El sábado por la mañana lo primero que hizo fue llamar a Siobhan. Le respondió el contestador y él dejó un breve mensaje: «Soy John; cumplo lo prometido anoche… Te llamo». Luego probó en el número del móvil y tuvo que dejar otro mensaje.
Después de desayunar rebuscó en el armario empotrado del vestíbulo y en las cajas de debajo de la cama y acabó cubierto de polvo y telarañas con un paquete de fotos contra el pecho. Sabía que no había muchas instantáneas familiares porque su exmujer se las había llevado casi todas. Pero quedaban unas de las que no había podido apoderarse porque eran de la familia de él, de sus padres, tíos y tías. No eran muchas porque la mayoría debía de tenerlas su hermano o se habían perdido. Años atrás, su hija Sammy jugaba con ellas, mirándolas extasiada y pasando los dedos por el reborde ondulado y por aquellos rostros color sepia en poses de estudio. Solía preguntarle quiénes eran y él daba la vuelta a la foto con la esperanza de que hubiese una anotación a lápiz y se encogía de hombros.
Su abuelo paterno había emigrado de Polonia a Escocia, pero él ignoraba los motivos. Como aquello fue antes del auge del fascismo, era de suponer que lo haría por razones económicas. Era un hombre joven, soltero, y se casó con una mujer de Fife al año siguiente de llegar, más o menos. De aquella fase de su familia él sabía poco; incluso creía que no le había preguntado nada a su padre, o, si lo había hecho, él no le habría explicado mucho, o quizá tampoco lo sabía. Su abuelo tendría cosas que no querría recordar y menos confiárselas a alguien y hablar de ellas.
Cogió una foto. Aquel debía de ser su abuelo: un hombre de mediana edad de pelo negro ralo peinado pegado al cráneo y sonrisa irónica. Vestía sus mejores ropas de domingo sobre un telón de fondo pintado con campos de heno y cielos claros. En el reverso figuraba la dirección del fotógrafo en Dunfermline. Volvió a mirar la figura tratando de identificar en el abuelo algún rasgo suyo, en los músculos faciales o en la postura reposada. Pero le resultaba un extraño. La historia de su familia se resumía en una serie de interrogantes planteados demasiado tarde: fotos sin nombres, fecha ni lugar de origen. Pensó en lo que quedaba de su familia más próxima: su hija Sammy y su hermano Michael. No los llamaba muy a menudo; generalmente sólo cuando había bebido mucho. Quizá los llamase a los dos más tarde, cuando no estuviera bebido.
—No sé nada de ti —dijo al hombre de la fotografía—. Ni siquiera estoy completamente seguro de que seas quien creo.
Pensó si tendría parientes en Polonia. A lo mejor dispersos en varios pueblos; cientos de primos que no hablaban inglés pero que se alegrarían de verle. Tal vez su abuelo no fue el único en emigrar y podría ser que la familia se hubiese diseminado por Estados Unidos y Canadá, o por Australia. Algunos miembros acabarían asesinados por los nazis o incorporados a su causa. Eran historias ignotas que entrecruzaban su vida.
Volvió a pensar en los refugiados y en los solicitantes de asilo, en los emigrantes económicos. En la desconfianza y resentimiento que suscitaban y en aquel recelo de clan ante lo nuevo, cualquier cosa ajena que cruzara los estrechos lindes de su feudo. Quizás era el motivo de la reacción de Siobhan frente a Caro Quinn, una persona que no pertenecía al cuerpo. Una desconfianza que multiplicada daba por resultado una situación como la de Knoxland.
No es que echara la culpa a Knoxland; el barrio, en definitiva, no era más que un síntoma. Comprendió que no iba a sacar nada en claro de aquellas viejas fotos que únicamente representaban su falta de raíces. Además, tenía que ir a un sitio.
No era Glasgow su ciudad preferida. Demasiado cemento y bloques altos de pisos; una ciudad en la que se perdía y era difícil encontrar referentes para orientarse. Había zonas que se le antojaban capaces de tragarse Edimburgo entero. La gente era distinta también; no sabía por qué exactamente, si por el acento o por la mentalidad. Era una ciudad en la que se sentía incómodo.
