19

Aquella tarde, recién bañado y afeitado, Rebus llegó al piso de Caro Quinn. Miró a su alrededor, pero no vio señales de la madre y el niño.

—Ayisha ha ido a visitar a unos amigos —dijo Quinn.

—¿Amigos?

—Nadie le prohíbe que tenga amigos, John —añadió ella, que en ese momento se calzaba en el pie izquierdo un zapato de tacón bajo.

—No he dicho lo contrario —replicó él a la defensiva.

Ella se incorporó.

—En un sentido, sí. Aunque no se preocupe. ¿Le dije que Ayisha era enfermera en su país?

—Sí.

—Quería trabajar aquí en la misma profesión, pero a los solicitantes de asilo no les dan permiso de trabajo. Pero ella tiene amistad con unas enfermeras y se ha ido a la fiesta que da una de ellas.

—He traído un juguete para el niño —dijo Rebus sacando un sonajero del bolsillo.

Quinn se acercó, lo cogió y lo hizo sonar. Le miró y sonrió.

—Lo dejaré en su habitación.

Al quedarse a solas, Rebus advirtió que sudaba y que tenía la camisa pegada a la espalda. Pensó en quitarse la chaqueta, pero no lo hizo por temor a que se viese la mancha. Era por culpa de la chaqueta, de lana cien por cien y demasiado caliente para estar en casa. Le vino a la mente su propia imagen en el restaurante dejando caer gotas de sudor en la sopa.

—No me ha dicho qué guapa estoy —observó Quinn volviendo al cuarto, aún con un solo zapato.

Llevaba leotardos negros que desaparecían bajo la falda negra hasta la rodilla y un top color mostaza con escote casi de hombro a hombro.

—Está guapísima —dijo él.

—Gracias —contestó ella poniéndose el otro zapato.

—También hay un regalo para usted —añadió él tendiéndole el periódico.

—Y yo que pensaba que lo llevaba por si se aburría conmigo… —Advirtió al momento la cinta roja con lazo—. Muy bonito detalle —comentó quitándola.

—¿Cree que ese suicidio influirá?

Ella reflexionó al respecto, dando unos golpecitos con el periódico sobre la palma de la mano izquierda.

—Probablemente no —dijo al fin—. Pero al menos formará parte de las preocupaciones del Gobierno.

—El periódico habla de crisis.

—Porque la palabra crisis es noticia —contestó ella abriendo el periódico por la página donde aparecía su foto—. Mi cara rodeada de un círculo parece una diana.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Rebus entrecerrando los ojos.

—John, toda mi vida he sido una radical. Estuve en las manifestaciones contra los submarinos nucleares en Faslane, en la central de Torness, en Greenham Common…, en todas. ¿Tendré el teléfono intervenido? No lo sé. ¿Lo habré tenido antes? Casi seguro.

Rebus miró al teléfono.

—¿Puedo…? —preguntó.

Y sin esperar la respuesta, lo descolgó, pulsó el botón verde y escuchó. A continuación, cortó un par de veces la comunicación, la miró y negó con la cabeza antes de colgar.

—Ah, ¿sabe detectarlo? —preguntó ella.

—Tal vez —respondió él encogiéndose de hombros.

—Cree que exagero, ¿verdad?

—Motivos tiene, desde luego.

—Seguro que usted ha pinchado teléfonos. A lo mejor cuando la huelga de los mineros.

—¿Quién está interrogando ahora?

—No olvide que somos enemigos.

—¿Ah, sí?

—Casi todos sus compañeros me verían así, con o sin guerrera.

—A mí no me gustan la mayoría de mis compañeros.

—Creo que es cierto. Si no, no le habría dejado entrar en mi piso.

—¿Por qué lo hizo? Ah, sí, para enseñarme las fotos, ¿verdad?

Ella asintió al fin con la cabeza.

—Quería que los viera como seres humanos más que como problemas —dijo ella alisándose la falda y suspirando hondo para indicar un cambio de tema—. Bien, ¿dónde va a ser la agradable velada?

—Conozco un buen restaurante italiano en Leith Walk. —Hizo una pausa—. Probablemente usted es vegetariana, ¿no?

—Dios, está cargado de sobreentendidos. Pero, sí; efectivamente, lo soy. Un restaurante italiano me parece bien. Hay toda clase de pasta y de pizzas.

—Pues de acuerdo.

Ella dio un paso hacia él.

—¿Sabe que metería menos la pata si se relajara y pusiera interés?

—Es lo más relajado que puedo estar sin el demonio del alcohol.

