Desde Pollock Halls no tardó mucho en coche hasta Gayfield Square. Sólo había otro cuerpo en el DIC: el de Phyllida Hawes, que se ruborizó al verle entrar.
—¿Ha delatado a algún otro buen colega últimamente, agente Hawes?
—Escuche, John…
Rebus se echó a reír.
—No te preocupes, Phyl. Hiciste lo que creíste conveniente —añadió recostándose en la mesa de ella—. Cuando Storey vino a verme pensó que estaba en el ajo con Bullen porque conocía la fama que tengo, y eso creo que es gracias a ti.
—De todos modos, debería haberle prevenido —alegó ella desahogándose.
Rebus comprendió que había estado temiendo el momento de enfrentarse a él.
—No voy a guardarte rencor —añadió Rebus, levantándose y dirigiéndose hacia el hervidor—. ¿Quieres un café?
—Sí, muchas gracias.
Rebus echó café con la cucharilla en la única taza limpia que quedaba.
—Bueno —preguntó como quien no quiere la cosa—, ¿quién te presentó a Storey?
—Fue por vía jerárquica, de la central de Fettes al inspector jefe Macrae.
—Y Macrae decidió asignarte a ti el encargo —dijo Rebus asintiendo con la cabeza, como aprobando la elección.
—No tenía que saberlo nadie —añadió Hawes.
Rebus la apuntó con la cucharilla.
—No recuerdo si tomas leche y azúcar… ¿Cómo te lo sirvo?
—No puede recordarlo —replicó ella con una sonrisa—. Es la primera vez que me ofrece café.
Rebus alzó una ceja.
—Es muy posible. Partimos de cero, ¿de acuerdo?
Ella se había levantado de la silla y dio unos pasos hacia él.
—Por cierto, lo tomo con leche.
—Tomo nota —dijo Rebus oliendo el resto de un cartón de leche de medio litro—. Prepararía uno para Colin, pero me imagino que estará en Waverley al acecho de ladrones furtivos del extrarradio.
—En realidad, le llamaron para un servicio —dijo Hawes señalando con la cabeza hacia la ventana.
Rebus miró hacia el aparcamiento y vio que en cada coche patrulla que quedaba subían cuatro o cinco policías de uniforme.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—En Cramond necesitan refuerzos.
Era una de las zonas más agradables de casas caras entre un campo de golf y el río Almond.
—¿En Cramond? —repitió Rebus abriendo mucho los ojos—. ¿Se ha sublevado el campesinado?
Hawes se acercó a su vez a la ventana.
—Se trata de algo relacionado con inmigrantes ilegales —explicó.
Rebus la miró.
—¿Qué exactamente?
Ella se encogió de hombros. Rebus la cogió del brazo y la llevó hasta su mesa, descolgó el teléfono y se lo tendió a ella.
—Haz una llamada a tu amigo Felix —dijo en tono de orden.
—¿Para qué?
Rebus, sin contestar, observó cómo marcaba los números.
—¿Es su móvil? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza y él le cogió el receptor. Contestaron al séptimo timbrazo.
—Diga —oyó decir a una voz impaciente.
—¿Felix? —dijo Rebus sin quitar la vista de Phyllida Hawes—. Aquí, Rebus.
—Estoy bastante ocupado en este momento —contestó.
Parecía que iba en coche muy rápido, conduciendo él o con chófer.
—Quería saber cómo van mis averiguaciones.
—¿Averiguaciones?
—Sobre los senegaleses que viven en Escocia. No me diga que lo ha olvidado —añadió en tono reprobatorio.
—He tenido otras cosas en qué pensar, John. Ya lo miraré.
—¿Qué es lo que le tiene tan ocupado, Felix? ¿Va camino de Cramond?
Se hizo un silencio y una sonrisa afloró al rostro de Rebus.
—Okay —dijo Storey despacio—. Que yo sepa este número no se lo di yo… Así que lo habrá conseguido de la agente Hawes, lo que significa que probablemente llama desde Gayfield Square…
—Y contemplando cómo embarca la caballería en este momento. Bien, ¿qué es lo que sucede en Cramond, Felix?
Otro silencio y, finalmente, las palabras que Rebus esperaba:
—¿Por qué no viene a verlo?