A pesar de ir provisto del callejero, nada más salir de la autopista hizo un giro equivocado antes de tiempo, se encontró cerca de la cárcel de Barlinnie y tuvo que rehacer a ritmo lento el camino hacia el centro, inmerso en el tráfico de los que salían de compras el sábado por la mañana. Y, además, con una neblina que se convirtió en lluvia y que hacía borrosos los nombres de las calles y los indicadores. Mo Dirwan había comentado que Glasgow era la capital del crimen de Europa y pensó si eso no tendría algo que ver con el sistema de tráfico.
Dirwan vivía en Calton, entre la Necrópolis y Glasgow Green. Era una zona bonita con espacios verdes y grandes árboles. Encontró la casa, pero no había donde aparcar. Dio una vuelta y acabó cubriendo cien metros a pie hasta la casa, un edificio sólido de piedra roja, adosado a otro y con jardín delante. Tenía una puerta nueva de vidriera emplomada con rombos y cristal esmerilado. Tocó el timbre y esperó; Mo no estaba, pero la esposa sabía quién era Rebus y se empeñaba en hacerle pasar.
—Sólo venía a saber si se encuentra bien —alegó Rebus.
—Aguarde a que vuelva. Si se entera de que no le recibí…
—No me está rechazando precisamente —dijo Rebus, mirando la mano que le asía del brazo.
Ella soltó su presa y sonrió avergonzada. Tendría diez o quince años menos que su esposo y lucía una reluciente melena negra ondulada hasta los hombros; se había maquillado a conciencia pero con sumo cuidado, con bastante sombra en los ojos y carmín en la boca.
—Lo siento —dijo.
—No tiene por qué. Es agradable ser bien recibido. ¿Mo tardará mucho?
—No lo sé. Ha ido a Rutherglen porque han surgido problemas.
—¿Ah, sí?
—No creemos que sea nada muy grave. Unas pandillas de jóvenes que se pelean —dijo ella encogiéndose de hombros—. Seguro que los asiáticos tienen tanta culpa como los otros.
—¿Y a qué ha ido Mo allí?
—A una reunión de vecinos.
—¿Sabe dónde se celebra?
—Tengo la dirección —contestó ella entrando en la casa.
No dejó olor a perfume; Rebus permaneció en el umbral a resguardo de la lluvia, una llovizna persistente, el smirr, como decían los escoceses. Pensó si otras culturas tendrían un vocablo equivalente. La mujer volvió y al entregarle un papel sus dedos se rozaron y Rebus sintió como un chispazo.
—Electricidad estática —dijo ella señalando con la cabeza la alfombra del vestíbulo—. No dejo de decirle a Mo que tenemos que cambiarla por una de lana.
Rebus asintió con la cabeza, le dio las gracias y regresó al coche. Buscó en el callejero aquella dirección y pensó que sería un trayecto de unos quince minutos casi todo al sur de Dalmarnock Road. Parkhead quedaba cerca, pero el Celtic no jugaba en casa, lo que reducía las posibilidades de que hubiera calles cerradas o desvíos de tráfico. Sin embargo, la lluvia había obligado a los viandantes y a los que iban de compras a coger sus vehículos. Por descuidarse un instante en la consulta del plano, vio que había girado erróneamente y se dirigía hacia Cambuslang. Paró el coche junto al bordillo y aguardó a ver la oportunidad de dar media vuelta, pero cuál fue su sorpresa al ver que se abrían de golpe las portezuelas de atrás y subían dos hombres.
—Buenas —dijo uno de ellos.
Olía a cerveza y tabaco, y sacudió su pelambrera de rizos mojados como si fuera un perro.
—¿Qué demonios es esto? —exclamó Rebus, volviéndose en el asiento para mirar mejor a la cara a los dos tipos.
—¿No es el minitaxi? —preguntó el segundo.
Tenía una nariz como una fresa, halitosis y dientes ennegrecidos por el ron.