—Pues vamos en busca de nuestros demonios, John —dijo ella cogiéndose de su brazo.

—… y luego lo de esos tres kurdos, lo vería en el noticiario, que se cosieron la boca en señal de protesta, y otro refugiado que se cosió los ojos… ¡Los ojos!, John. La mayoría es gente desesperada en todos los aspectos y casi ninguno habla inglés. Son personas huidas de los países más peligrosos del globo: Irak, Somalia, Afganistán. Hace algunos años aún contaban con mayores posibilidades de que les concedieran el asilo, pero ahora hay cada vez más restricciones y algunos recurren a medidas drásticas como destruir sus documentos de identidad convencidos de que así no los deportarán, pero los encarcelan o acaban viviendo en la calle… Y, además, ahora los políticos afirman que ya hay demasiada diversidad en el país y… Yo no sé, pero creo que habría que hacer algo.

Marcó finalmente una pausa para recobrar aliento y cogió el vaso de vino que Rebus acababa de llenar. Aunque Caro Quinn excluía de su dieta aves y carne, el vino no le estaba vedado. Sólo había comido la mitad de la pizza de champiñones, y él, que había devorado su calzone, reprimía sus deseos de echar mano a una porción de las del plato de ella.

—Yo tenía la impresión —dijo— de que a Gran Bretaña llegan más refugiados que a ningún otro país.

—Es cierto —asintió ella.

—¿Más incluso que a Estados Unidos?

Ella asintió con el vaso de vino en los labios.

—Pero lo que cuenta es el número de ellos que obtiene permiso de residencia. La cifra de refugiados mundiales se duplica cada cinco años, John. Glasgow es la ciudad de Gran Bretaña donde más solicitantes de asilo hay, más que en Gales e Irlanda del Norte juntas, y ¿sabe qué sucede?

—¿Que aumenta el racismo? —aventuró Rebus.

—Aumenta el racismo y el acoso racial. Las agresiones racistas han crecido un cincuenta por ciento —añadió ella meneando la cabeza y sacudiendo sus largos pendientes de plata.

Rebus vio que quedaba un cuarto en la botella. La primera había sido de Valpolicella y aquella segunda, de Chianti.

—¿Hablo demasiado? —preguntó ella de pronto.

—En absoluto.

Caro Quinn clavó los codos en la mesa y apoyó las manos en la barbilla.

—Dígame algo de usted, John. ¿Por qué ingresó en la policía?

—Por sentido del deber —contestó—. Quería ayudar a mis congéneres.

Ella le miró y Rebus sonrió.

—Lo digo en broma —añadió—. Buscaba trabajo después de varios años en el ejército… Querencia al uniforme, tal vez.

Ella entornó los ojos.

—No me lo imagino de uniforme haciendo rondas… ¿Qué encuentra realmente en esa profesión?

Rebus se libró de responder gracias a la llegada del camarero. Era viernes y el restaurante estaba lleno; su mesa era la más pequeña, en un recodo entre la puerta y la cocina.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Muy bien, Marco. Creo que estamos servidos.

—¿Algún postre para la señorita? —aventuró Marco.

Era bajo y regordete y no había perdido su deje italiano a pesar de vivir en Escocia hacía casi cuarenta años. Caro Quinn le había preguntado su origen nada más entrar en el local, luego se enteró de que Rebus le conocía desde hacía tiempo.

—Lamento que al llegar pareciera que le interrogaba —dijo para disculparse.

Rebus se encogió de hombros y le contestó que habría sido buena agente de policía.

Caro negó con la cabeza. Marco le presentó la lista de postres, todos, al parecer, especialidad de la casa.

—Sólo un café —dijo—. Un expreso doble.

—Yo también. Gracias, Marco.

—¿Y un digestif, señor Rebus?

—Sólo el café, gracias.

—¿La señorita tampoco?

Caro Quinn se inclinó hacia delante.

—Marco —dijo—, por mucho que beba no voy a acostarme con el señor Rebus. Así que nada de ayudas cómplices, ¿de acuerdo?

Marco se encogió de hombros y levantó las manos en gesto de inocencia, se dirigió a la barra y gritó el pedido.

—¿Me he pasado un poco con él? —preguntó Quinn a Rebus.

—Un poco.

Ella se recostó en la silla.

—¿Le ayuda a veces en sus conquistas?

—Tal vez le cueste creerlo, Caro, pero no me había propuesto ninguna conquista.

Ella le miró.

—¿Por qué no? ¿Es que no merezco la pena?

Rebus se echó a reír.

