21

El domingo, una mañana radiante y de fuerte viento, Rebus se dirigió a pie a Marchmont Street cruzando los Meadows. Había ya grupos preparándose para jugar al fútbol, algunos luciendo camisetas a rayas a semejanza de equipos profesionales y otros con prendas informales como vaqueros y zapatillas de deporte a falta de pantalón corto y botas. Unos conos de tráfico servían de sustituto de los palos de las porterías y las líneas divisorias resultaban invisibles para cualquiera menos para los jugadores.

Más adelante había unos jugando al disco volador, con un perro que iba y venía sin resuello siguiendo la trayectoria del objeto, mientras que una pareja en un banco forcejeaba con las ráfagas de viento para pasar las páginas del periódico dominical y evitar que se volasen los diversos suplementos.

Rebus había pasado el sábado una tarde tranquila en casa, pero tras deambular por Lothian Road decidió que las películas del Filmhouse no eran de su agrado. Tenía ahora una apuesta consigo mismo sobre cuál de ellas habría merecido el favor de Caro, y se preguntaba qué habría puesto él como excusa de haberse tropezado con ella en la entrada.

«Es que me encantan las buenas sagas de familias húngaras…»

Para cenar había despachado en casa un plato preparado de comida india (aún le olían los dedos a pesar del lavado y ducha matinales) y se ofreció un par de vídeos que ya había visto: Rock’n’Roll Circus y Midnight Run. De Niro le había hecho sonreír, pero con la actuación de Yoko Ono en el primero se tronchó de risa.

Y sólo cuatro botellas de IPA para bajar la cena, con el resultado de que se había despertado pronto y con la cabeza despejada para desayunar una picada de restos y una taza de té. Ahora era ya casi la hora del almuerzo y seguía caminando. El antiguo Infirmary estaba cubierto con toldos que no ocultaban las obras internas de reforma. Según sus últimas noticias, iban a transformar el edificio en una mezcla de tiendas y viviendas, y se preguntó quién se gastaría dinero para mudarse a una sala de oncología rehabilitada.

¿No sería un lugar maldito por todo un siglo de sufrimiento? Tal vez acabasen organizando visitas turísticas guiadas igual que en otros lugares, como el callejón Mary King’s, donde decían que vagaban los espíritus de los muertos de la peste, o Greyfriars Kirkyard, lugar de ejecución de los firmantes del pacto de 1638.

Había pensado más de una vez en irse de Marchmont, incluso había preguntado en una agencia cuánto podía pedir por el piso. Doscientas mil libras, le habían dicho… Probablemente ni para comprar la mitad de una sala de enfermos de cáncer, pero con ese dinero en mano podría retirarse con una buena pensión y viajar.

El problema era que no le atraía ningún lugar y lo más probable era que lo mandara todo a hacer gárgaras. ¿Era esa indecisión lo que le impulsaba a seguir trabajando? El trabajo era toda su vida y llevaba muchos años prescindiendo de todo lo demás, familia, amigos y ocios.

Por eso estaba trabajando en aquel momento.

Giró por Chalmers Street, pasó por delante del nuevo colegio, cruzó hacia la Escuela de Bellas Artes y siguió hasta Lady Lawson Street. No sabía quién era lady Lawson, pero seguro que no le impresionaría la calle que le habían dedicado, y probablemente menos el tropel de pubs y clubes de los alrededores. Estaba de nuevo en el triángulo púbico. Había poca gente. Hacía siete u ocho horas que habían cerrado ciertos locales y la gente estaría durmiendo después de los excesos del sábado: las bailarinas con la mejor paga de la semana; los dueños como Stuart Bullen soñando con un nuevo coche caro y los ejecutivos pensando en cómo explicar a sus esposas el débito del extracto de la tarjeta de crédito.

Habían limpiado la calle y los anuncios de neón estaban apagados. A lo lejos sonaban campanas de iglesia. Un domingo de tantos.

Una barra metálica con un gran candado cerraba la puerta de The Nook. Rebus se detuvo con las manos en los bolsillos y miró la tienda vacía de la acera opuesta. Si no contestaban cuando llamase estaba dispuesto a caminar kilómetro y medio hasta Haymarket y hablar con Felix Storey en el hotel. Dudaba que estuvieran trabajando tan temprano porque Stuart Bullen, desde luego, en el local no estaba. Pero cruzó la calle y llamó con los nudillos en el escaparate. Aguardó mirando a derecha e izquierda sin ver a nadie; ni coches ni gente asomada a las ventanas del primer piso. Volvió a llamar y en ese momento reparó en una furgoneta verde oscuro aparcada junto al bordillo a unos veinte metros. Caminó hacia ella. Bajo la capa de pintura se notaban las letras del rótulo del antiguo propietario. No había nadie en la cabina y tenía pintadas las ventanillas de atrás. Pensó en la furgoneta de vigilancia de Knoxland y en Shug Davidson en el interior. Echó otro vistazo a un lado y a otro de la calle, golpeó con el puño las puertas traseras y arrimó la cara a la ventanilla. Luego se alejó y se detuvo a leer los anuncios de la tienda de prensa.