No era un aparcamiento en el propio Cramond, sino a cierta distancia a la orilla del mar. La gente dejaba allí los coches y llegaba a la playa por un sendero sinuoso entre hierbas y ortigas. Era un lugar desierto barrido por el viento y probablemente nunca tan concurrido como aquel día, pues había doce coches patrulla y cuatro coches celulares, más los potentes turismos de Aduanas e Inmigración. Felix Storey gesticulaba dando órdenes a sus huestes.
—Sólo están a cincuenta metros de la orilla, pero cuidado, porque en cuanto nos vean se echarán a correr. A Dios gracias no tienen a donde huir si no tratan de nadar hasta Fife. —Hubo algunas sonrisas, pero Storey alzó una mano—. Hablo en serio. No es la primera vez. Por eso están los guardacostas. —Sonó la llamada de un walkie-talkie y se lo llevó al oído—. A la escucha. —Se oyó lo que a Rebus le pareció una descarga estática—. Corto —dijo cerrando la tapa—. Los dos equipos de flanqueo están en posición y comenzarán a avanzar dentro de unos treinta segundos, así que vamos allá.
Abrió la marcha pasando junto a Rebus, que intentaba encender un cigarrillo.
—¿Otra delación? —dijo este.
—Del mismo informante —contestó Storey.
Marchó con sus hombres y el agente Colin Tibbet a la zaga. Rebus se puso también en marcha al lado de Storey.
—¿De qué se trata? ¿De barcos que descargan ilegales en la orilla?
—De marisqueo —respondió Storey mirándole.
—¿Cómo dice?
—Recolección de berberechos. Las mafias lo hacen con inmigrantes y solicitantes de asilo pagándoles una miseria. ¿Ve aquellos dos Land Rover…?
Rebus volvió la cabeza y reparó en dos vehículos con remolque en el extremo del aparcamiento y dos agentes uniformados de guardia.
—Ahí los transportan y los venden a restaurantes, y es posible que exporten a alguna parte.
En aquel momento pasaban ante un letrero que señalaba que los moluscos recogidos en la arena podían estar contaminados y no ser aptos para el consumo. Storey miró otra vez a Rebus.
Los restaurantes no saben lo que compran.
—Creo que no volveré a mirar la paella con los mismos ojos —comentó Rebus.
Cuando iba a preguntar por los remolques oyó el sonido de unos motores de poca cilindrada y acto seguido vio dos motos quad de cuatro ruedas que remontaban el talud costero cargadas de sacos a rebosar. En la playa se avistaban figuras dispersas con palas, reflejadas en la arena mojada.
—¡Adelante! —gritó Storey echándose a correr seguido de sus hombres, por el talud de arena fina que descendía a la playa.
Rebus se quedó allí mirando. Vio que los mariscadores alzaban la vista, soltaban sacos y palas y, mientras unos se quedaban quietos, otros se lanzaban a correr. Por ambos extremos de la playa aparecieron policías de uniforme al tiempo que los hombres de Storey bajaban por las dunas. La única posibilidad de escape era el estuario del Forth. Uno o dos inmigrantes avanzaron mar adentro, pero al sentir el agua fría en las piernas y en la cintura entraron en razón.
Los asaltantes gritaban alborozados, pero algunos perdían el equilibrio y andaban a gatas por la arena. Rebus, que había logrado por fin encender el pitillo, aspiró con fuerza y retuvo el humo gozando del espectáculo. Las motos de cuatro ruedas daban vueltas en círculo y los que las conducían decían algo a gritos. Uno de ellos tuvo la idea de subir por el talud para llegar al aparcamiento, convencido tal vez de que si lo alcanzaba lograría huir, pero iba demasiado rápido para aquella carga y las dos ruedas delanteras perdieron contacto con el suelo y la máquina volcó derribando al conductor, sobre quien se abalanzaron cuatro agentes de uniforme. El segundo conductor optó por no seguir su ejemplo; levantó las manos y dejó la máquina al ralentí hasta que un agente de paisano de Inmigración paró el motor. Aquella escena le recordaba algo a Rebus… Sí, el final de Help, la película de los Beatles. Sólo faltaba Eleanor Bron.