—Sí que lo merece. Sólo trataba de ser… —Guardó silencio pensando en la palabra correcta y sólo se le ocurrió una—. Caballeroso —dijo.

Ella reflexionó un instante, se encogió de hombros y apartó el vaso.

—No debería beber tanto.

—Si ni siquiera hemos acabado la botella…

—Gracias, pero creo que ya está bien. Tengo la impresión de haber estado perorando… y seguramente no es lo que usted esperaba un viernes por la noche.

—He aprendido cosas y ha sido un placer escucharla.

—¿De verdad?

—De verdad —repitió él, pensando que la verdadera razón era que prefería escuchar antes que hablar de sí mismo.

—Bueno, ¿qué tal va su trabajo? —preguntó.

—Bien… siempre que me quede tiempo para hacerlo —respondió ella examinado sus rasgos—. Podría hacerle un retrato.

—¿Para asustar a los niños pequeños?

—No… Usted tiene algo —añadió ella ladeando la cabeza—. Cuesta interpretar esa mirada. La mayoría de la gente trata de ocultar que es calculadora y cínica, pero en usted eso parece aflorar a la superficie.

—¿Aunque tengo un centro blando y romántico?

—No sé si tanto como eso.

Se recostaron en el asiento al llegar los cafés y Rebus desenvolvió su galletita de amaretto.

—Coja la mía, si quiere —dijo Quinn levantándose—. Discúlpeme…

Rebus se incorporó unos centímetros en la silla, tal como había visto hacer a los actores en las películas antiguas; ella pareció notar que aquello era nuevo en su repertorio y sonrió otra vez.

—Muy caballeroso.

Una vez a solas, Rebus sacó el móvil del bolsillo y miró si tenía mensajes. Había dos: de Siobhan. Marcó su número y oyó ruido de fondo.

—Soy yo —dijo.

Un momento

La voz se perdió y oyó abrir y cerrarse una puerta, tras lo cual cesó el barullo de fondo.

—¿Estás en el Oxford? —aventuró él.

Sí. Fui al Dome con Les Young, pero él tenía otro compromiso y me vine aquí. ¿Y tú?

—Estoy cenando fuera.

¿Solo?

—No.

¿La conozco?

—Se llama Caro Quinn. Es pintora.

¿La activista solitaria de Whitemire?

—Sí —contestó él entrecerrando los ojos.

Yo también leo los periódicos. ¿Qué tal es?

—No está mal —dijo él alzando la vista hacia Quinn, que regresaba del lavabo—. Oye, ahora no puedo…

Un segundo. El motivo por el que te he llamado… Bueno, dos motivos, en realidad… —El estruendo de un vehículo ahogó su voz—. ¿Me has oído?

—No, lo último no. ¿Qué decías?

Mo Dirwan.

—¿Qué sucede?

Le han agredido a eso de las seis.

—¿En Knoxland?

¿Tú qué crees?

—¿Cómo está? —preguntó Rebus mirando a Quinn, que jugueteaba con la cucharilla fingiendo no escuchar.

Creo que sólo tiene unos cortes y contusiones.

—¿Está hospitalizado?

No, se recupera en su casa.

—¿Se sabe quién le agredió?

Me imagino que algún racista.

—Me refiero a alguien concreto.

John, es viernes por la noche.

—¿Y qué?

Que ya lo veremos el lunes.

—Muy bien. —Reflexionó un instante—. ¿Y el segundo motivo? Dijiste que me llamabas por dos motivos.

Janet Eylot.

—Me suena el nombre.

Trabaja en Whitemire, y dice que ella te dio el nombre de Stef Yurgii.

—Sí. ¿Por qué lo dices?

Por saber si era verdad.

—Le dije que no le causaríamos problemas.

No va a tenerlos. —Hizo una pausa—. Al menos de momento. ¿Podríamos vernos en el Oxford?

—Quizá pase más tarde.

Quinn enarcó las cejas y Rebus cortó la comunicación y guardó el teléfono.

—¿Una amiga? —preguntó en broma.

—Una colega.

—¿Y cuál es el sitio por el que quizá pase más tarde?

—Un lugar donde vamos a tomar copas.

—¿Un bar sin nombre?

—Se llama Oxford —contestó él cogiendo la taza—. Han agredido a una persona. Un abogado llamado Mo Dirwan.

—Le conozco.

Rebus asintió con la cabeza.

—Me lo imaginaba.

—Va mucho por Whitemire y al salir suele pararse a charlar conmigo para desahogarse. —Se calló un momento, como si hubiera perdido el hilo—. ¿Está bien?

—Parece que sí.