—¡Esto no es ningún taxi! —vociferó Rebus.
—Perdone, amigo, perdone… Ha sido un error.
—Sí, sí, no se ofenda —añadió su compañero.
Rebus miró por la ventanilla y vio el pub del que acababan de salir, de bloques color escoria y una gruesa puerta, cuando ya se disponían a bajar.
—¿No irán ustedes por casualidad hacia Wardlawhill? —preguntó Rebus con voz calmada.
—Casi siempre nos lleva alguien, pero con esta lluvia…
Rebus asintió con la cabeza.
—Pues bien, ¿qué tal si les dejo en el centro comunitario?
Los intrusos intercambiaron una mirada y le preguntaron:
—¿Y cuánto nos va a cobrar?
—Lo hago como buen samaritano —respondió Rebus afable.
—¿Va a intentar catequizarnos o algo? —inquirió el primero con ojos como ranuras.
Rebus se echó a reír.
—Pierdan cuidado, no pienso «mostrarles el Camino» ni nada por el estilo. —Hizo una pausa—. En realidad, todo lo contrario.
—¿Cómo?
—Es para que me lo enseñen ustedes.
Al final de un breve trayecto un tanto tortuoso por el barrio ya se tuteaban, y Rebus les preguntó si no iban a asistir a la reunión de vecinos.
—Mi filosofía siempre ha sido no meterme en nada —dijeron los dos.
Había dejado de llover cuando llegaron al edificio de una sola planta. Igual que el pub, a primera vista, no tenía ventanas, pero estaban en lo alto y en la parte de atrás casi rozando el tejado. Rebus se despidió de sus guías estrechándoles la mano.
—Nos ha costado traerle hasta aquí… —dijeron riendo.
Rebus asintió con la cabeza y sonrió. Él también se preguntaba si encontraría la autopista para regresar a Edimburgo. Ninguno de los dos le había preguntado por qué un forastero tenía interés en acudir a una reunión de vecinos, y lo atribuyó igualmente a su filosofía de no meterse en nada. No haciendo preguntas, nadie puede reprocharte que te entrometas en lo que no debes. En cierto sentido era un buen consejo, aunque no era su filosofía ni nunca lo sería.
Había un grupo de gente en las puertas de entrada. Tras decir adiós con la mano a sus pasajeros, Rebus aparcó lo más cerca que pudo, temiéndose llegar tarde y no encontrar a Mo Dirwan. Pero al acercarse vio que no llegaba tarde. Un hombre blanco de mediana edad con traje y corbata le entregó una octavilla. Llevaba el cráneo rasurado y reluciente de gotas de lluvia y tenía un rostro pálido y fofo con un cuello de redondeles adiposos.
—BNP —dijo con lo que a Rebus le pareció acento londinense—. Para que las calles de Gran Bretaña recobren la tranquilidad.
El anverso de la octavilla mostraba a una anciana aterrada ante un grupo borroso y multicolor de jóvenes que se echaban sobre ella.
—¿Fotomontajes? —preguntó Rebus haciendo una bola en el puño con la octavilla húmeda.
Los acompañantes del repartidor, que estaban detrás cerca de él, eran mucho más jóvenes y desaliñados, y vestían prendas de moda para gamberros: zapatillas de deporte, pantalones de gimnasia, gorras de béisbol bien encasquetadas con la visera bajada y cazadoras con la cremallera subida hasta la nariz. Difíciles de identificar en fotografías.
—Reivindicamos los genuinos derechos británicos —exclamó el mayor casi ladrando la palabra británicos—. ¿Hay algo malo en ello?
Rebus tiró la bola de papel al suelo y le dio un puntapié.
—Me da la impresión de que es una definición un poco restringida.
—No puede saberlo si no se acerca a nuestros medios —replicó el hombre estirando la mandíbula.
«Dios, y pretendía ser amable», pensó Rebus. Era como un gorila que ve por primera vez un ramo de flores. En el interior sonaban aplausos y abucheos.
—Qué animación —comentó Rebus empujando la puerta.
