17

Aparcaron en un espacio de pago de George Square y cruzaron el parque hacia la biblioteca de la universidad. Casi todos los edificios eran de los años sesenta y Rebus detestaba aquellos bloques de cemento color arena que habían sustituido a las casas del siglo dieciocho que antaño rodeaban la plaza. El acceso eran unas escalinatas traicioneras a merced de un viento que, por efecto túnel, podía tumbarte si te pillaba desprevenido. Ante la fachada caminaban estudiantes con libros y carpetas contra el pecho mientras otros charlaban en corrillos.

—Malditos estudiantes —fue el lacónico comentario de Wylie.

—¿Tú no fuiste a la universidad, Ellen? —preguntó Rebus.

—Por eso sé lo que me digo.

Junto al teatro de George Square había un individuo vendiendo el Big Issue, y Rebus se acercó a él.

—¿Qué tal, Jimmy?

—Bien, señor Rebus.

—¿Sobrevivirás otro invierno?

—Se hará lo que se pueda.

Rebus le dio unas monedas, pero no quiso aceptar un ejemplar de la guía de empleos.

—¿Alguna información para mí? —preguntó bajando la voz.

Jimmy le miró pensativo. Llevaba una gorra de béisbol vieja sobre el pelo gris largo y enmarañado y un jersey verde que le llegaba casi a las rodillas. A sus pies dormía un pastor escocés, o un cruce.

—No gran cosa —dijo finalmente con voz enronquecida por los vicios habituales.

—¿Seguro?

—Ya sabe que soy todo ojos y oídos —contestó el hombre—. Ha bajado el precio de la hierba, por si le interesa.

—Ese mercado no —replicó Rebus sonriendo—. El precio de las drogas que a mí me gustan nunca deja de subir.

Jimmy soltó una carcajada que hizo que el perro abriera un ojo.

—Sí, señor Rebus, el tabaco y la priva son las drogas más perniciosas que existen.

—Cuídate —dijo Rebus alejándose, y añadió para Wylie, abriéndole una puerta—: Este es el edificio.

—¿Ya había estado aquí?

—Hay un departamento de lingüística al que tenemos que recurrir a veces para analizar voces.

En una garita de vidrio había un bedel sentado.

—Doctora Maybury —dijo Rebus.

—Aula dos doce.

—Gracias.

Fueron a los ascensores.

—¿Conoce a todo el mundo en Edimburgo? —preguntó Wylie.

Él la miró.

—Antes se trabajaba así, Ellen —dijo cediéndole el paso en el ascensor y pulsando el botón de la segunda planta.

Llamó a la puerta 212 pero no contestaron. El cristal esmerilado de la ventana junto a la puerta impedía ver si había movimiento en el interior, por lo que Rebus probó en el siguiente despacho, donde le dijeron que encontraría a Maybury en el laboratorio de lingüística del sótano.

El laboratorio estaba al final de un pasillo en un cuarto con puerta de dos hojas. Había cuatro estudiantes en cabinas independientes con auriculares y micrófonos, repitiendo una serie de palabras: bread, mother, think, properly, lake, allegory, entertainment, interesting, impressive.

Alzaron la vista al entrar Rebus y Wylie. Sentada frente a ellos, una mujer ocupaba una mesa grande con una especie de teclado anexo y una voluminosa grabadora. Emitió un suspiro de impaciencia y apagó la grabadora.

—¿Qué quieren? —espetó.

—Doctora Maybury, nos conocemos. Soy el inspector John Rebus.

—Sí, ya me acuerdo de aquellas llamadas telefónicas amenazadoras en las que quería identificar el acento.

Rebus asintió con la cabeza y presentó a Wylie.

—Lamento interrumpirle. ¿No podría dedicarnos unos minutos?

—Acabaré aquí a la hora en punto —dijo ella consultando el reloj—. ¿Por qué no me esperan en mi despacho? Hay un hervidor y material.

—Eso suena de maravilla.

Maybury sacó una llave del bolsillo y se la dio. Cuando salían ya estaba diciendo a los alumnos que se preparasen para la siguiente tanda de palabras.

—¿Qué cree que era ese ejercicio? —preguntó Wylie en el ascensor de vuelta al segundo piso.

—Dios sabe.

—Bueno, me imagino que así los chicos no andan por la calle…

El despacho de la doctora Maybury era un revoltijo de libros y papeles, vídeos y cintas de casete, casi no se veía el ordenador enterrado entre montones de hojas. En una mesa para atender a los alumnos había pilas de libros de la biblioteca. Wylie vio el hervidor y lo enchufó, mientras Rebus salía para ir a los servicios, donde sacó el móvil y llamó a Caro Quinn.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

Muy bien —contestó ella—. He llamado a un periodista del Evening News y publicará un artículo en la edición de esta noche.