Cuando se dirigía hacia la playa vio que entre los mariscadores había mujeres, algunas sollozando y todas chinas, como los dos de las motos de cuatro ruedas. Un hombre de Storey que hablaba su idioma, haciendo bocina con las manos, daba instrucciones que no parecían apaciguar a las mujeres, cuyos lamentos arreciaron.
—¿Qué dicen? —le preguntó Rebus.
—Que no quieren que los envíen a su país.
Rebus miró a su alrededor.
—Peor que aquí no debe de ser, ¿no cree?
El agente de Inmigración torció el gesto.
—Figúrese, son sacos de cuarenta kilos, y si acaso les pagan tres libras por saco, y sin posibilidad de reclamaciones laborales.
—Lo imagino.
—Es puro esclavismo. Utilizan a seres humanos como mercancía que se compra y se vende. En el nordeste limpiando pescado, y en otros lugares, recogiendo fruta y verdura. Las mafias disponen de un buen contingente para cualquier demanda.
El agente continuó vociferando nuevas instrucciones a los trabajadores, quienes, exhaustos en su mayoría, parecían contentos de parar. Llegaron unos agentes de la operación de flanqueo con unos cuantos fugitivos.
—¡Una llamada! ¡Tengo que hacer una llamada! —gritó uno de los conductores de los quads.
—En la comisaría, si nos parece bien —replicó un agente.
Storey se detuvo frente al conductor.
—¿A quién quieres llamar? ¿Tienes móvil?
El hombre trató de mover las manos esposadas hacia el bolsillo del pantalón. Storey le sacó el teléfono y se lo puso delante de las narices.
—Dime el número y yo lo marco.
El hombre le miró y negó con la cabeza despacio sonriendo, dándole a entender que no era tan tonto.
—Si quieres quedarte en este país más vale que colabores —insistió Storey.
—Yo soy legal y tengo permiso de trabajo.
—Me alegro. Lo comprobaremos para ver si es falso o está caducado.
La sonrisa se desvaneció como un castillo de arena tumbado por la marea.
—Pero podemos entendernos —dijo Storey—. En cuanto estés dispuesto a hablar me lo dices.
Indicó con la cabeza que lo llevaran con los demás, que ya subían por las dunas. En aquel momento vio a Rebus a su lado.
—Lo más jodido —comentó— es que si tiene los papeles en regla no está obligado a decirnos nada, porque recoger berberechos no es ilegal.
—¿Y esos otros? —preguntó Rebus señalando a los rezagados, más viejos, que caminaban encorvados.
—Si son ilegales irán a un centro de detención hasta que podamos deportarlos a su país —contestó Storey irguiéndose y metiendo las manos en los bolsillos de su chaquetón de pelo de camello—. Pero no faltarán quienes les sustituyan.
Rebus vio que el jefe de Inmigración oteaba el inmenso oleaje gris.
—¿Canute y la marea? —comentó a guisa de metáfora.
Storey sacó un enorme pañuelo blanco, se sonó ruidosamente y comenzó a ascender la duna dejando que Rebus acabara el pitillo.
Cuando llegó al aparcamiento no estaban ya las furgonetas, aunque había un nuevo personaje esposado, y un agente uniformado ponía a Storey al corriente de lo ocurrido.
—Venía por la carretera y dio media vuelta al ver el coche patrulla, pero le alcanzamos.
—¡Ya le he dicho que no fue por ustedes! —vociferó el hombre con acento irlandés.
Avanzaba desafiante, la barbilla de su mentón cuadrado con barba de varios días. Habían llevado al aparcamiento su coche, un viejo BMW de la serie 7, rojo, descolorido y con las portezuelas oxidadas. Era un coche que Rebus había visto en alguna parte. Se acercó, dio una vuelta en torno a él y vio en el asiento del pasajero un cuaderno abierto con una lista de nombres que le parecieron chinos. Storey cruzó una mirada con Rebus y asintió con la cabeza. Él ya lo sabía.
—A ver, su nombre —preguntó al conductor.
—Antes enséñeme su carnet —replicó el hombre.
Vestía una chaqueta verde oliva, tal vez la misma que llevaba cuando Rebus le vio una semana atrás.
—¿Qué coño mira? —le espetó escrutándole de arriba abajo.
Rebus sonrió, sacó el móvil e hizo una llamada.