—Él me llama Nuestra Señora de las Vigilias —añadió ella de pronto—. ¿Qué le ha ocurrido?

—Nada —dijo Rebus dejando la taza en el platillo.

—Usted no puede dedicarse constantemente a ser su protector.

—No es eso…

—¿Qué, entonces?

—Es que ocurrió en Knoxland.

—¿Y qué?

—Y fui yo quien le pidió que hiciera allí unas indagaciones.

—¿Y por eso se siente culpable? Si le conociera sabría que él volverá allí con más ganas aún.

—Sí, puede que tenga razón. Ella apuró el café.

—Tiene que ir a su pub. Tal vez es el único lugar en que está a gusto.

Rebus hizo una seña a Marco para que trajera la cuenta.

—Antes la acompaño a casa —dijo a Quinn—. Tengo que mantener la pretensión de ser un caballero.

—Creo que no me ha entendido, John. Soy yo quien le acompaña.

Él la miró.

—A menos que no guste de mi compañía.

—No es eso.

—¿Entonces, qué?

—No sé si el local le agradará.

—Es su pub habitual y siento curiosidad.

—¿Cree que por ver el lugar donde bebo averiguará cosas sobre mí?

—Podría ser —dijo ella entornando los ojos—. ¿Es eso lo que teme?

—¿Quién dice que lo tema?

—Lo leo en sus ojos.

—Será tal vez cierta preocupación por el señor Dirwan. —Hizo una pausa—. ¿Recuerda que me contó que unos le habían obligado a marcharse de Knoxland?

Ella asintió exageradamente con la cabeza por efecto del vino.

—Podría tratarse de los mismos.

—¿Quiere decir que tuve suerte de que se contentaran con darme un aviso?

—No recordará su aspecto…

—Llevaban gorras de béisbol y capuchas —contestó ella con un encogimiento de hombros igualmente exagerado—. No los vi muy bien.

—¿No hablaban con deje distinto al de Edimburgo?

Ella dio una palmada en el mantel.

—Por favor, desconéctese ya para el resto de la velada.

Rebus alzó las manos en gesto de rendición.

—No puedo negarme —dijo.

—Claro que no —añadió ella. En ese mismo instante Marco trajo la cuenta.

Rebus trató de ocultar su enojo. No porque Siobhan ocupara en la barra su sitio habitual, sino porque era como si acaparase el local con aquel corro de hombres que escuchaban lo que decía. Nada más abrir la puerta soltaron una carcajada por algo que acababa de contar.

Caro Quinn entró poco decidida. Habría unas doce personas en la barra, pero suficientes para llenar el reducido espacio. Se abanicó el rostro con la mano haciendo un comentario sobre el calor y el humo del tabaco, lo que a Rebus le recordó que llevaba casi dos horas sin encender un pitillo. Bien podía aguantar media hora más.

Como máximo.

—¡El regreso del hijo pródigo! —vociferó un cliente habitual palmeándole la espalda—. ¿Qué quieres tomar, John?

—Nada, gracias, Sandy. Me basta con esas palmadas. —Y añadió preguntando a Quinn—: ¿Qué va a ser?

—Un zumo de naranja.

Durante el breve trayecto en taxi había estado a punto de quedarse adormilada con la cabeza apoyada en su hombro, y Rebus había permanecido rígido para no despertarla, pero un bache la despejó.

—Un zumo de naranja y una jarra de IPA —dijo Rebus a Harry, el camarero.

El círculo de admiradores de Siobhan se abrió para hacer sitio a los recién llegados y Rebus, tras hacer las presentaciones, pagó la consumición, no sin advertir que Siobhan bebía ginebra con tónica.

Harry cambió sucesivamente de canal con el control remoto, saltando los de deportes para dejar en pantalla el noticiario escocés. Detrás del presentador apareció una foto de Mo Dirwan en un primer plano hasta los hombros, con una gran sonrisa. El plano cambió con la voz en off del presentador y unas escenas de Dirwan delante de un edificio que debía de ser su casa. Tenía un ojo morado, unos rasguños y un esparadrapo en la barbilla. Alzó una mano enseñando una venda.

—Lo normal en Knoxland —comentó uno de los clientes.

—¿Quiere decir que es zona excluida? —preguntó Quinn como quien no quiere la cosa.

—Me refiero a que no hay que ir por allí si tu cara «canta».

Rebus advirtió que Quinn comenzaba a irritarse y la tocó en el codo.

—¿Qué tal está el zumo?

—Muy bien —contestó ella mirándole y, al comprender qué insinuaba, asintió con la cabeza para darle a entender que no iba a armarla… Por esta vez.