—¿Qué ha ocurrido?

Ha habido mucho movimiento de coches… —Hizo una pausa—. ¿Es otro interrogatorio?

—Perdone que se lo haya parecido.

Un silencio.

¿Quiere venir más tarde? Al piso, me refiero.

—¿Para qué?

Para que mi equipo de bien entrenados anarcosindicalistas inicie un cursillo de adoctrinamiento.

—Quieren provocarme, ¿eh?

Ella se echó a reír.

No acabo de entender qué es lo que le da cuerda.

—¿Aparte de mi reloj, quiere decir? Tenga cuidado, Caro. Al fin y al cabo, soy el enemigo.

¿No dicen que es mejor conocer a tu enemigo?

—Qué gracia; eso mismo me dijeron hace poco. —Se calló un instante—. Podría invitarla a cenar.

¿Para afianzar su hegemonía masculina?

—No sé qué quiere decir, pero quizá debo admitir mi culpabilidad.

Quiere decir que pagamos a medias —replicó ella—. Venga al piso a las ocho.

—Hasta luego.

Rebus cortó la comunicación y casi de inmediato pensó en cómo iría ella a casa desde Whitemire. ¿Haría autostop? Estuvo casi a punto de volver a llamarla, pero se contuvo. No era una niña. Llevaba en aquel descampado meses y podía arreglárselas sola sin él. Y además le reprocharía que pretendiera afianzar su hegemonía masculina.

Volvió al despacho de Maybury, cogió la taza de café que Wylie le tendía y se sentaron cada uno en un extremo de la mesa.

—¿Usted fue a la universidad, John? —preguntó ella.

—Nunca tuve el menor interés —respondió él—. Además, era un vago en el colegio.

—Yo la odiaba —añadió Wylie—. Nunca sabía qué decir. Me pasé el tiempo en aulas como esta, un curso tras otro, sin abrir la boca para que nadie advirtiera que era burra.

—¿Y eras muy burra?

Wylie sonrió.

—Lo gracioso es que mis compañeros pensaban que no abría la boca porque lo sabía todo.

Se abrió la puerta y entró la doctora Maybury. Musitó una disculpa al pasar entre la silla de Wylie y la pared y se sentó a la mesa. Era alta y parecía acomplejada de su delgadez. Tenía una melena morena ondulada recogida hacia atrás en una especia de cola de caballo y usaba gafas anticuadas como para ocultar la belleza clásica de sus rasgos.

—¿Quiere un café, doctora? —preguntó Wylie.

—Ya he tomado demasiado —replicó Maybury con brusquedad, pero inmediatamente balbució una disculpa y le dio las gracias.

Rebus recordó que era su carácter: nerviosa y disculpándose siempre más de lo necesario.

—Lo siento —volvió a decir sin motivo aparente revolviendo unos papeles.

—¿Qué es lo que hacía con esos niños? —preguntó Wylie.

—¿Se refiere a la repetición de palabras? —dijo Maybury torciendo el gesto—. Es que llevo a cabo un estudio sobre la elisión.

Wylie levantó la mano como un alumno en clase.

—Usted y yo sabemos lo que es, doctora, pero ¿podría explicarlo al inspector Rebus?

—Creo que cuando entraron ustedes estábamos con la palabra properly. Mucha gente la pronuncia ahora omitiendo los sonidos centrales. Eso es la elisión.

Rebus no quiso preguntar cuál era el objeto de tal estudio y optó por tamborilear con los dedos en la mesa.

—Tenemos una grabación que nos gustaría que escuchara —dijo.

—¿Otra llamada anónima?

—En cierto modo… Es una llamada al nueve nueve nueve y queremos determinar la nacionalidad.

Maybury se subió las gafas hasta el puente de la nariz y tendió la mano con la palma hacia arriba. Rebus se levantó y le dio la cinta, que ella introdujo en un cásete que había en el suelo, pulsando el botón de play.

—Es un poco angustiosa —le advirtió Rebus.

Ella asintió con la cabeza y escuchó toda la grabación.

—Inspector, mi especialidad son los acentos regionales —dijo tras unos instantes de silencio—. De las regiones del Reino Unido, y esta mujer no es nativa.

—Pero será nativa de algún país.

—De este no.

—¿Y no puede ayudarnos? ¿Ni siquiera darnos una orientación?

Maybury se llevó el dedo a la barbilla.

—Es africana; tal vez afrocaribeña.

