23

Rebus volvió a George Square. Ante el despacho de la doctora Maybury oyó voces dentro, pero llamó a la puerta.

—¡Entre!

La abrió, asomó la cabeza y vio que rodeaban la mesa ocho alumnos con cara de sueño.

—¿Podemos hablar un minuto? —preguntó sonriente a Maybury.

Ella dejó resbalar de la nariz sus gafas, que quedaron colgando de un cordón sobre su pecho, se levantó sin decir nada y, estrujándose entre las sillas y la pared, cerró la puerta y lanzó un hondo suspiro.

—Lamento tener que volver a molestarla —dijo Rebus.

—No, no es eso —replicó ella pellizcándose el puente de la nariz.

—¿Son alumnos tontos?

—No sé por qué damos clases los lunes a primera hora —dijo ella estirando el cuello a derecha e izquierda—. Bueno, no es problema suyo.

¿Localizó a esa mujer senegalesa?

—Bueno, es la razón de mi visita…

—Dígame.

—Nuestra última hipótesis es que tal vez ella conozca a estudiantes de su país. —Rebus hizo una pausa—. En realidad, puede que incluso sea estudiante.

—Ya.

—Bueno, lo que no sé… es cómo averiguarlo con certeza. Ya sé que no es de su incumbencia, pero podría orientarme.

Maybury reflexionó un instante.

—Lo mejor será que vaya al departamento de matrículas.

—¿Dónde?

—En la Universidad Vieja.

—¿Enfrente de la librería Thin?

Ella sonrió.

—Inspector, ya veo que hace tiempo que no compra libros. Esa librería cerró; ahora es de Blackwell —dijo ella sonriendo.

—Pero la Universidad Vieja sigue allí, ¿no?

—Perdone por la impertinencia —repuso ella asintiendo con la cabeza.

—¿Cree usted que me atenderán?

—Allí sólo van estudiantes a matricularse y usted les resultará algo exótico. Cruce Bristol Square, tome el pasadizo subterráneo y entre por West College Street.

—Sí, gracias, creo que sé el camino.

—Figúrese —dijo ella como volviendo a la realidad—, yo aquí de cháchara para retrasar lo inevitable porque aún me quedan cuarenta minutos… —añadió mirando el reloj.

Rebus, con gesto exagerado, arrimó el oído a la puerta.

—De todos modos, creo que se han quedado dormidos. Sería una lástima despertarlos.

—La lingüística nunca duerme, inspector —replicó Maybury enderezando la espalda—. Vamos a la batalla —añadió con un suspiro abriendo la puerta y dejándole.

Por el camino, Rebus llamó a Whitemire y pidió hablar con Traynor.

Lo siento, el señor Traynor no está.

—¿Es usted, Janet?

Se hizo un silencio.

Al habla —dijo Janet Eylot.

—Janet, soy el inspector Rebus. Escuche, siento que mis colegas le hayan molestado. Dígame si yo puedo hacer algo.

Gracias, inspector.

—¿Qué sucede con su jefe? No me diga que está de baja por estrés…

Es que no quiere que le interrumpan esta mañana.

—Muy bien, pero ¿no me haría el favor de intentarlo? Dígale que tengo que hablarle.

Janet tardó un momento en responder.

Muy bien —dijo finalmente.

Al cabo de un rato, Traynor se ponía al habla:

Escuche, estoy de trabajo hasta el cuello.

—Sí, todos lo estamos —comentó Rebus en tono comprensivo—. Llamaba para saber si ha hecho esas comprobaciones.

¿Qué comprobaciones?

—Cuántos kurdos y africanos francófonos han salido avalados de Whitemire.

Traynor lanzó un suspiro.

No hay ninguno.

—¿Está seguro?

Seguro. ¿Eso es todo lo que quería?

—De momento —contestó Rebus, e inmediatamente se cortó la comunicación.

Rebus miró el móvil, pero decidió que no merecía la pena ponerse pesado. Al fin y al cabo le había contestado. Aunque no acababa de creerle.

—Es muy extraño —dijo la mujer del registro una vez más.

Condujo a Rebus a través de la planta hacia otra sección de despachos en la vieja universidad. Rebus creyó recordar que aquello había sido la sede de la Facultad de Medicina, donde los ladrones de cadáveres llevaban su botín para venderlo a los cirujanos interesados. ¿No habían efectuado allí la disección del asesino en serie William Burke una vez ahorcado? Cometió el error de preguntárselo a la mujer, quien le miró por encima de las gafas de media luna, pero no como algo exótico, desde luego.