—¿Shug? Aquí Rebus. ¿Te acuerdas de la manifestación, y que tenías que averiguar el nombre de un irlandés? —Escuchó lo que decía Davidson sin quitar los ojos del hombre—. ¿Peter Hill? Bien —añadió asintiendo con la cabeza—, ¿sabes una cosa? Si no me equivoco creo que lo tengo delante de mí.
El hombre le miró furioso sin osar replicar.
Fue sugerencia de Rebus que llevaran a Peter Hill a la comisaría de Torphichen, donde les esperaba Shug Davidson en el cuarto de la investigación sobre el homicidio de Stef Yurgii. Rebus hizo las presentaciones y Davidson y Felix Storey se dieron la mano. Varios agentes miraban la escena. No era la primera vez que veían a un negro, pero sí en aquella zona de la ciudad.
Rebus se limitó a escuchar la explicación que daba Davidson sobre la relación entre Peter Hill y Knoxland.
—¿Tiene pruebas de que traficaba con droga? —preguntó Storey después de escuchar.
—Pruebas determinantes no, pero detuvimos a cuatro compinches suyos.
—Lo que significa que no era un pez gordo o…
—Demasiado listo y pudo escapar —añadió Davidson asintiendo con la cabeza.
—¿Y de su vinculación con los paramilitares?
—Tampoco hay pruebas, pero la droga tiene que venir de algún sitio y los servicios de inteligencia de Irlanda del Norte señalaron ese origen concreto. Los terroristas necesitan obtener dinero con cualquier medio.
—¿Incluso traficando con inmigrantes ilegales?
Davidson se encogió de hombros.
—Todo es empezar —aventuró.
—El coche que conducía… —añadió Storey frotándose la barbilla.
—Es un BMW de la serie siete —dijo Rebus.
Storey asintió con la cabeza.
—Pero la matrícula no era irlandesa, ¿verdad? En Irlanda del Norte consta de tres letras y cuatro cifras.
—Está muy enterado —comentó Rebus mirándole.
—Trabajé un tiempo en Aduanas, y vigilando transbordadores de pasajeros se aprenden los números de las matrículas.
—No acabo de ver qué es lo que quiere plantear —dijo Davidson.
Storey se volvió hacia él.
—Pienso en su relación con el coche. Si no vino en él, lo compraría aquí o…
—O es de otra persona —añadió Davidson asintiendo con la cabeza.
—A menos que trabaje por su cuenta y no se trate de una operación de tanta envergadura.
—Se lo podemos preguntar —dijo Davidson.
Suscitó una sonrisa en Storey, que se volvió hacia Rebus como requiriendo su aprobación. Pero Rebus entornaba los ojos sin dejar de pensar en aquel coche.
Fueron al cuarto número 2 a interrogar al irlandés, que ni miró a los tres hombres que entraban a relevar al agente de uniforme que lo custodiaba. Storey y Davidson se sentaron frente a él a la mesa y Rebus se apoyó en la pared. Se oía un martillo neumático de unas obras en la calle, que serviría de ruido de fondo a la declaración y quedaría grabado en las cintas que Davidson desempaquetó. Las metió en la grabadora y comprobó la hora del aparato. Después hizo lo propio con dos cintas vírgenes de vídeo para la cámara situada encima de la puerta y enfocada hacia la mesa para poder desmentir con imágenes cualquier alegación de malos tratos de los sospechosos.
Los tres policías se identificaron para dejar constancia en la grabación y Davidson pidió al irlandés que diera su nombre completo, pero este, sin abrir la boca, se dedicó a sacudirse hebras de los pantalones y después juntó las manos, las apoyó en el borde de la mesa y continuó mirando a la pared entre Davidson y Storey. Finalmente dijo:
—Me gustaría tomar una taza de té con tres terrones de azúcar.
Por la falta de tres muelas tenía las mejillas hundidas, lo que resaltaba aún más su cráneo de piel atezada. Tenía pelo plateado corto, ojos azul claro y un cuello escuálido. No pasaría de un metro setenta y tres y pesaría unos sesenta y cuatro kilos. Pero se hacía el duro.
—A su debido tiempo —respondió Davidson sin alterarse.
—Y quiero un abogado y llamar por teléfono.