—¿Quiere hacer peligrar nuestro operativo? —preguntó Felix Storey.

Rebus se dio la vuelta y lo encontró frente a frente con las manos en los bolsillos. Vestía pantalones verdes de combate y una camiseta verde oliva.

—Buen disfraz —comentó Rebus—. Qué aplicado.

—¿A qué se refiere?

—A que trabaja en domingo y The Nook no abre hasta las dos.

—Eso no quiere decir que no haya nadie dentro.

—Ya, pero ese candado de la puerta es bastante elocuente…

Storey sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos.

—¿Qué quiere?

—Pues… he venido a pedirle un favor.

—¿Es que no ha podido dejar un mensaje en mi hotel?

Rebus se encogió de hombros.

—No es mi estilo, Felix —replicó escrutando de nuevo la vestimenta del funcionario de emigración—. Esa indumentaria ¿de qué es, de guerrillero urbano o de qué?

—De discotequero en día de descanso —dijo Storey.

Rebus lanzó un bufido.

—Bueno, la furgoneta no es mala idea. Yo diría que en la tienda es demasiado arriesgado durante el día; la gente puede ver a alguien sentado encima de una escalera de mano. —Rebus miró a derecha e izquierda—. Aunque es lástima que haya tan poca gente en la calle porque llama mucho la atención.

Storey le miró furioso.

—Y usted aporrea las puertas del vehículo para llamarla más aún, ¿no?

Rebus se encogió de hombros.

—He conseguido la suya.

—Sí, claro. Bueno, ¿qué favor quiere?

—Vamos a tomar un café y lo hablamos. Hay un bar a unos dos minutos de aquí —dijo Rebus señalando con la cabeza.

Storey reflexionó un instante mirando hacia la furgoneta.

—Supongo que habrá alguien que cubra la vigilancia —añadió Rebus.

—Tengo que decirles…

—Vaya a decir lo que sea.

—Adelántese, que yo le alcanzaré —dijo Storey extendiendo la mano.

Rebus asintió con la cabeza, se dio la vuelta y echó a andar, pero se volvió y vio que Storey miraba por encima del hombro sin dejar de caminar hacia la furgoneta.

—¿Qué quiere que pida en el bar? —preguntó Rebus.

—Un café americano —respondió el oficial de inmigración.

En cuanto Rebus volvió la cabeza, abrió rápidamente la puerta de la furgoneta y entró en ella de un salto.

—Quiere un favor —dijo a quien estaba dentro.

—No sé qué será.

—Voy a hablar con él para que me lo explique. ¿No le importa quedarse a solas?

—Va a ser muy aburrido, pero lo aguantaré.

—Serán diez minutos como mucho…

No acabó la frase porque en ese momento se abrió la puerta desde fuera y Rebus asomó la cabeza.

—Hola, Phyl —exclamó sonriente—. ¿Quieres que te traigamos algo?

Rebus se sintió mejor con el descubrimiento. Desde que le aseguró que le habían visto entrar en The Nook estaba intrigado por saber de dónde obtenía la información Storey. Tenía que ser alguien que le conocía y que conocía a Siobhan.

—Así que Phyllida Hawes trabaja para usted —dijo cuando se sentaron a tomar los cafés.

El bar estaba en la esquina de Lothian Road y tuvieron suerte de encontrar una mesa que abandonó una pareja en el momento en que entraban. Los clientes estaban enfrascados leyendo el periódico o libros; una mujer daba el pecho a un niño al tiempo que bebía de la taza. Storey desenvolvió el sándwich que había comprado.

—Eso no es asunto suyo —gruñó, esforzándose por no levantar la voz.

Rebus intentaba identificar la música de fondo: estilo californiano de los sesenta, pero dudaba mucho que fuera auténtica porque había muchos grupos actuales que imitaban aquel sonido.

—No es asunto mío —asintió.

Storey dio un sorbo al café haciendo una mueca por lo caliente que estaba y dio un bocado al sándwich frío para compensar.

—¿Progresa su investigación? —preguntó Rebus.

—Algo —contestó Storey con la boca llena de lechuga.

—¿No tiene ningún dato digno de ser compartido? —dijo Rebus soplando su café.

Conocía el local y sabía que lo servían ardiendo.

—¿Usted qué cree?

—Creo que toda esta operación suya debe costar una fortuna. Si yo gastara tanto dinero estaría nervioso por obtener algún resultado.

—¿Cree que yo estoy nervioso?

—Eso es lo que me extraña. Hay alguien en alguna parte ansiando conseguir una prueba, o bastante seguro de obtenerla.

Storey se disponía a replicar, pero Rebus alzó la mano.

—Ya sé, ya sé… Eso no es cosa mía.

—Y sanseacabó.

—Palabra de boy scout —añadió Rebus irónico alzando tres dedos—. Lo que nos lleva a lo del favor que le pido.