—Yo no sé nada de eso —respondió con un gorjeo.

Caminaba aprisa con los pies muy juntos y Rebus vio que, aunque tendría la misma edad que él, resultaba difícil imaginársela más joven.

—Es muy extraño —repitió vocalizándolo despacio, como para sus adentros.

—Le agradeceré mucho la información que pueda darme.

Lo mismo le había dicho al presentarse y ella, tras escucharle atenta, hizo una llamada a un superior, que dio la autorización, con la reserva de que los datos personales eran confidenciales y que para acceder a ellos era preciso una solicitud por escrito.

Rebus estuvo de acuerdo y añadió que el requisito sería irrelevante si no había estudiantes senegaleses matriculados en la universidad.

Por consiguiente, la señora Scrimgour iba a consultar la base de datos.

—Podría usted haber aguardado en la oficina —dijo.

Rebus asintió con la cabeza. Entraron en una habitación abierta, donde había una joven ante un ordenador.

—Voy a ocupar tu puesto, Nancy —añadió la señora Scrimgour en tono casi de reprimenda.

La joven estuvo a punto de tirar la silla por apresurarse a obedecer. La señora Scrimgour señaló con la cabeza al otro lado de la mesa para darle a entender a Rebus que se quedara donde estaba sin ver la pantalla. Él obedeció a medias apoyándose con los codos en el borde de la mesa y situando los ojos a la misma altura que los de la mujer, quien frunció el ceño, pero él se limitó a sonreír.

—¿Hay información? —preguntó.

—África se divide en dos zonas —contestó ella tecleando.

—Senegal está en la noroeste.

—¿Norte u oeste? —replicó ella mirándole.

—Una de las dos —contestó él, encogiéndose de hombros.

Ella hizo una especie de inhalación, continuó tecleando y a continuación puso la mano sobre el ratón.

—Bien —dijo—, hay una estudiante de Senegal. Ya lo sabe.

—¿Y no me pueden dar los datos?

—No sin cumplir el requisito; ya se lo he dicho.

—Lo que nos llevará aún más tiempo.

—Es el procedimiento reglamentario —declamó ella—, según la ley, usted ya sabe.

Rebus asintió despacio con la cabeza acercando su rostro al de ella; la mujer retrocedió en la silla.

—Muy bien —añadió—, creo que es cuanto podemos hacer por hoy.

—¿Y no es posible que deje distraídamente la pantalla encendida cuando se vaya?

—Usted sabe tan bien como yo la respuesta, inspector.

Dicho lo cual hizo dos veces clic con el ratón y Rebus comprendió que había hecho desaparecer los datos. Pero no importaba. Los había visto reflejados en las gafas de la funcionaría: la foto de una joven sonriente con pelo ensortijado, y estaba casi seguro de que el apellido era Kawake, residente en los pabellones de estudiantes de Dalkeith Road.

—Ha sido muy amable —dijo a la señora Scrimgour.

Ella aceptó el cumplido tratando de no mostrar pesadumbre.

Pollock Halls estaba al pie de Arthur’s Seat, bordeando Holyrood Park. Era un complejo residencial extenso y laberíntico, mezcla de una arquitectura antigua y moderna, con edificios de tejados altos con torretas y otros nuevos como cajas de zapatos. Rebus dejó el coche en la verja de entrada y caminó hasta donde estaba el vigilante.

—Hola, John —saludó el hombre.

—Tienes muy buen aspecto, Andy —contestó Rebus dándole la mano.

Andy Edmunds había sido agente de policía desde los dieciocho años, lo que le permitió jubilarse con la paga entera sin haber cumplido los cincuenta, y tenía aquel empleo a tiempo parcial de vigilante para llenar algunas horas del día. Como los dos se habían hecho favores en su momento, Andy le informaba a Rebus sobre los que intentaban vender droga a los estudiantes de la residencia porque aún se sentía ligado al cuerpo.

—¿Qué le trae por aquí? —preguntó.

—A ver si me puedes hacer un favor. Tengo el nombre de una joven, aunque a lo mejor es el apellido, y esta es su última dirección.

—¿Qué ha hecho?

