Fueron a Whitemire en el coche de Siobhan. Young dijo, admirado del interior:
—Tiene un toque deportivo.
—¿Eso es bueno o malo?
—Creo que bueno.
Había una tienda de campaña plantada junto a la carretera de acceso y un equipo de televisión entrevistaba a la dueña en presencia de otros periodistas a la caza de declaraciones. El guardián de la puerta les dijo que dentro había «todavía más circo».
—No se preocupe, hemos traído los leotardos.
Otro vigilante uniformado, que los esperaba en el aparcamiento, los saludó con frialdad.
—Ya sé que no es el día más apropiado —empezó Young—, pero estamos investigando un caso de homicidio y comprenderá que no podemos esperar.
—¿A quién quieren ver?
—A dos empleadas: Janine Harrison y Janet Eylot.
—Janet se ha ido a casa —informó el vigilante—. Se sintió mal al enterarse de la noticia… del suicidio —añadió al ver que Siobhan enarcaba una ceja.
—¿Y Janine Harrison? —preguntó ella.
—Janine trabaja en la unidad de familias y creo que está de servicio hasta las siete.
—Hablaremos con ella —dijo Siobhan—. Y podría darnos la dirección de Janet.
No había nadie en los pasillos ni en las zonas comunes. Siobhan imaginó que mantenían a los detenidos en sus celdas hasta que las cosas se calmaran. Por algunas puertas entreabiertas vio a gente reunida: hombres trajeados con cara seria y mujeres con blusa blanca, gafas de media luna y collar de perlas.
El mundo oficial.
El guardián les condujo a una oficina diáfana y llamó por el sistema de comunicación interior a la funcionaría Harrison. Mientras esperaban, pasó un hombre por su lado que volvió atrás a preguntar al vigilante quiénes eran.
—Son policías, señor Traynor. Investigan un asesinato en Banehall.
—¿No les ha dicho que estamos pasando lista de los nuevos? —espetó visiblemente irritado por la circunstancia.
—Se trata de indagaciones sobre antecedentes, señor —dijo Siobhan—. Estamos interrogando a todos los que conocieron a la víctima.
Satisfecho, al parecer, con la explicación, lanzó un gruñido y se alejó.
—¿Es un jefe? —preguntó Siobhan.
—El subdirector —contestó el vigilante—. Hoy no es su día.
El hombre les dejó al llegar Janine Harrison. Era una mujer de veintitantos años de pelo negro corto, no muy alta pero musculosa, y Siobhan pensó que sería culturista o tal vez aficionada a las artes marciales o algo por el estilo.
—Siéntese, por favor —dijo Young después de presentarlos.
Pero ella permaneció de pie con las manos a la espalda.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—De la extraña muerte de Donny Cruikshank —respondió Siobhan.
—Alguien se lo cargó. ¿Qué tiene eso de extraño?
—¿No le caía bien?
—¿Un hombre que viola a una jovencita bebida? No, no creo que me cayera bien.
—En el pub del pueblo hay unas inscripciones en el lavabo —espetó Siobhan.
—¿Y qué?
—Parte de las cuales son obra suya.
—¿Ah, sí? —replicó ella pensativa—. Es muy posible… Por solidaridad femenina, ya sabe —añadió mirando a Siobhan—. Violó a una muchacha, le dio una paliza, ¿y ahora se esfuerza en buscar a quien se lo cargó? —espetó meneando la cabeza.
—Nadie merece ser asesinado, Janine.
—¿No? —repuso ella.
—¿Qué es lo que usted escribió? ¿«Eres hombre muerto» o «Juramento de sangre»?
—La verdad es que no me acuerdo.
—Podemos pedirle una muestra de su escritura —terció Les Young.
La joven se encogió de hombros.
—No tengo nada que ocultar.
—¿Cuándo vio por última vez a Cruikshank?
—Hará cosa de una semana en The Bane, jugando solo al billar porque todos le esquivaban.
—Me sorprende que fuese allí a beber si todos le detestaban.
—Le gustaba.
—¿El local?
Harrison negó con la cabeza.
—Llamar la atención. Le daba igual el motivo, con tal de ser el centro de atención.
Por lo poco que Siobhan había visto de Cruikshank, esta apreciación le pareció acertada.
—Usted era amiga de Tracy, ¿verdad?
—Ahora recuerdo quién es usted —dijo Harrison esgrimiendo un dedo—. Estuvo en el entierro de Tracy, con los padres.
—Yo no la conocía.
—Pero bien que vio la tragedia —añadió otra vez en un tono acusatorio.
