hay nadie.

Siobhan consultó el reloj.

—Ya es casi la hora —dijo.

Él asintió con la cabeza. Normalmente tendría que haber alguien dentro preparando los barriles de cerveza y para abrir la caja. Los de la limpieza ya se habrían marchado, pero el que se encargara del bar debería estar calentando motores.

—¿Qué hiciste anoche? —preguntó Siobhan por dar conversación.

—Poca cosa.

—Es extraño que no aceptaras que te llevara en el coche.

—Tenía ganas de pasear.

—Sí, eso dijiste —dijo ella cruzando los brazos—. ¿Para ir parando en los pubs del camino?

—Aunque no te lo creas, puedo estar horas seguidas sin beber —replicó él encendiendo un cigarrillo—. ¿Y tú qué hiciste? ¿Otra cita con el Mayor Calzoncillos?

Ella le miró y Rebus sonrió.

—Los apodos se divulgan enseguida.

—Tal vez, pero lo dices mal: es capitán, no mayor.

Rebus negó con la cabeza.

—Quizá fuera así al principio, pero puedo asegurarte que ahora es mayor. Son graciosos los motes…

Llegó hasta el extremo del callejón Fleshmarket; al exhalar humo hacia abajo advirtió algo y se acercó a la puerta del sótano.

La puerta estaba entreabierta.

La abrió del todo con el puño y entró seguido por Siobhan.

Ray Mangold, con las manos en los bolsillos, contemplaba absorto una de las paredes. Estaba solo en medio de las obras sin terminar. Ya no había suelo de hormigón ni escombros, pero sí polvo en el aire.

—Señor Mangold —dijo Rebus. Mangold volvió la cabeza.

—Ah, son ustedes —contestó no muy contento.

—Bonitas contusiones —comentó Rebus.

—Se van curando —dijo Mangold tocándose la mejilla.

—¿Cómo se las hizo?

—Ya se lo dije a su colega —añadió Mangold señalando con la cabeza a Siobhan—. Tuve una discusión con un cliente.

—¿Quién la ganó?

—El que ganó no volver a tomarse una copa en The Warlock.

—Disculpe si le interrumpimos —dijo Siobhan.

Mangold negó con la cabeza.

—Sólo estaba imaginando el aspecto que tendrá el local una vez terminado.

—A los turistas les encantará —comentó Rebus.

—Eso espero —añadió Mangold sonriente, sacando las manos de los bolsillos y juntándolas—. Bien, ¿qué se les ofrece hoy?

—Se trata de esos esqueletos… —dijo Rebus señalando el lugar en que habían aparecido.

—No puedo creer que sigan perdiendo el tiempo…

—No estamos perdiendo el tiempo —replicó Rebus al lado de una carretilla, seguramente de Joe Evans, el albañil, sobre la cual había una caja de herramientas abierta en la que destacaban un martillo y un escoplo. Rebus cogió el escoplo, sorprendido por su peso—. ¿Conoce a un tal Stuart Bullen?

Mangold reflexionó un instante.

—Sé que es el hijo de Rab Bullen.

—Exacto.

—Creo que es dueño de un club de striptease…

—The Nook.

—Eso es —añadió Mangold asintiendo con la cabeza.

Rebus dejó caer el escoplo en la carretilla.

—Y se dedica también al esclavismo, señor Mangold.

—¿Al esclavismo?

—Inmigrantes ilegales. Los explota y se queda seguramente con una buena tajada. Y por lo visto les facilita identidades falsas.

—Dios —exclamó Mangold mirando a uno y otro sucesivamente—. Pero bueno, un momento, ¿qué tiene eso que ver conmigo?

—Hubo un inmigrante que le salió respondón y Bullen decidió meterle miedo enseñándole un par de esqueletos enterrados en un sótano.

—¿Esos que desenterró Evans? —preguntó Mangold con los ojos muy abiertos.