Veinte minutos después Rebus sucumbía al tabaco. Miró hacia donde charlaban Siobhan y Quinn, y, al oír que Caro preguntaba: «¿Qué tal resulta trabajar con él?», se disculpó por abandonar una discusión tripartita sobre el parlamento y cruzó por entremedias de dos clientes para acercarse a ellas.

—¿Se ha olvidado alguien de poner un calienta orejas en la nevera?

—¿Qué? —preguntó Quinn desconcertada.

—Quiere decir que tiene las orejas calientes de silbarle los oídos —dijo Siobhan.

Quinn se echó a reír.

—Sólo quería enterarme de algo más sobre usted, John. —Se volvió hacia Siobhan—. Él nunca cuenta nada.

—No se preocupe, yo conozco todos sus secretos vergonzantes.

Como sucedía en las noches de aglomeración en el Oxford, el tono de las conversaciones subía y bajaba, la gente se incorporaba a grupos que discutían y se separaba poco después, se oían chistes malos y de mal gusto. Caro Quinn dijo estar harta «porque ya nadie se toma nada en serio» y otro interlocutor añadió que era la época de la cultura de la incomunicación, pero Rebus le susurró a ella al oído lo que él realmente pensaba:

—Nunca se habla más en serio que cuando se dicen las cosas en tono de broma.

En el salón de atrás las mesas fueron llenándose de bulliciosos clientes, y cuando Rebus guardaba turno en la barra para pedir otra ronda advirtió que no estaban ni Siobhan ni Caro. Frunció el ceño intrigado y un cliente habitual señaló con la barbilla hacia el lavabo de señoras. Rebus asintió con la cabeza y pagó las bebidas. Se tomaría un chupito de whisky antes de irse, un traguito de Laphroaig, y se fumaría un tercer… no, cuarto cigarrillo, y fin. En cuanto Caro volviera le propondría tomar un taxi a medias. Oyó voces en lo alto de la escalera de entrada a los servicios; no era una discusión fuerte pero iba camino de serlo. La gente dejó de hablar para oír mejor de qué se trataba.

—¡Yo lo que digo es que esa gente necesita trabajar como todo el mundo!

—¿Y no cree que es lo mismo que alegaban los guardianes de los campos de concentración?

—¡Por Dios bendito, no hay comparación!

—¿Ah, no? Los dos sistemas son moralmente despreciables.

Rebus dejó las bebidas en la barra y se abrió paso entre la gente. Había reconocido las voces: Caro y Siobhan.

—Lo que intento decir es que hay una motivación económica —vociferó Siobhan—. Porque, le guste o no, Whitemire es la única oportunidad para los de Banehall.

Caro Quinn puso teatralmente los ojos en blanco.

—No puedo creer lo que oigo.

—Pues tendrá que oírlo y bastante… porque nadie que tenga los pies en la tierra puede evadirse al empíreo de la ética. Hay madres solteras que trabajan en Whitemire. ¿Qué sería de ellas si se hiciera lo que usted propugna?

Rebus llegó a lo alto de la escalera. Estaban las dos frente a frente mirándose a los ojos y Caro, algo más baja que Siobhan, de puntillas como creciéndose en su posición.

—Eh, eh —dijo Rebus tratando de apaciguarlas—, creo que se os han subido los vapores.

—¡No necesito comentarios! —exclamó Caro furiosa, y añadió para Siobhan—: ¿Y qué me dice de Guantánamo? Me imagino que no verá nada malo en que se encierre a personas violando los derechos humanos más elementales…

—¿No ve cómo se va por las ramas, Caro? Yo me refería exclusivamente a Whitemire.

Rebus miró a Siobhan y vio que a sus ojos asomaba la rabia de toda una semana de trabajo y la necesidad de desahogarse, y suponía que igual debía de sucederle a Caro. Aquella discusión podría haberse suscitado en cualquier circunstancia a propósito de cualquier cosa.

«Debería haberlo previsto», pensó antes de intervenir de nuevo.

—Señoras…

Esta vez le miraron las dos enfurecidas.

—Caro —añadió—, su taxi aguarda.

En Caro la mirada de cólera se transformó en el fruncido del ceño tratando de recordar cuándo lo había pedido. Rebus miró a Siobhan a los ojos y ella, comprendiendo que era una excusa, relajó los hombros.

—Podemos seguir hablando del tema en otra ocasión —añadió él para engatusar a Caro—, pero creo que por hoy debemos dejarlo.

Logró conducir a Caro escaleras abajo y, mientras se abría paso con ella entre los clientes, hizo un gesto a Harry para que pidiera un taxi por teléfono. El camarero asintió con la cabeza.