—Sí, la vi —contestó Siobhan sin inmutarse.
—Janine, somos policías y es nuestro trabajo —terció Young.
—Muy bien… pues pónganse a hacerlo y no esperen mucha ayuda —replicó ella apartando las manos de la espalda y cruzándose de brazos con firmeza.
—Si tiene algo que decirnos —insistió Young— es preferible que nos lo diga ahora.
—Pues les digo esto: yo no lo maté, pero me alegro de que haya muerto. —Se calló un momento—. Y si lo hubiera matado yo, lo estaría gritando a los cuatro vientos.
Siguieron unos segundos de silencio hasta que Siobhan preguntó:
—¿Conoce mucho a Janet Eylot?
—La conozco. Trabaja aquí. Él está sentado en su silla —añadió señalando con la barbilla hacia Young.
—¿Y fuera del trabajo?
Harrison asintió con la cabeza.
—¿Iban juntas a los pubs? —insistió Siobhan.
—Alguna vez.
—¿Estaba con usted en The Bane la última vez que vio a Cruikshank?
—Es probable.
—¿No lo recuerda?
—No, no lo recuerdo.
—Tengo entendido que se pone un poco tonta cuando toma una copa.
—¿Es que no ha visto que es una menudencia con tacones altos?
—¿Quiere decir que no sería capaz de agredir a Cruikshank?
—Lo que digo es que no hubiera podido.
—Usted, Janine, por el contrario, está muy en forma.
—No es usted mi tipo —replicó Harrison con una sonrisa gélida.
Siobhan hizo una pausa.
—¿Tiene idea de qué le puede haber sucedido a Ishbel Jardine?
A Harrison le sorprendió el súbito cambio de tema, pero al final dijo:
—No.
—¿Nunca habló de marcharse?
—Nunca.
—Pero sí que hablaría de Cruikshank…
—Sí que hablaría.
—¿Le importa ampliarlo?
Harrison negó con la cabeza.
—¿Es eso lo que hacen cuando están atascados? ¿Echar la culpa a los ausentes para apuntarse un tanto? —Clavó la mirada en Siobhan—. Qué poca…
Young fue a decir algo, pero ella le cortó.
—Ya sé que es su trabajo. Un trabajo como otro; como trabajar aquí. Si alguien de los que están a nuestro cuidado muere, todos lo sentimos.
—Estoy seguro —añadió Young.
—Y hablando de trabajo, tengo que hacer varias rondas hasta que acabe mi turno. ¿Hemos acabado?
Young miró a Siobhan, quien planteó una última pregunta:
—¿Sabía que Ishbel había escrito a Cruikshank a la cárcel?
—No.
—¿Le sorprende?
—Pues sí.
—Tal vez no la conocía tan bien como creía. —Siobhan se interrumpió un instante—. Gracias por hablar con nosotros.
—Sí, muchas gracias —dijo Young, y añadió cuando ella comenzaba a alejarse—: Estaremos en contacto para esa muestra de su escritura.
Cuando se hubo ido, Young se recostó en la silla con las manos juntas detrás de la nuca.
—Si no fuera incorrecto, yo diría que es una cabrona.
—Probablemente es por deformación profesional.
El guardián que les había acompañado apareció de pronto como si hubiera permanecido a la escucha.
—Es buena chica una vez que se la conoce —informó—. Aquí tienen la dirección de Janet Eylot.
Al coger Siobhan la nota, advirtió que el hombre la observaba.
—Y por cierto, sí que es usted el tipo de Janine.
Janet Eylot vivía en las afueras de Banehall en un chalet nuevo donde, de momento, la vista desde la ventana de la cocina eran campos.
—No por mucho tiempo —dijo—. Ya les han echado el ojo los promotores.
—Disfrútelo mientras pueda —añadió Young aceptando la taza de té.
Estaban los tres sentados a una mesita cuadrada y en la casa había dos niños pequeños absortos en un videojuego.
—Sólo les dejo jugar una hora después de hacer los deberes —explicó Eylot.
A Siobhan, por el modo de decirlo, le pareció que era madre soltera. Saltó un gato a la mesa y Eylot lo hizo bajar con el brazo.
—¡Que no, te he dicho! Disculpen —añadió llevándose una mano a la cara.
—Entendemos que esté afectada, Janet —dijo Siobhan sin levantar la voz—. ¿Conocía al que se ahorcó?
Eylot negó con la cabeza.
—Pero lo hizo a cincuenta metros de donde yo estaba. Te hace pensar en la cantidad de cosas horribles que suceden sin que una se entere.