Rebus miró a su alrededor como para dar más importancia a lo que iba a decir y Andy se acercó a él un paso.

—Es que puede haber cierta relación con ese asesinato de Knoxland —dijo Rebus en voz baja llevándose el dedo a los labios.

Edmunds asintió con la cabeza.

—John, ya sabe que soy como una tumba.

—Lo sé, Andy. Bien, ¿podríamos localizarla?

El plural electrizó a Edmunds, quien entró en la garita de cristal a hacer una llamada.

—Hablaremos con Maureen —le dijo a Rebus con un guiño—. Hay algo entre nosotros dos, pero ella está casada —añadió llevándose él también un dedo a los labios.

Rebus asintió con la cabeza. Él le había hecho una confidencia y el vigilante le confiaba su secreto. Cubrieron unos diez metros hasta el edificio principal, el más antiguo del recinto, de estilo regional escocés; dominaba el interior una escalera de madera y las paredes estaban recubiertas también de planchas de madera con pátina. La oficina de Maureen, en la planta baja, contaba con una elaborada chimenea de mármol y techo artesonado. Rebus se llevó cierta decepción con la mujer, que era pequeña, regordeta y algo tímida. Costaba imaginarla cometiendo adulterio con un hombre de uniforme. Edmunds miró a Rebus como quien aguarda alguna muestra de admiración. Rebus enarcó una ceja y asintió con la cabeza, y el expolicía pareció satisfecho.

Después de dar la mano a Maureen, Rebus le deletreó el nombre.

—Pero a lo mejor hay algún error en alguna letra —le previno.

—Kawame Mana. Aquí está —dijo la mujer señalando la pantalla, que mostraba la misma información que la de la funcionaría de matrículas—. Tiene una habitación en Fergusson Hall y estudia psicología.

—¿Fecha de nacimiento? —preguntó Rebus, que acababa de abrir la libreta.

Maureen dio unos golpecitos en la pantalla y Rebus leyó que Kawame tenía veinte años y era estudiante de segundo curso.

—La llaman Kate —añadió Maureen— y su habitación es la doscientos diez.

Rebus se volvió hacia Andy Edmunds, quien ya asentía con la cabeza.

—Le acompaño —dijo.

El largo pasillo color crema estaba más tranquilo de lo que Rebus pensaba.

—¿No hay nadie que tenga hip-hop a todo volumen? —preguntó.

Edmunds lanzó un bufido.

—John, hoy día usan auriculares para aislarse del mundo.

—Así que, ¿aunque llamemos no nos oirá?

—Ahora lo veremos —dijo el vigilante.

Se detuvo ante el 210, una puerta adornada con pegatinas de flores y caras sonrientes, y el nombre de Kate sobre unas estrellitas plateadas. Rebus cerró el puño y llamó tres veces con fuerza. Se entreabrió la puerta de enfrente, asomaron dos ojos y volvió a cerrarse de golpe. Edmunds olfateaba exageradamente.

—Hierba cien por cien —dijo.

Rebus torció el gesto.

Como no contestaron al segundo intento, llamó a la otra puerta con más fuerza aún, y cuando abrieron ya tenía el carnet en la mano. Estiró el brazo y le arrancó los auriculares. El estudiante no tendría veinte años, vestía unos pantalones de combate gastados y una camiseta que le venía pequeña. El aire entraba por la ventana recién abierta.

—¿De qué se trata? —dijo el muchacho vocalizando con torpeza.

—De ti, por lo que se huele —replicó Rebus asomándose a la ventana.

De una mata que había justo debajo salía un hilo de humo.

—Espero que no te quedara mucho.

—¿Mucho, de qué? —replicó el estudiante con un acento de buena familia, de los Home Counties.

—Como lo llames, costo, maría, mierda, hierba… —contestó Rebus sonriente—. Pero pierde cuidado que no voy a bajar a recoger la toba para analizar la saliva del papel, comprobar el ADN y volver aquí a detenerte.

—¿No se ha enterado de que la hierba ya no es ilegal?

Rebus negó con la cabeza.

—Han reducido la categoría de delito, que no es lo mismo. De todos modos, tienes derecho a llamar por teléfono a tus padres; esa ley está vigente.

Miró el cuarto: una cama pequeña con un plumón arrugado al lado, en el suelo; estanterías con libros, un portátil en la mesa y carteles de teatro.

—¿Te gusta el teatro?