—Un favor que no estoy predispuesto a hacerle.

—¿Ni siquiera dentro del espíritu de colaboración transfronteriza?

Storey fingió interesarse sólo en el bocadillo, del que le caían migas en los pantalones.

—Por cierto, le caen bien esos pantalones de combate —dijo Rebus por halagarle, logrando por fin arrancarle una sonrisa.

—Pídame el favor —replicó Storey.

—El caso de homicidio que estoy investigando… Ese suceso de Knoxland…

—¿Qué?

—Por lo visto hay una mujer que me han dicho que es de Senegal.

—¿Y qué?

—Que me gustaría encontrarla.

—¿Sabe el nombre?

Rebus negó con la cabeza.

—Ni siquiera sé si está aquí legalmente. —Hizo una pausa—. Por eso quería que me ayudara.

—¿Cómo?

—El Servicio de Inmigración debe de saber cuántos senegaleses hay en el Reino Unido. Si son legales, constarán los que viven en Escocia.

—Creo, inspector, que nos está confundiendo con un estado fascista.

—¿Va a decirme que no llevan un registro?

—Ah, claro que hay registros, pero sólo de inmigrantes inscritos en los que figuran también ilegales e incluso refugiados.

—Se trata de que si es ilegal, seguramente intentará encontrar a paisanos suyos que puedan ayudarla, y de esos sí que habrá registro.

—Sí, ya entiendo, pero de todos modos…

—¿Tiene mejores cosas de qué ocuparse?

Storey dio un sorbo y se limpió la espuma del labio superior con el reverso de la mano.

—Ni siquiera estoy seguro de que existan esos datos de un modo que le puedan servir.

—Cualquier cosa me vendría bien.

—¿Cree que esa mujer está implicada en el asesinato?

—Creo que se oculta por miedo.

—¿Porque sabe algo?

—No lo sabré hasta que hable con ella.

El oficial de Inmigración calló un instante, dando vueltas a la taza sobre la superficie de la mesa, trazando círculos lechosos. Rebus miró a la calle a través del cristal. Pasaba gente por Princes Street, quizá camino de sus compras, y comenzaba a formarse cola en el mostrador y la gente buscaba sitio en alguna mesa. Entre él y Storey había una silla vacía que esperaba que no solicitase nadie, pues la gente suele ofenderse por una negativa.

—Puedo autorizar una búsqueda previa en la base de datos —dijo finalmente Storey.

—Estupendo.

—Pero no le prometo nada.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Ha probado entre los estudiantes? —preguntó Storey.

—¿Los estudiantes?

—Estudiantes extranjeros. En Edimburgo hay muchos de Senegal.

—Es una idea —apuntó Rebus.

—Me alegro de que le sirva.

—Continuaron los dos en silencio hasta terminar el café y a continuación Rebus dijo que le acompañaba a la furgoneta. Le preguntó cuándo había aparecido Stuart Bullen por primera vez en la diana de Inmigración.

—Creo que ya se lo dije.

—Mi memoria no es lo que fue —alegó Rebus.

—Fue una delación anónima. Así es como suelen empezar estos casos; los que llaman prefieren quedar en el anonimato hasta que conseguimos resultados. Después, piden dinero.

—¿Qué les dijeron?

—Que Stuart Bullen se dedicaba al tráfico de inmigrantes.

—¿Y montaron esa operación sobre la base de una simple llamada telefónica?

—Es un confidente que ha resultado veraz anteriormente a propósito de un cargamento de sin papeles en un camión que llegó a Dover.

—Yo pensaba que en la actualidad en los puertos de entrada disponían de toda la tecnología moderna.

Storey asintió con la cabeza.

—Así es. Tenemos sensores que detectan el calor de un cuerpo y perros electrónicos para olfatear.

—¿Y con eso, en cualquier caso, habrían cogido a esos ilegales?

—Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué insinúa en concreto, inspector? —preguntó Storey mirando a Rebus.

—Nada. ¿Qué cree que estoy insinuando?

—Nada —dijo Storey a su vez, desmintiéndolo con la mirada.

Aquella tarde Rebus se sentó junto a la ventana con el teléfono en la mano, diciéndose que aún podía llamar a Caro. Había estado revisando su colección de discos, sacando álbumes que no había puesto hacía años: Montrose, Blue Oyster Cult, Rush, Alex Harvey… No más de un par de canciones de cada uno hasta que llegó a Goafs Head Soup de los Rolling Stones, un guiso de sonidos, una olla revuelta con la mitad de los ingredientes para mejorar el sabor. En cualquier caso, era mejor —más melancólico— de lo que recordaba. Ian Stewart tocaba en un par de canciones. Pobre Stu, que se había criado cerca de ellos en Fife y había sido miembro de pleno derecho del grupo hasta que el promotor decidió que no daba la imagen, a partir de lo cual sólo le utilizaron para algunas grabaciones y giras.

Stu estaba pegado a ellos aunque el rostro no encajara.

Le daba lástima.