—Comprendo lo que quiere decir —comentó Young.
Ella le miró.
—Claro, en su trabajo… ven constantemente cosas así.
—Como el cadáver de Donny Cruikshank —añadió Siobhan.
Acababa de advertir el cuello de una botella que asomaba en el cubo de la basura y un vaso secándose en el escurridor, y se preguntó cuántos se bebería Janet Eylot después del trabajo.
—Es el motivo de nuestra visita —dijo Young—. Queremos saber lo que hacía, qué personas le conocían y si le guardaban rencor.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—¿Usted no le conocía?
—Ni pensarlo.
—Creíamos que… después de lo que escribió en el váter de The Bane…
—¡No fui la única! —espetó Eylot.
—Lo sabemos —dijo Siobhan con voz aún más afable—. No estamos acusando a nadie, Janet. Sólo tratamos de reunir datos.
—Así me lo agradecen —replicó Eylot meneando la cabeza—. Es lo típico…
—¿Qué quiere decir?
—Ese refugiado al que apuñalaron… Fui yo quien les llamó por teléfono. No tendrían ninguna pista si yo no hubiera llamado. Y así me lo pagan.
—¿Fue usted quien nos reveló el nombre de Stef Yurgii?
—Exacto, y si mi jefe se entera me echarán. Vinieron a Whitemire dos policías; un tío robusto y una mujer más joven.
—¿El inspector Rebus y la sargento Wylie?
—No recuerdo los nombres. Yo no me metí en nada. —Se calló un momento—. Y en vez de resolver el asesinato de ese desgraciado se dedican a fisgar en el de esa basura de Cruikshank.
—Todos somos iguales ante la ley —dijo Young.
Ella le miró de tal modo que comenzó a ruborizarse y trató de disimularlo llevándose la taza a los labios.
—¿No lo ven? —dijo ella—. Dicen frases que saben que son mentira.
—Lo que el inspector Young quiere decir —terció Siobhan— es que hay que ser objetivos.
—Lo cual tampoco es cierto, ¿no cree? —repuso Eylot levantándose y haciendo sonar las patas de la silla.
Abrió el congelador y, al darse cuenta, lo cerró de golpe. Había tres botellas de vino.
—Janet —dijo Siobhan—, ¿es Whitemire el problema? ¿No le gusta trabajar allí?
—Lo detesto.
—Pues déjelo.
Eylot soltó una carcajada seca.
—¿Y dónde encuentro empleo? Tengo dos hijos que mantener —añadió sentándose y mirando a los campos—. Whitemire es mi único recurso.
Whitemire, dos niños y una nevera.
—¿Qué es lo que escribió en el váter, Janet? —dijo despacio Siobhan.
Los ojos de Eylot se bañaron en lágrimas, que trató de contener parpadeando.
—Algo de juramentarse —contestó ella con voz quebrada.
—¿Juramento de sangre? —dijo Siobhan.
Eylot asintió con la cabeza mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
No estuvieron mucho más. Al salir, los dos aspiraron con fruición el aire fresco.
—¿Tiene hijos, Les? —preguntó Siobhan.
Él negó con la cabeza.
—Estuve casado, pero duró un año. Nos divorciamos hace once meses. ¿Y usted?
—Ni siquiera eso.
—Esa mujer sabe salir adelante, ¿no es cierto? —añadió él mirando hacia la casa.
—No creo que de momento haya que avisar a los servicios sociales. —Siobhan guardó silencio durante un momento—. ¿Adónde vamos?
—A la base —contestó él consultando el reloj—. Es casi la hora de cierre. Le invito a un trago si quiere.
—Mientras no sea en The Bane…
—No, yo vuelvo a Edimburgo —contestó él con una sonrisa.
—Pensé que vivía en Livingston.
—Sí, pero soy socio de un club de bridge.
—¿De bridge? —dijo ella sin poder evitar una sonrisa.
Él se encogió de hombros.
—Comencé a jugar hace años en la universidad.
—Bridge —repitió Siobhan.
—¿Qué tiene de malo? —replicó él con una gran carcajada que sonó a falsa.
—No tiene nada de malo. Es que trato de imaginármelo con esmoquin y pajarita.
—No es el caso.
—Pues nos vemos en Edimburgo para tomar una copa y me lo explica. ¿En The Dome de George Street a… las seis y media?
—A las seis y media —asintió él.