—También a su tiempo. De momento… —replicó Davidson abriendo un sobre marrón y sacando una fotografía de gran formato en blanco y negro—. Este es usted, ¿verdad?
Sólo se veía la mitad de una cara, que ocultaba casi totalmente la capucha de la chaqueta. Estaba tomada el día de la manifestación en Knoxland, el día en que Howie Slowther había intentado tirar una piedra a Mo Dirwan.
—No creo.
—¿Y este?
Era otra foto donde se le veía bien la cara, tomada meses atrás en Knoxland.
—¿Y qué quiere insinuar?
—Quiero insinuar que hace tiempo que deseo imputarle algo —replicó Davidson sonriendo y volviéndose hacia Felix Storey.
—Señor Hill —comenzó a decir Storey cruzando las piernas una sobre otra—, soy oficial de Inmigración y vamos a examinar los papeles de todos esos trabajadores para comprobar quiénes son ilegales.
—No sé de qué habla. Yo daba un paseo por la costa y eso no es ilegal, ¿no es cierto?
—No, pero a un jurado le extrañaría esa coincidencia de los nombres de esa lista que había en su coche con los de los detenidos.
—¿Qué lista? —exclamó Hill, mirando ahora a Storey—. Si hay alguna lista es que la habrán puesto en el coche.
—Claro, y no tendrá sus huellas dactilares.
—Ni le reconocerán los trabajadores en una rueda de identificación —añadió Davidson rematando el acoso.
—¿Acaso va contra la ley?
—Mire —dijo Storey como haciendo una confidencia—, creo que la esclavitud fue abolida hace siglos.
—¿Y por eso un negro como usted lleva traje? —espetó el irlandés.
Storey esgrimió una sonrisa irónica como satisfecho de que hubiera llegado tan rápido a la injuria.
—He oído decir que a los irlandeses les llaman los negros de Europa, ¿significa quizá que somos hermanos a pesar de la piel?
—Significa que le den por culo.
Storey echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Davidson cerró el expediente, dejando las dos fotos fuera frente a Peter Hill, y tamborileó sobre el archivador como para llamar su atención sobre el volumen de información acumulada.
—¿Y desde cuándo te dedicas al tráfico de esclavos? —terció Rebus.
—No diré nada sin una taza de té —respondió el irlandés reclinándose en la silla y cruzando los brazos—. Y quiero que me la traiga mi abogado.
—Ah, ¿tienes abogado? Será seguramente porque lo necesitas.
Hill miró a Rebus, pero su pregunta iba dirigida a los dos policías sentados delante de él.
—¿Cuánto tiempo piensan tenerme aquí?
—Depende —contestó Davidson—. Esto le vincula con grupos paramilitares —añadió sin dejar de dar palmaditas sobre el archivador— y en virtud de las leyes antiterroristas podemos retenerle más de lo que se figura.
—¿Ahora resulta que soy terrorista? —inquirió Hill con desdén.
—Siempre lo ha sido, Peter. Lo único que cambia es el modo de financiación. El mes pasado traficaba con droga y ahora con seres humanos…
Llamaron a la puerta y un agente uniformado asomó la cabeza.
—¿Ya han contestado? —preguntó Davidson.
El agente asintió con la cabeza.
—Pues quédese aquí vigilando al sospechoso —añadió poniéndose en pie.
Dijo en voz alta que el interrogatorio se interrumpía, consultando el reloj para especificar la hora.
Desconectaron las grabadoras y Davidson ofreció su silla al agente, quien le entregó un papel. Afuera en el pasillo, tras cerrar la puerta, desdobló el papel, lo leyó y se lo tendió a Storey, que sonrió satisfecho.
Después fue Rebus quien leyó la nota con la descripción del BMW rojo, la matrícula y el nombre del propietario en mayúsculas: Stuart Bullen.
Storey arrebató la nota a Rebus, besó el papel y dio unos pasos de baile.
Contagiado por su alegría, Davidson, sonriente, le dio unas palmadas en la espalda.
—Pocas veces la vigilancia da tan buen resultado —comentó mirando a Rebus, como recabando su asentimiento.
Pero el éxito no era producto de la vigilancia, pensó él, sino de otra misteriosa delación.
Una delación y la intuición de Storey respecto al propietario del BMW. Si es que era realmente intuición.