—Es posible que hable algo de francés —dijo Rebus—. O que incluso sea su lengua materna.

—Una colega mía del departamento de francés podría decirlo con mayor precisión. Un momento, esperen. —Cuando sonreía era como si el cuarto se iluminara—. Hay una estudiante posgraduada que ha realizado algunos trabajos sobre influencias del francés en países africanos. Tal vez…

—Cualquier cosa que se le ocurra puede sernos útil —dijo Rebus.

—¿Pueden dejarme la cinta?

Rebus asintió con la cabeza.

—Aunque es un tanto urgente —añadió.

—Es que no sé dónde estará ahora.

—Tal vez podría llamarla a casa —terció Wylie.

—Vive en el sur de Francia —replicó Maybury mirándola.

—Sí, claro, es un problema —comentó Rebus.

—No necesariamente. Puedo llamarla y que la escuche por teléfono.

Rebus sonrió.

—Elisión —dijo Rebus sin añadir ningún comentario.

Habían regresado a Torphichen Place y la comisaría estaba tranquila porque el desánimo se había apoderado del equipo de Knoxland. Si un caso no se resolvía en las primeras setenta y dos horas, todo comenzaba a desarrollarse a cámara lenta. Disipado el primer impulso de adrenalina, una vez realizado el puerta a puerta, todo contribuía a debilitar las ganas y la dedicación. Rebus tenía casos sin cerrar de hacía veinte años que le reconcomían porque él no podía olvidar por las buenas las horas de trabajo dedicadas, convencido como estaba de que habría bastado con una llamada telefónica —o un nombre— para solucionarlos. Era bien posible que se hubieran descartado los culpables, a pesar de haberles interrogado, o que ni siquiera hubieran localizado sospechosos. Entre las páginas dormidas del expediente del caso había sin duda alguna clave que se les escapaba y que nunca se descubriría.

—Elisión —repitió Wylie asintiendo con la cabeza—. Qué bien que se investigue sobre ese particular.

—Ya lo creo —añadió Rebus con un bufido—. ¿Estudiaste geografía, Ellen?

—En el colegio. ¿Lo considera más importante que la lingüística?

—Estaba pensando en Whitemire y las nacionalidades que alberga. Angola, Namibia, Albania… Sería incapaz de señalar esos países en el mapa.

—Yo también.

—Sin embargo, la mitad de esa gente tiene mejor formación que quienes los vigilan.

—¿A cuento de qué lo dice?

Él la miró.

—¿Por qué una conversación tiene que venir a cuento?

Ella lanzó un profundo suspiro y sacudió la cabeza.

—¿Habéis visto esto? —preguntó Shug Davidson delante de ellos con un ejemplar del periódico de la noche con un titular en primera página que decía: «UN AHORCADO EN WHITEMIRE».

—Más directo no puede ser —dijo Rebus cogiendo el periódico para leerlo.

—Me llamó Rory Allan, del Scotsman, y me pidió unas declaraciones para la edición de mañana. Está preparando una serie sobre el tema desde Whitemire hasta Knoxland y sus fases intermedias.

—Eso revolverá el asunto —dijo Rebus.

El artículo era muy flojo. Reproducían una crítica de Caro Quinn protestando por lo inhumano del centro de detención, con un ladillo sobre Knoxland y fotos de anteriores manifestaciones ante el edificio. En una de ellas, del día de la inauguración, entre la multitud enardecida y con pancartas, aparecía el rostro de Caro rodeado por un círculo.

—¿Su amiga otra vez? —dijo Wylie leyendo por encima del hombro de Rebus.

—¿Qué amiga? —preguntó Davidson suspicaz.

—Nada, señor —se apresuró a decir Wylie—. Es la mujer que acampa delante del centro.

Rebus había llegado al final del artículo, donde una llamada remitía a una columna de «comentarios» en otra página. Pasó hojas y leyó por encima el editorial: «es necesaria una investigación… basta de que los políticos cierren los ojos… intolerable situación para todos… atasco de casos… apelaciones… a raíz de esta tragedia el futuro de Whitemire pende de un hilo…».

—¿Te importa que me lo quede? —preguntó pensando en que sería un aliciente para Caro.

—Son treinta y cinco peniques —dijo Davidson tendiendo la mano.

—¡Por ese precio compro uno nuevo!

—Este ejemplar está tratado con el cariño de un solo propietario, John —replicó Davidson sin retirar la mano.