—He actuado en algunos montajes de estudiantes.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Conoces a Kate?

—Sí —contestó el joven, desenchufando el aparato conectado a los auriculares. Rebus pensó que Siobhan sabría qué era; él únicamente veía que era muy pequeño para compactos.

—¿Sabes dónde puede estar?

—¿Qué ha hecho?

—No ha hecho nada. Sólo quiero hablar con ella.

—No suele parar mucho en su habitación. A lo mejor la encuentra en la biblioteca.

—John…

Edmunds sostenía la puerta abierta para que pudiera ver el pasillo. Una joven de piel oscura, de pelo rizado sujeto atrás con una cinta, abría la puerta mirando curiosa por encima del hombro lo que sucedía en la habitación frente a la suya.

—¿Kate? —dijo Rebus.

—Sí. ¿Qué quiere? —replicó ella con una entonación poco inglesa.

—Soy policía, Kate —añadió Rebus.

Salió al pasillo, mientras Edmunds cerraba a su espalda la puerta del joven.

—¿Podemos hablar?

—Dios mío, ¿es por mis padres? —inquirió ella abriendo aún más sus grandes ojos—. ¿Les ha sucedido algo?

—La bolsa que llevaba colgada al hombro resbaló hasta el suelo.

—No tiene nada que ver con tu familia —dijo Rebus.

—¿Qué, entonces…? No comprendo.

Rebus metió la mano en el bolsillo, sacó la cinta en su estuche transparente y tamborileó con los dedos.

—¿Tienes un casete?

Después de escuchar la cinta, la joven miró a Rebus a la cara.

—¿Por qué me ha pedido que lo escuche? —dijo con voz temblorosa.

Rebus estaba apoyado en el armario con las manos a la espalda. Le había dicho a Edmunds que aguardara fuera, cosa que no le había gustado al vigilante. Pero él no quería que asistiera a la conversación, independientemente de lo que pensara, por una parte porque Edmunds ya no era policía y aquello era una investigación policíaca, y por otra —y sería la excusa que le daría a Edmunds—, porque allí no cabían los tres. Y él no quería soliviantar más aún a Kate. Rebus se inclinó hacia el casete, que estaba en la mesa de estudio, pulsó el botón de paro y a continuación el de rebobinado.

—¿Quieres oírla otra vez?

—No sé qué es lo que quiere que haga yo.

—Creemos que la voz es de una mujer de Senegal.

—¿De Senegal? —dijo Kate frunciendo los labios—. Puede ser… ¿Quién le dijo eso?

—Una persona del Departamento de Lingüística —contestó Rebus sacando la cinta—. ¿Hay muchos senegaleses en Edimburgo?

—Que yo sepa, yo soy la única —contestó la joven mirando el casete—. ¿Qué ha hecho esa mujer?

Rebus se dedicó a examinar los compactos de la joven. Tenía una estantería llena y varios montones en el alféizar de la ventana.

—Sí que te gusta la música, Kate.

—Me gusta bailar.

Rebus asintió con la cabeza.

—Ya lo veo. —En realidad lo que veía eran nombres de bandas e intérpretes totalmente desconocidos para él. Se irguió—. ¿No conoces a nadie más de Senegal?

—Sé que hay bastantes senegaleses en Glasgow… ¿Qué ha hecho esa mujer?

—Lo que has oído en la cinta: una llamada de socorro. Asesinaron a alguien que conocía y tenemos que hablar con ella.

—¿Por qué creen que fue ella?

—Tú, que estudias psicología, ¿qué crees?

—Si ella lo hubiese matado, ¿por qué iba a llamar a la policía?

Rebus asintió con la cabeza.

—Eso pensamos, pero, de todos modos, podrá darnos información.

Rebus había tomado nota de todo, desde las alhajas de Kate hasta el bolso de bandolera que olía a nuevo. Miró por el cuarto buscando las fotos de los padres que se suponía pagaban los gastos de la joven.

—¿Tienes familia en Senegal, Kate?

—Sí, en Dakar.

—Allí es la etapa final del rally, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Y estás en contacto con tu familia?

—No.

—Ah. Entonces, ¿te lo pagas tú todo?

Ella le miró furiosa.

—Lo siento, la curiosidad es parte de mi trabajo. ¿Te gusta Escocia?

—Es mucho más fría que Senegal.

—Lo supongo.