Había una zona de recepción con otra serie de puertas de doble hoja que daban entrada a la sala. No había escenario propiamente dicho, pero sí un sistema de altavoces, lo que implicaba que quien tuviera el micrófono jugaba con ventaja; pero muchos del público se resistían. Había hombres de pie gritando a sus adversarios y manos que se agitaban airadas. Y mujeres de pie gritando con no menos entusiasmo. Las hileras de sillas estaban casi todas llenas, y frente a las sillas Rebus vio una mesa de caballete con cinco figuras cariacontecidas. Se imaginó que sería una representación de vecinos importantes. Mo Dirwan no estaba entre ellos, pero Rebus lo localizó de pie en la primera fila haciendo unos aspavientos semejantes al vuelo de las aves instando al público a sentarse. Tenía la mano vendada y un esparadrapo en la barbilla.
Uno de los notables no aguantaba más; metió de mala manera unos papeles en una mochila, se la colgó al hombro y se encaminó hacia la salida, ante lo cual arreciaron los abucheos, sin que Rebus supiera si era porque el hombre se rajaba o porque le obligaban a irse.
—Es un gilipollas, señor McCluskey —gritó uno.
No se disiparon las dudas de Rebus. Unos cuantos más siguieron el ejemplo del interpelado, mientras, en la mesa, una mujer regordeta asía el micrófono; pero sus buenos modales innatos y su razonable tono de voz no iban a servir para restablecer el orden. Rebus vio que el público era una mezcla heterogénea: caras blancas a un lado y caras de color al otro. La edad también era variada. Había una mujer con su niño en un carrito, otra blandía enfurecida un bastón, obligando a agacharse a los que estaban a su lado. Al fondo de la sala vio a media docena de policías uniformados, uno de los cuales hablaba por el walkie-talkie, pidiendo refuerzos seguramente, y unos jóvenes con evidente intención de centrar su protesta en los policías. Ambos grupos, situados a dos o tres metros, iban reduciendo distancias.
Rebus vio que Mo Dirwan, agotados sus recursos, hacía un gesto de consternación como si acabara de comprender que no era Superman sino un ser humano y que la situación se le escapaba de las manos porque su poder estaba en función de la buena voluntad de los demás para escuchar sus razonamientos, y allí nadie escuchaba nada. Rebus pensó que ni Martin Luther King en persona habría sido capaz de hacerse oír con un megáfono. Un joven que miraba perplejo a todos lados clavó en él la mirada. Era asiático, pero vestía igual que sus coetáneos blancos, llevaba un aro en el lóbulo y tenía el labio inferior hinchado y con costras; Rebus advirtió que estaba de pie incómodo, como si no pudiera apoyar bien la pierna izquierda. Le dolía. ¿Sería eso la causa de su perplejidad? ¿Era él la última víctima, la razón de la convocatoria de la reunión? El joven parecía más bien atemorizado… Atemorizado de que por él se hubiera organizado semejante pandemónium.
Rebus habría intentado tranquilizarle de haber podido, pero en aquel preciso momento se abrieron las puertas y en la sala irrumpieron más policías de uniforme. Vio un rostro veterano con más plata en las solapas y una gorra distinta. Y también pelo plateado bajo la gorra.
—¡Un poco de orden! —gritó.
Caminó con decisión hacia la mesa y el micrófono, y se lo arrebató sin miramientos a la mujer, que ya balbucía consternada.
—¡Un poco de orden, por favor! —tronó la voz a través de los altavoces—. A ver si se calman. Creo que hoy es mejor suspender la reunión, de momento —añadió mirando a uno de los que estaban sentados a la mesa.
El hombre en quien fijaba la vista asintió imperceptiblemente con la cabeza. Tal vez fuese el concejal; en cualquier caso, alguien a quien el policía consideraba representativo, pensó Rebus.
Ahora era él quien mandaba.
Una mano palmoteo el hombro de Rebus. Dio un respingo, pero era Mo Dirwan sonriente, que debía de haberle visto y se había acercado sin que él se diera cuenta.