Rebus pagó pensando que al menos resultaba más barato que una caja de bombones. Aunque no creía que Caro Quinn fuera muy golosa… Pero ya estaba otra vez prejuzgando. Su profesión le había acostumbrado a prejuzgar al más drástico nivel: «ellos y nosotros». Bueno, quería comprobar cómo era ella en el fondo.

De momento sólo había invertido treinta y cinco peniques.

Siobhan volvió a The Bane, en esta ocasión en compañía de un fotógrafo de la policía y de Les Young.

—Bueno, un trago no nos vendrá mal —había comentado él con un suspiro, al ver que en tres de los cuatro ordenadores del cuarto de operaciones había problemas de configuración y que ninguno se adaptaba bien al sistema telefónico de la biblioteca.

Young pidió media jarra de Eighty-Shilling.

—¿Lima con soda para la señorita? —aventuró Malky.

Siobhan asintió con la cabeza.

El fotógrafo, sentado a la mesa junto a los lavabos, ajustaba un objetivo a la cámara. Uno de los clientes se acercó a preguntarle por cuánto la vendía.

—Vuelve a tu asiento, Arthur. Son policías —dijo Malky.

Mientras Young pagaba, Siobhan dio un trago a la bebida. No dejó de mirar cómo Malky le devolvía el cambio.

—No es lo que se dice la reacción normal —comentó.

—¿Qué reacción? —preguntó Young lamiéndose la espuma del labio superior.

—Pues que Malky sabe que somos del Departamento de Investigación Criminal y, aunque ha visto que traemos un fotógrafo, no ha preguntado el motivo.

El camarero respondió encogiéndose de hombros.

—Me tiene sin cuidado lo que hagan —farfulló, dándoles la espalda, poniéndose a frotar un grifo de los barriles de cerveza.

El fotógrafo, que concluía ya los preparativos, dijo:

—Sargento Clarke, sería mejor que entrara usted primero a ver si hay alguien.

—¿Tú crees que aquí vienen muchas mujeres? —replicó ella sonriendo.

—De todos modos…

—¿Hay alguien en el lavabo de mujeres? —preguntó Siobhan a Malky.

El camarero alzó de nuevo los hombros y ella se volvió hacia Young.

—¿No ves? Ni siquiera le sorprende que entremos al váter a hacer fotos.

Dicho lo cual, fue hacia la puerta y la abrió.

—No hay nadie —comunicó al fotógrafo.

Pero al mirar en el interior del cubículo se encontró con que habían emborronado con rotulador las inscripciones dejándolas casi ilegibles. Siobhan lanzó una maldición entre dientes, dijo al fotógrafo que hiciera lo que pudiera y volvió resuelta a la barra.

—Buen trabajo, Malky —proclamó fríamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Les Young.

—Aquí, Malky, que es muy listo. Me vio ir a los servicios las otras dos veces que estuve aquí, debió de intrigarle por qué lo hacía y decidió borrarlo todo lo mejor que pudo.

Malky, sin decir nada, se limitó a alzar levemente la barbilla como ufano de su hazaña.

—No nos quieres dar pistas, ¿eh, Malky? Piensas que Banehall se ha librado de Donny Cruikshank y enhorabuena a quien lo hiciera. ¿No es eso?

—Yo no he dicho nada.

—No hace falta; aún tienes los dedos manchados.

Malky se miró las marcas negruzcas.

—El caso es que la primera vez que entré aquí, Cruikshank y tú tuvisteis un enfrentamiento —añadió Siobhan.

—Fue por defenderla a usted —replicó el camarero.

Siobhan asintió con la cabeza.

—Sí, pero después de marcharme yo, le echaste. ¿Había mala leche entre los dos? —añadió apoyando los codos en la barra y aupándose, inclinándose hacia él—. Quizá convendría que nos acompañases para un interrogatorio formal… ¿Qué cree, inspector Young?

—Me parece bien —contestó él dejando el vaso en la barra—. Serías el primer sospechoso oficial, Malky.

—Que les den.

—Aunque… —Siobhan hizo una pausa—. Puedes decirnos de quién son las inscripciones. Sé que algunas son de Ishbel y de Susie. ¿Y el resto?

—Lo siento. No voy mucho al lavabo de mujeres.

—Tal vez no, pero sabías lo de las pintadas —dijo Siobhan sonriendo de nuevo—. Así que alguna vez irás. ¿Quizá después de cerrar el bar?

—¿Tú también eres un pervertido, Malky? —insistió Young—. ¿Por eso no te llevabas bien con Cruikshank? ¿Por cuestión de afinidades?

—¡No diga gilipolleces! —replicó el camarero señalando con un dedo al rostro de Young.