—No me refiero simplemente al clima.

Rebus asintió con la cabeza.

—Entonces, Kate, no puedes ayudarme…

—De verdad que lo siento.

—No te preocupes —dijo Rebus—, pero si conoces a alguna compatriota…

Dejó su tarjeta en la mesa.

—Se lo comunicaré —continuó ella, levantándose de la cama, dispuesta a despedirle.

—Bueno, gracias otra vez —insistió Rebus.

Le tendió la mano. Al estrechársela notó que la tenía fría y húmeda y, al cerrarse la puerta, pensó en aquel brillo en su mirada como de gran alivio.

Edmunds estaba sentado en el primer escalón cogiéndose las rodillas con los brazos. Rebus se disculpó y le dio sus explicaciones. El vigilante no dijo nada hasta que salieron del edificio y llegaron a la barrera donde estaba el coche, pero finalmente se volvió hacia Rebus.

—¿Es cierto eso del ADN en los papeles de fumar?

—Yo qué sé, Andy. Pero me sirvió para infundir temor de Dios a ese mequetrefe, y eso es lo que cuenta.

El material pornográfico había pasado a la dirección general en Livingston. Allí, en el salón de proyecciones, había otras tres agentes, y Siobhan advirtió que era una situación inquietante para el elemento masculino representado por una docena de policías. El único televisor disponible era un aparato de dieciocho pulgadas, en torno al cual se apiñaban todos. Los hombres apenas abrían la boca y mordían el bolígrafo con un mínimo de comentarios chistosos. Les Young no hacía prácticamente otra cosa que caminar de arriba abajo con los brazos cruzados, mirándose los zapatos, como si quisiera mantenerse al margen de aquello.

Algunas películas eran comerciales, compradas en Estados Unidos o en Europa. Había una alemana y otra japonesa con colegialas de uniforme no mayores de quince o dieciséis años.

—Pornografía infantil —comentó uno de los presentes, pidiendo que congelaran la imagen para hacer una foto de una cara.

Uno de los DVD estaba muy mal filmado y montado. Se veía un cuarto de estar del extrarradio con una pareja en un sofá de cuero verde y otra en una alfombra de mucho pelo. Otra mujer de piel oscura estaba en cuclillas junto a la estufa eléctrica masturbándose, mirando a la cámara. La cámara peinaba el cuarto, pero en un momento determinado la mano del que la manejaba entraba en cuadro y tocaba un seno a una de las mujeres. La banda sonora, que hasta aquel momento no era más que una sucesión de balbuceos, gruñidos y resuellos, recogió su pregunta:

«¿Estás a gusto, tío?»

—Parece acento local —comentó un policía.

—Lo han filmado con una cámara digital y montado en un ordenador —añadió otro—. Hoy día cualquiera puede hacer sus propias películas porno.

—Menos mal que no todos piensan así —dijo una voz de mujer.

—Un momento —terció Siobhan—. Páselo hacia atrás, por favor.

El que manejaba el mando a distancia lo hizo y fue congelando paulatinamente la imagen del encuadre.

—¿Quiere tomar apuntes, Siobhan? —dijo una voz de hombre, seguida de unos resoplidos.

—Basta, Rod —intervino Les Young llamándole la atención.

Cerca de Siobhan un policía se inclinó hacia el que tenía al lado.

—Justo lo que acaba de decir la tía de la alfombra —musitó.

La respuesta fue otro resoplido, pero Siobhan estaba absorta en la imagen de la pantalla.

—Congele ese encuadre —dijo—. ¿Qué es lo que tiene el de la cámara en el dorso de la mano?

—¿No será una marca de nacimiento? —preguntó uno ladeando la cabeza para observarlo mejor.

—Es un tatuaje —comentó una de las mujeres.

Siobhan asintió con la cabeza, se levantó de la silla y se acercó a la pantalla.

—Yo creo que es una araña —dijo mirando a Les Young.

—Una araña tatuada —repitió él en voz baja.

—¿Y no tendrá quizá la tela en el cuello?

—Lo que significa que el amigo de la víctima hace películas pornográficas.

—Hay que averiguar quién es.

Les Young barrió el cuarto con la mirada.

—¿Quién se encarga de averiguar los nombres de las amistades de Cruikshank? —inquirió.

—El agente Maxton, señor.

—¿Dónde está?

—Creo que dijo que volvía a Barlinnie.