Maybury era una maravilla: llamó a Rebus a las cinco y cuarto. Apuntó la hora para que constara en el informe de investigación, pensando en una de las mejores canciones de The Who, Out of my brain on the five-fifteen.
—Le hice escuchar la cinta a mi colega —dijo Maybury.
—Sí que ha sido rápida.
—Encontré su número de móvil. Es extraordinario lo que ha avanzado la tecnología.
—Así que, ¿está en Francia?
—Sí, en Bergerac.
—¿Y qué le ha dicho?
—Bueno, la calidad del sonido no es muy buena…
—Sí, lo sé.
—Y se interrumpía la comunicación.
—¿Y?
—Pero después de oírla unas cuantas veces, me dijo que era de Senegal. No está completamente segura, pero es la conjetura más probable.
—¿Senegal?
—Un país africano francófono.
—De acuerdo. Bueno pues… muchas gracias.
—Buena suerte, inspector.
Rebus colgó el teléfono y vio que Wylie redactaba en el ordenador el informe de las indagaciones del día para incorporarlas al expediente del crimen.
—Senegal —le dijo.
—¿Eso dónde está?
Rebus suspiró.
—En África, mujer. Es un país francófono.
Wylie entrecerró los ojos.
—Eso se lo ha dicho Maybury, ¿verdad?
—Qué poca fe.
—Poca fe, pero grandes recursos —replicó ella.
Guardó el archivo y conectó con la red para teclear Senegal en un buscador. Rebus se sentó a su lado en una silla.
—Ahí está.
Señaló en un mapa de África la costa noroeste, una zona más bien enana comparada con Mauritania al norte y Malí al este.
—Qué pequeño —comentó Rebus.
Wylie hizo clic en un icono y apareció una página con datos.
—Doscientos tres mil setecientos noventa y tres kilómetros cuadrados —dijo ella— Creo que son unos tres cuartos de la superficie de Gran Bretaña. Capital: Dakar.
—¿Como la meta del rally?
—Es de suponer. Población: seis millones y medio.
—Menos uno.
—¿Está segura de que esa que llamó es de Senegal?
—Creo que es la conjetura más aproximada.
El dedo de Wylie recorrió la lista de datos.
—No hay información de que haya disturbios ni nada en el país.
—¿Qué quieres decir?
Ella se encogió de hombros.
—Que a lo mejor no es una solicitante de asilo… ni una ilegal.
Rebus asintió con la cabeza, pensando en que conocía a alguien que podría saberlo, y llamó a Caro Quinn.
—¿Se vuelve atrás?
—Ni mucho menos. Incluso le he comprado un regalo —dijo dándose unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta por el que asomaba el periódico, para que lo viera Wylie—. Le llamo por si podría facilitarme algún dato sobre Senegal.
—¿El país africano?
—Exacto —respondió él mirando a la pantalla—. De población principalmente musulmana y exportador de cacahuete.
Oyó que ella reía.
—¿Qué quiere saber?
—Si conoce algún refugiado senegalés de Whitemire, tal vez.
—Pues yo no… El comité de refugiados podría ayudarle.
—Es una idea.
Pero mientras lo decía se le ocurrió otra:
—Para saberlo, nadie mejor que Inmigración.
—Hasta luego —dijo cortando la comunicación.
Wylie le miró sonriente con los brazos cruzados.
—¿Era su amiga la del descampado de Whitemire? —preguntó.
—Se llama Caro Quinn.
—Y van a verse más tarde.
—¿Y? —replicó Rebus alzando repetidamente los hombros.
—Bien, ¿qué le contó de Senegal?
—Que no cree que haya senegaleses en Whitemire. Dice que hablemos con el comité de refugiados.
—¿Y Mo Dirwan? Él lo sabrá, seguramente.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Por qué no le llamas? —dijo.
—¿Yo? —replicó Wylie señalándose con el índice—. Es de usted de quien es rendido admirador.
—Por favor, Ellen —espetó Rebus serio.
—Ah, sí… Olvidaba que tiene una cita esta noche y seguramente querrá ir a casa a afeitarse.
—Si me entero de que vas por ahí contándolo…
Ella alzó las dos manos en gesto paz.
—Guardaré el secreto, Don Juan. Ahora lárguese. Nos veremos la semana que viene.
Rebus la miró, pero ella le exorcizó con las manos para que se fuera. Había dado tres pasos hacia la puerta cuando oyó que ella le llamaba y volvió la cabeza.
—Escuche un consejo de alguien con experiencia —dijo señalando el periódico que llevaba en el bolsillo—. Un envoltorio bonito hace maravillas.