—Hasta luego, Caro —dijo uno de los clientes habituales.

—Cuidado con él —comentó otro pinchando el pecho de Rebus con el dedo índice.

—Gracias, Gordon —replicó él apartándole el dedo de un manotazo.

En la calle, ella se sentó en el bordillo con los pies en la calzada y la cabeza entre las manos.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Rebus.

—Creo que me he pasado un poco —dijo ella apartando las manos de la cara y aspirando el aire nocturno—. No es que estuviera borracha, es que no puedo creer que haya alguien que salga en defensa de ese centro —añadió volviéndose a mirar la puerta del pub como dispuesta a proseguir la discusión—. Quiero decir… ¿No opinará usted lo mismo? —preguntó mirándole a la cara.

Él negó con la cabeza.

—A Siobhan le gusta hacer de abogado del diablo —dijo sentándose a su lado.

Caro meneó resueltamente la cabeza.

—No, no… Estaba de verdad convencida de lo que decía. Ella ve «cosas buenas» en Whitemire —añadió mirándole para sondear su reacción a aquellas palabras, que él supuso eran transcripción de las de Siobhan.

—Porque ella ha estado varias veces en Banehall y ha visto que allí no hay trabajo —insistió Rebus.

—¿Y eso justifica ese centro horroroso?

Rebus negó con la cabeza.

—No creo que haya nada que justifique Whitemire —dijo en voz queda.

Ella le cogió las manos y las apretó entre las suyas, y Rebus creyó ver que sus ojos se humedecían. Permanecieron sentados en silencio unos minutos; por su lado pasaban grupos de juerguistas que a veces los miraban sin decir nada. Rebus pensó en otros tiempos, cuando él también tenía unos ideales, perdidos con el ingreso en el ejército a los dieciséis años. Bueno, no los perdió exactamente, sino que los sustituyó por otros valores, menos concretos, menos apasionados. Ahora ya se había hecho a la idea y ante alguien como Mo Dirwan, su primera reacción era desenmascarar al falsario, al hipócrita, al codicioso. Y ante alguien como Caro Quinn…

En principio la había catalogado como el estereotipo de esa mala conciencia inútil de los miembros de la clase media. Aquella fácil preocupación liberal, mucho más llevadera que la realidad; pero era necesario algo más para que una persona hiciera acto de presencia frente a Whitemire un día tras otro, exponiéndose al desdén del personal del centro y sin esperar agradecimiento por parte de los detenidos. Hacía falta tener agallas.

Ahora comprendía el precio que implicaba. Ella había vuelto a apoyar la cabeza en su hombro, mirando la casa de la acera de enfrente: una barbería con el cilindro a rayas rojas y blancas, como símbolo de la sangre y de las vendas, pensó él, sin recordar su origen. Se oyó ruido de motor y les bañó la luz de unos faros.

—El taxi —dijo Rebus, ayudándola a levantarse.

—La verdad es que no recuerdo haberlo pedido —dijo ella.

—Porque no lo pidió —replicó él sonriente, abriéndole la portezuela.

Ella le dijo que «un café» era sólo eso; nada de eufemismos. Rebus asintió con la cabeza con el único deseo de acompañarla a su casa, pensando ya que él volvería a la suya a pie para despejarse un poco.

La puerta del cuarto de Ayisha estaba cerrada, pasaron de puntillas por delante al cuarto de estar y, mientras Caro entraba en la cocina para llenar el hervidor, él echó un vistazo a los discos. No tenía compactos, pero había álbumes que no veía hacía años: Steppenwolf, Santana, Mahavishnu Orchestra… Caro volvió con una tarjeta.

—Estaba en la mesa —dijo tendiéndosela. Eran las gracias por el sonajero—. ¿Le va bien descafeinado? Es lo que hay; o té de menta.

—Descafeinado.

Ella se preparó un té y el aroma invadió el pequeño cuarto.

—Me gusta tomar un té por la noche —dijo mirando por la ventana—. A veces trabajo algunas horas.

—Yo también.

Ella le dirigió una sonrisa con ojos de sueño y se sentó en una silla frente a él soplando el té para enfriarlo.

—No sé qué pensar de usted, John. Con la mayoría de la gente que conoces, al medio minuto sabes si está en tu misma longitud de onda.

—¿Y yo en qué estoy, en FM o en onda media?

—No lo sé.

Hablaban en voz baja para no despertar a la madre y al niño, y Caro se llevó la mano a la boca reprimiendo un bostezo.