Es decir, que había ido a indagar entre los presos amigos de Donny Cruikshank.

—Llámele y explíquele lo del tatuaje —ordenó Young.

El agente se acercó a una mesa y cogió un teléfono. Siobhan se había apartado del televisor y sacó el móvil junto a la cortina de la ventana.

—Por favor, ¿puedo hablar con Roy Brinkley?

Vio que Young la miraba y asentía con la cabeza, dando su aprobación.

—¿Roy? Soy la sargento Clarke. Escucha… ese amigo de Donny Cruikshank, el de la tela de araña… ¿no viste si tenía otros tatuajes? —Escuchó y sonrió—. ¿En el dorso de la mano? Muy bien, gracias. Vuelve a tus libros.

Cortó la comunicación.

—Tiene una araña tatuada en el dorso de la mano.

—Buen trabajo, Siobhan.

Hubo algunas miradas resentidas de las que Siobhan no hizo caso.

—De poco nos sirve hasta que no sepamos quién es.

Young asintió.

El del mando a distancia seguía pasando la película.

—A lo mejor hay suerte —dijo—. Si el de la cámara interviene, como parece, tal vez se la pase a otro.

Se sentaron de nuevo a mirar. A Siobhan le inquietaba algo, pero no sabía qué. En ese preciso momento la cámara basculó desde el sofá hacia la mujer en cuclillas, que ya no estaba agachada: se había puesto en pie. Sonaba más música de fondo de una cinta en el mismo cuarto de la escena, y la mujer se puso a bailar al compás del ritmo, absorta en la melodía y totalmente ausente de la escena que se desarrollaba ante ella.

—Yo he visto a esa mujer —dijo Siobhan con voz queda, y con el rabillo del ojo vio a uno que ponía los ojos en blanco, incrédulo.

Sí, claro: ella, la preferida del Capitán Calzoncillos, haciéndose la lista.

«Te aguantas», tuvo ganas de soltarles, pero se volvió hacia Young, que también mostraba enorme extrañeza y le dijo:

—La vi bailar una vez.

—¿Dónde?

Siobhan miró a los demás y luego a él.

—En un local llamado The Nook.

—¿El club de striptease? —preguntó un policía, provocando carcajadas entre los demás, que esgrimieron dedos acusadores hacia él—. Fue en una despedida de soltero —añadió a guisa de disculpa.

—¿Aprobó la prueba de baile? —preguntó otro a Siobhan suscitando nuevas risotadas.

—Parecen críos —espetó Les Young—. Formalidad, o largo de aquí —dijo señalando la puerta—. ¿Cuándo fue eso? —preguntó a Siobhan.

—Hace unos días. Fue en relación con Ishbel Jardine —dijo ella centrando ahora la atención de todos—. Porque teníamos sospechas de que hubiera acabado en ese local.

—¿Y?

—Ni rastro de ella —respondió Siobhan negando con la cabeza, y añadió señalando el televisor—: pero esa sí que estoy segura de que estaba allí haciendo precisamente ese mismo baile.

En la pantalla, uno de los hombres, desnudo salvo por los calcetines, se aproximaba a la bailarina y ponía las manos sobre sus hombros como para obligarla a arrodillarse, pero ella lo rechazaba y continuaba bailando con los ojos cerrados. El hombre miró a la cámara y se encogió de hombros. La cámara enfocó hacia abajo borrosamente y al alzarse de nuevo encuadró a otro individuo de cráneo rapado y unas cicatrices más visibles que en la vida real: Donny Cruikshank.

Estaba vestido y sonriente, con una lata de cerveza en la mano.

«Dame la cámara», dijo estirando la mano.

«¿Sabes usarla?»

«Aparta, Mark. Si tú puedes, yo también».

—Muy bien, Donny —dijo uno de los policías anotando el nombre de «Mark».

Siguió un diálogo, y finalmente la cámara cambió de manos y Donny Cruikshank enfocó a su amigo. La mano destinada a taparse la cara subió con demasiada lentitud y, sin que se lo pidieran, el encargado del mando a distancia retrocedió y congeló la imagen. La cámara digital enfocaba una enorme cabeza rapada reluciente de sudor con tachuelas en las orejas y en la nariz, un anillo en una de las cejas negras y una boca contrariada en la que faltaba un diente.

Y, naturalmente, la tela de araña cubriéndole el cuello.