Rebus se encogió de hombros sin apartar los ojos de Mangold.

—¿Siempre está cerrada la puerta del sótano, señor Mangold?

—Escuche, ya les dije desde un principio que el cemento lo habían echado antes de hacerme cargo yo del local.

Rebus volvió a encogerse de hombros.

—Sólo tenemos su palabra y no ha sido capaz de mostrarnos ningún papel.

—Bueno, podría volver a mirar.

—Podría. Pero tenga cuidado porque los cerebros de los laboratorios de la policía son unos ases analizando cuándo han sido exactamente escritos o mecanografiados los documentos, ¿lo sabía?

Mangold asintió con la cabeza.

—No sé si encontraré algo.

—Pero volverá a mirarlo, y se lo agradecemos —dijo Rebus cogiendo de nuevo el escoplo—. Así que no conoce a Stuart Bullen… ¿Nunca le ha visto?

Mangold negó con la cabeza enérgicamente. Rebus dejó que se hiciera un silencio y luego se volvió hacia Siobhan indicando que era su turno de asalto.

—Señor Mangold —empezó ella—, ¿qué puede decirme de Ishbel Jardine?

—¿Qué sucede con ella? —replicó Mangold perplejo.

—Esa respuesta es una de mis preguntas. ¿La conoce?

—¿Si la conozco? No… Bueno…, venía a mi club.

—¿Al Albatros?

—Sí.

—¿Y la conocía?

—No mucho.

—¿Quiere hacerme creer que recuerda los nombres de todos los clientes que iban al Albatros?

Rebus lanzó un bufido para mayor intranquilidad de Mangold.

—Conozco el nombre —balbució Mangold— por lo de su hermana, que se suicidó. Escuchen… —añadió consultando su reloj de oro—, tengo que estar arriba para abrir dentro de un minuto.

—Sólo unas preguntas más —dijo Rebus resuelto sin soltar el escoplo.

—No sé qué pretenden. Primero los esqueletos, ahora Ishbel Jardine… ¿Qué tiene todo eso que ver conmigo?

—Ishbel ha desaparecido, señor Mangold —respondió Siobhan—. Iba a su club y ahora ha desaparecido.

—Al Albatros venían cientos de personas cada semana —protestó Mangold.

—Pero no todas han desaparecido, ¿verdad?

—Sabemos lo de los esqueletos del sótano —añadió Rebus, dejando caer el escoplo provocando un ruido ensordecedor—, pero ¿y los que guarda en su armario? ¿Tiene algo que decirnos, señor Mangold?

—Mire, no tengo nada que decirles.

—Stuart Bullen está detenido y es posible que quiera llegar a un acuerdo contándonos más cosas de las necesarias. ¿Qué cree que nos dirá respecto a los esqueletos?

Mangold se dirigió a la puerta pasando entre los dos, como si necesitara respirar aire, y desde el callejón Fleshmarket se volvió hacia ellos.

—Tengo que abrir —dijo con la respiración entrecortada.

—Le escuchamos —replicó Rebus.

Mangold le miró.

—De verdad que tengo que abrir el bar.

Rebus y Siobhan salieron a la calle, vieron cómo echaba el candado, salía a la calle y desaparecía por la esquina.

—¿Qué crees? —preguntó Siobhan.

—Creo que aún formamos un buen equipo.

Ella asintió con la cabeza.

—Ese sabe más de lo que dice.

—Como todo el mundo —comentó Rebus, sacudiendo la cajetilla y decidiendo guardar el último pitillo para más tarde—. Bueno, ¿qué hacemos a continuación?

—¿Puedes dejarme en casa? Tengo que coger mi coche.

—Desde tu casa puedes ir a pie a Gayfield Square.

—Pero no voy a Gayfield Square.

—¿Adónde, entonces?

Ella se dio unos golpecitos con el dedo en un lado de la nariz.

—Secretos, John… Como todo el mundo.