—Me da la impresión —añadió Young sin hacer caso de la proximidad del dedo del camarero a su ojo izquierdo— de que todo cuadra. En un caso como este basta establecer una relación… —Se irguió mirándole—. ¿Quieres acompañarnos ahora mismo o necesitas un minuto para cerrar el bar?

—Están de broma.

—Exacto, Malky —dijo Siobhan—. Mira cómo nos reímos.

Malky miró el rostro serio de uno y otro.

—Me imagino que eres un simple empleado —insistió Young—, así que será mejor que llames al dueño para decirle que te ausentas para ser interrogado por la policía.

Malky, que había retirado el dedo con el puño cerrado, lo dejó caer a su costado.

—Venga, hombre… —balbució como instándoles a no exagerar.

—Quiero recordarte —añadió Siobhan— que obstaculizar la investigación de un caso de homicidio es algo muy grave que a los jueces no les gustará nada.

—Dios, yo lo único que… —comenzó a decir, pero calló de repente.

Young lanzó un suspiro, sacó el móvil y marcó un número.

—¿Pueden enviar una pareja de agentes uniformados a The Bane? Hay que detener a un sospechoso.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Malky alzando las manos en gesto conciliador—. Nos sentamos aquí y hablamos.

Young cerró el móvil.

—Ya veremos después de hablar —apostilló Siobhan.

El camarero miró a su alrededor para asegurarse de que los clientes habituales estaban servidos y después él mismo se sirvió un whisky. Levantó la escotilla del mostrador, salió y señaló con la cabeza la mesa donde había quedado la funda de la cámara.

En ese momento salió el fotógrafo de los servicios.

—He hecho lo que he podido —comentó.

—Gracias, Billy —dijo Les Young—. Entrégame copias hoy a última hora.

—Veré si es posible.

—Billy, es una cámara digital… No se tarda ni cinco minutos en hacer copias.

—Depende —contestó Billy.

Se colgó la bolsa al hombro, se despidió de todos con un movimiento de cabeza y se dirigió a la puerta. Young seguía cruzado de brazos atento al camarero, que había apurado el whisky de un trago.

—Tracy nos caía bien a todos —afirmó.

—Tracy Jardine —dijo Siobhan a Young—, a quien violó Cruikshank.

Malky asintió con la cabeza.

—Ya no volvió a ser la misma… y no me sorprendió que se suicidara.

—Y después Cruikshank volvió al pueblo —añadió Siobhan.

—Descarado como ninguno, como si fuese el amo de Banehall. Se pensaba que íbamos a tenerle miedo porque había estado un tiempo en la cárcel. Gilipollas… —Malky miró su vaso vacío—. ¿Quieren otra?

Young y Siobhan negaron con la cabeza y el camarero fue a la barra a servirse otro whisky.

—Este es hoy el último —dijo.

—¿Has tenido problemas con la bebida? —dijo Young en tono afable.

—Antes bebía bastante —admitió Malky—. Pero ahora lo controlo.

—Me alegra oírlo.

—Malky —intervino Siobhan—, sé que Ishbel y Susie escribieron cosas en el váter, pero ¿quién más?

Malky suspiró hondo.

—Creo que fue una amiga suya llamada Janine Harrison. La verdad es que era más amiga de Tracy, pero al morir esta empezó a salir con Ishbel y Susie. —Se reclinó en el asiento y miró el vaso como deseando apurarlo al máximo—. Trabaja en Whitemire.

—¿En qué?

—Es guardiana. —Mantuvo un segundo de silencio—. ¿Se han enterado de lo que ha pasado? Uno de los detenidos se ha ahorcado. Dios, si cierran ese centro…

—¿Qué?

—El subsuelo de Banehall era puro carbón, pero ya no queda nada y ahora es Whitemire la única posibilidad de trabajo para la gente. La mitad del pueblo, los de coche nuevo y antena parabólica, tienen un empleo en Whitemire.

—De acuerdo. Tenemos a Janine Harrison. ¿Alguien más?

—Hay otra amiga de Susie bastante callada hasta que se le sube el alcohol…

—¿Cómo se llama?

—Janet Eylot.

—¿Y trabaja también en Whitemire?

El camarero asintió con la cabeza.

—Creo que es secretaria —explicó.

—¿Janine y Janet viven en el pueblo?

Malky volvió a asentir con la cabeza.

—Bien —dijo Siobhan después de anotar los nombres—, no sé, inspector Young… —añadió mirando a Les Young—. ¿Qué le parece, cree necesario que nos llevemos a Malky para interrogarle?

—De momento no, sargento Clarke. Pero anote su apellido y dirección.

Malky se lo facilitó más contento que unas pascuas.