—Mi buen amigo, ¿qué es lo que le trae por aquí?
Rebus veía ahora de cerca que las contusiones de Dirwan eran como las que se producen en una pelea entre borrachos cualquier fin de semana: arañazos y rasguños; y de pronto le entraron dudas sobre el esparadrapo de la barbilla y la venda de la mano.
—Quería ver qué tal se encontraba.
—¡Ja! —exclamó Dirwan palmeándole el hombro de nuevo; el hecho de que lo hiciera con la mano vendada reforzó las sospechas de Rebus—. ¿No se sentiría un poquito culpable?
—También quería saber qué ocurrió.
—Demonios, es fácil de explicar. Se me echaron encima. ¿No ha leído el periódico? Creo que lo publicaban todos.
Rebus no dudaba que los periódicos en cuestión alfombrarían el cuarto de estar del abogado.
Pero ahora Mo Dirwan fijaba su atención en el desalojo del local, y se abrió paso entre la gente hasta el oficial de policía, le estrechó la mano y ambos se dijeron algo. A continuación habló con el concejal, que, a juzgar por su consternación, con otro sábado como aquel, presentaría su dimisión, pensó Rebus. Dirwan le interpelaba agriamente, sin embargo cuando trató de agarrarle del brazo, el hombre se zafó con una furia que seguramente había estado reprimiendo a lo largo de la reunión. Dirwan alzó un dedo, le dio una palmadita en el hombro y volvió hacia Rebus.
—Maldita sea, ¡qué jaleo!
—Los he visto peores.
Dirwan le miró.
—¿Por qué me da la impresión de que siempre dice eso?
—Porque es cierto —replicó Rebus—. Bueno, ¿lo hablamos ahora?
—¿El qué?
Rebus, sin decir nada, plantó la mano en el hombro de Dirwan y le encaminó hacia la calle. Uno de los jóvenes del BNP intercambiaba golpes con otro asiático y Dirwan fue a intervenir, pero Rebus le retuvo en el momento en que hicieron acto de presencia unos agentes de uniforme. El del BNP cruzó la calle hasta un talud de césped y estiró el brazo a modo del saludo nazi. A Rebus le pareció ridículo, lo que no significaba que no fuera peligroso.
—¿Vamos a mi casa? —propuso Dirwan.
—A mi coche —dijo Rebus. Subieron al coche y, como aún continuaba la gresca delante del edificio, Rebus encendió el motor con idea de entrar en una bocacalle para hablar con más tranquilidad. Al pasar por delante del joven del BNP pisó un poco el acelerador, acercó el coche al bordillo y lo salpicó de agua, para gran deleite de Dirwan.
Rebus dio marcha atrás y aparcó junto a la acera, apagó el contacto y se volvió hacia el abogado.
—Bien, ¿qué fue lo que ocurrió? —preguntó. Dirwan se encogió de hombros.
—No hay mucho que contar… Estaba haciendo tal como me dijo, preguntando a los vecinos de Knoxland que accedían a hablarme…
—¿Había quien se negaba?
—No todo el mundo confía en un extraño, John, ni aunque tenga su mismo color de piel.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Dónde estaba cuando le agredieron?
—Esperaba el ascensor en Stevenson House. Fueron unos cuatro o cinco con la cara tapada y aparecieron por detrás.
—¿Dijeron algo?
—Uno de ellos… al final —respondió Dirwan inquieto.
Rebus comprendió que hablaba con la víctima de una agresión y que por poco graves que fuesen las lesiones, recordar los hechos no debía de resultar agradable.
—Escuche —dijo—, tendría que habérselo dicho antes que nada: lamento lo que ha ocurrido.
—No ha sido culpa suya, John. Debería haber ido ir con más cuidado.
—Supongo que sería premeditado.
Dirwan asintió despacio con la cabeza.
—El que habló me dijo que me largara de Knoxland y que si no me matarían, y me puso un cuchillo en la garganta.
—¿Qué clase de cuchillo?
—No estoy muy seguro… ¿Piensa usted en el arma del crimen?