—Tiene que irse a dormir —dijo Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

—Cuando se termine ese café.

Pero él negó con la cabeza, dejó la taza en el suelo y se puso en pie.

—Es muy tarde.

—Lamento que…

—¿Qué?

Ella se encogió de hombros.

—Que su amiga Siobhan… Y en el Oxford, que es su bar…

—Los dos tienen la piel dura —dijo él.

—Debería haberle dejado hablar, pero estaba de mal humor.

—¿Irá a Whitemire este fin de semana?

Ella se encogió de hombros.

—También depende del humor que tenga.

—Bueno, si se aburre llámeme.

Caro se puso en pie, se acercó a él, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla izquierda. Al apartarse, abrió mucho los ojos y se llevó la mano a la boca.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rebus.

—¡Acabo de acordarme de que la cena la pagó usted!

Él sonrió y se dirigió a la puerta.

Regresó por Leith Walk comprobando el móvil por si Siobhan le había enviado algún mensaje. No. Era medianoche. Tardaría media hora en llegar a casa. Habría muchos borrachos en South Bridge y Clerk Street apretujados al calor de las lámparas de las tiendas de venta de pescado y patatas fritas, haciendo tal vez un alto antes de encaminarse por Cowgate hacia los bares que cerraban tarde. En South Bridge podías asomarte a la barandilla y ver Cowgate abajo como en la visita al zoológico, pues a aquella hora estaba prohibido el tráfico rodado por la cantidad de beodos que había en el suelo. Todavía encontraría abierto el Royal Oak, pero estaría atestado. No, iría directamente a casa y lo más aprisa posible para sudar la resaca del día siguiente. Pensó si Siobhan habría vuelto ya a su casa. Podía llamarla y aclarar las cosas; pero si estaba bebida… Sería preferible esperar a mañana.

Todo estaría mejor por la mañana: las calles recién regadas, los contenedores vacíos y los vidrios rotos barridos. Sin toda aquella asquerosa energía de las horas nocturnas. Al cruzar Princes Street vio que había una pelea en el centro del North Bridge; los taxis aminoraban la marcha y esquivaban a dos jóvenes que forcejeaban agarrados mutuamente del cuello de la camisa por la que sólo asomaba su cabeza. No veía armas. Era un baile que Rebus conocía perfectamente. Siguió caminando y pasó al lado de la joven cuyo cariño se disputaban.

—¡Marty! ¡Paul! —gritaba—. ¡No seáis gilipollas!

Naturalmente lo decía por decir, porque sus ojos brillaban mirando el espectáculo que daban ¡por su persona! Las amigas trataban de consolarla, abrazadas a ella, deseosas de estar en contacto con el núcleo del drama.

Más allá, un grupo cantaba que eran demasiado sexy para ir con camisa, lo que venía a explicar que la hubieran tirado por el camino. Pasó un coche patrulla entre vítores y signos de victoria de los transeúntes, y uno de ellos pegó un puntapié a una botella, que rodó por la calzada, arrancando más vítores al estallar bajo las ruedas, sin que el coche policial hiciera el menor caso.

De pronto, frente a Rebus surgió una mujer joven con tirabuzones sucios y ojos de lujuria, que le pidió dinero y después un cigarrillo, para decirle a continuación si quería «aliviarse». A Rebus le sonó tan anticuado que pensó que lo habría aprendido de una novela o alguna película.

—Lárgate a casa antes de que te detenga —dijo.

—¿A casa? —repitió ella como si fuese un concepto totalmente extraño.

Tenía acento inglés. Rebus asintió con la cabeza y siguió su camino. Cortó por Buccleuch Street, donde el ambiente era más tranquilo, y más tranquilo aún al atravesar los Meadows, cuyo nombre le recordó que en época histórica eran campos agrícolas. Al entrar en Arden Street miró a las ventanas de los pisos. No había señal de fiestas de estudiantes ni nada que pudiera entorpecer su sueño. Oyó una portezuela a sus espaldas y se dio la vuelta esperando encontrarse con Felix Storey, pero eran dos hombres blancos vestidos de negro, desde el polo hasta los zapatos. Tardó un instante en reconocerlos.

—No es en serio… —dijo.

—Nos debe una linterna —afirmó el jefe.

El otro más joven le miraba ceñudo, y Rebus reconoció en él a Alan, el que le había prestado la linterna.

—La robaron —les contó encogiéndose de hombros.

—Era una herramienta muy cara —replicó el jefe—. Y nos prometió devolverla.

—No me digan que es la primera vez que pierden algo —alegó.