—Pues sí. —«Y en el arma que encontraron al registrar a Howie Slowther», podría haber añadido—. ¿No reconoció a ninguno?
—Estuve casi todo el rato en el suelo y no vi más que puños y botas.
—Y ese que habló, ¿tenía acento local?
—¿En contraste con cuál?
—No sé… irlandés quizás.
—A mí no me resulta muy fácil distinguir el acento irlandés del escocés —dijo Dirwan encogiéndose de hombros como disculpándose—. Admito que es extraño viviendo aquí tantos años.
Sonó el móvil de Rebus en uno de sus bolsillos. Lo sacó y miró la pantalla. Era Caro Quinn.
—Tengo que atender esta llamada.
Abrió la portezuela y se alejó unos pasos por la calzada con el teléfono en el oído.
—Diga.
—¿Cómo pudo hacerme eso?
—¿El qué?
—Dejar que bebiera de esa manera.
—Andamos con resaca, ¿verdad?
—No volveré a probar el alcohol en mi vida.
—Excelente propósito… ¿Podríamos hablar de ello en la cena?
—Hoy no puedo, John. Voy al Filmhouse con un compañero.
—¿Mañana, entonces?
Hubo una pausa.
—Este fin de semana tengo que hacer un trabajo… y gracias a lo de anoche hoy ya pierdo el día.
—¿No puede trabajar con resaca?
—¿Usted sí?
—Lo he convertido en arte, Caro.
—Escuche, a ver mañana cómo van las cosas… Intentaré llamarle.
—¿Eso es lo máximo a que puedo aspirar?
—Lo toma o lo deja, amiguito.
—Pues lo tomo —comentó Rebus volviendo hacia el coche—. Adiós, Caro.
—Adiós, John.
«Al Filmhouse con un compañero…» Un compañero, no un amigo. Rebus se sentó al volante.
—Lo siento por la interrupción.
—¿Llamada de trabajo o de placer? —preguntó Dirwan.
Rebus no contestó; era él quien tenía otra pregunta.
—Usted conoce a Caro Quinn, ¿verdad?
Dirwan frunció el entrecejo pensando en el nombre.
—¿Nuestra Señora de las Vigilias? —aventuró.
Rebus asintió con la cabeza.
—Sí, todo un personaje.
—Es una mujer de principios.
—Ah, ya lo creo. Tiene recogida en casa a una solicitante de asilo, ¿lo sabía?
—Pues sí, lo sabía.
—¿Es con quien acaba de hablar? —preguntó el abogado con los ojos muy abiertos.
—Sí.
—¿Sabe que a ella la echaron también de Knoxland?
—Me lo contó.
—Los dos estamos amenazados…
Dirwan le miró.
—Quizás usted también lo está, John.
—¿Yo? —dijo Rebus encendiendo el motor—. Yo, lo más probable es que sea uno de esos huesos duros de roer que hay de vez en cuando.
Dirwan contuvo la risa.
—Seguro que se considera de ese modo a sí mismo.
—¿Le llevo a casa?
—Si no es molestia…
—Rebus negó con la cabeza.
—En realidad me ayudará a encontrar el camino para la autopista.
—Ah, ¿luego había una motivación oculta?
—Sí, cabe esa interpretación.
—Y si acepto, ¿me permitirá que le ofrezca mi hospitalidad?
—Tengo que volver…
—No me lo desprecie.
—No es eso.
—Pues es lo que parece.
—Maldita sea, Mo… —dijo Rebus con un hondo suspiro—. Vale; una taza de café rápida.
—Mi esposa se empeñará en que tome algo más.
—Una galleta.
—Y un poco de tarta.
—Una galleta.
—Ya verá como ella prepara algo más.
—Bien, pues, entonces, tarta. Café y tarta.
El abogado sonrió.
—No domina mucho el arte de la negociación, John. Si hubiera sido un vendedor de alfombras le habría agotado la tarjeta de crédito.
—¿Piensa que no la tengo agotada?
Podría haber añadido, además, que estaba hambriento.