Pero por su cara de pocos amigos comprendió que no iban a rendirse a sus argumentos ni aun apelando al espíritu de compañerismo. La Brigada Antidroga se consideraba un cuerpo aparte independiente de la policía. Rebus alzó las manos en signo de rendición.

—Les haré un cheque.

—No queremos cheques. Queremos una linterna idéntica a la que le prestamos —replicó el jefe tendiéndole un papel—. Ahí tiene la marca y la referencia.

Rebus lo cogió.

—Mañana pasaré por Argos.

El jefe negó con la cabeza.

—¿Se considera buen policía? Pues averigüe dónde.

—Iré a Argos o a Dixon’s y les llevaré lo que encuentre.

El jefe dio un paso hacia él alzando la barbilla.

—Si quiere que le dejemos en paz, busque ese modelo —añadió señalando el papel con el dedo.

Y, satisfecho de sí mismo, dio media vuelta y se dirigió al coche, seguido de su joven colega.

—Cuídale, Alan, con un poco de cariño quedará perfecto.

Les dijo adiós con la mano, subió al piso y abrió la puerta. El entarimado crujió como quejándose. Enchufó el aparato de música y puso a volumen muy bajo un compacto de Dick Gaughan. Se derrumbó en su sillón preferido y sacó el tabaco del bolsillo. Aspiró el pitillo cerrando los ojos. El mundo parecía inclinarse arrastrándole a él. Se agarró al brazo del sillón y plantó con firmeza los pies en el suelo. Al sonar el teléfono, supo que sería Siobhan. Estiró el brazo y lo cogió.

¿De modo que estás en casa? —dijo ella.

—¿Dónde esperabas que estuviera?

¿Necesito contestar?

—Eres muy mal pensada. No es a mí a quien debes pedir disculpas —añadió.

¿Disculpas? —replicó ella alzando la voz—. ¿De qué demonios tengo que disculparme?

—Habías bebido un poco.

Eso no tiene nada que ver —replicó en tono serio y sobrio.

—Si tú lo dices…

La verdad es que no le veo la gracia.

—¿Seguro que quieres que hablemos de eso?

¿Vas a grabarlo y usarlo como prueba?

—Es difícil retirar las cosas que se han dicho.

Al contrario que a ti, John, a mí no se me da bien guardarme las cosas.

Rebus vio una taza en la alfombra, llena a medias de café frío. Dio un trago.

—Así que no apruebas mis compañías…

No es cosa mía con quien salgas.

—Qué generosa.

Sois los dos tan… distintos.

—¿Y eso es malo?

Ella lanzó un fuerte suspiro que sonó en la línea como un chasquido estático.

Escucha, lo que trato de decir… Nosotros no somos simples colegas de trabajo… Somos algo más; somos… compañeros.

Rebus sonrió para sus adentros por la pausa antes de «compañeros». ¿Habría desechado «amigos» por la ambigüedad?

—Y como compañera —dijo él— ¿no te gusta verme adoptar una decisión errónea?

Siobhan calló un instante, que Rebus aprovechó para apurar la taza.

¿Por qué te interesa tanto, de todos modos? —preguntó ella.

—Tal vez porque ella es distinta.

¿Porque se aferra a una serie de ideas etéreas?

—No la conoces lo bastante para afirmar eso.

Conozco lo suficiente a ese tipo de personas.

Rebus cerró los ojos y se restregó el puente de la nariz, pensando: «Eso es más o menos lo que me había dicho yo al principio».

—Otra vez pisamos terreno peligroso, Shiv. ¿Por qué no te acuestas? Te llamo por la mañana.

Piensas que voy a cambiar de parecer, ¿verdad?

—Es cosa tuya.

Pues te aseguro que no.

—Tienes todo el derecho. Mañana hablamos.

Ella hizo una pausa tan larga que Rebus pensó que había colgado, pero no.

¿Qué es eso que escuchas?

—Dick Gaughan.

Parece que se lo llevan los demonios.

—Es su estilo —contestó Rebus, sacando del bolsillo el papel con los datos de la linterna.

¿Un rasgo escocés quizás?

—Tal vez.

Buenas noches, John.

—Oye, una cosa… Si no llamaste para disculparte, ¿por qué lo has hecho?

No quería que nos enfadáramos.

—¿Y nos hemos enfadado?

Espero que no.

—O sea, ¿que no era simplemente por comprobar que estaba plácidamente al abrigo de mi soledad?

Como si no lo hubiera oído.

—Buenas noches, Shiv. Que duermas bien.

Colgó y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón cerrando los ojos.

Compañeros no; amigos…