16

Rebus y Ellen Wylie volvieron a Whitemire.

Disponían de un intérprete de la comunidad kurda de Glasgow, una mujer pequeña y animosa que hablaba con acento de la costa oeste y vestía prendas muy llamativas con joyas de oro. A Rebus le parecía una de esas quirománticas que leen la palma de la mano en un carromato. Pero ahora estaba en la cantina con la señora Yurgii, con ellos dos y Alan Traynor, quien, aunque Rebus le había dicho que no hacía falta que les acompañase, había insistido en asistir a la entrevista, sentándose un poco aparte cruzado de brazos. Sólo quedaba en el local el personal de limpieza y de cocina, por lo que a ratos se oía un ruido de cacerolas que sobresaltaba a la señora Yurgii, que llevaba un pañuelo enrollado en los dedos de la mano derecha y había dejado a los niños en la habitación al cuidado de alguien.

Ellen Wylie, que se había encargado de encontrar a la intérprete, era quien efectuaba el interrogatorio.

—Pregúntele si tuvo alguna noticia de su marido o si intentó ponerse en contacto con él.

La mujer tradujo la pregunta y dio a su vez la respuesta en inglés.

—¿Cómo es posible? No sabía dónde estaba.

—A los internos se les permite hacer llamadas al exterior —terció Traynor—. Hay un teléfono de pago que pueden utilizar.

—Si tienen dinero —replicó la intérprete.

—¿No intentó él ponerse en contacto con ella? —insistió Wylie.

—Es posible que tuviera noticias por boca de quienes salen —contestó la intérprete sin hacer la pregunta a la viuda.

—¿A qué se refiere?

—Supongo que hay gente que sale de aquí —replicó ella mirando furiosa a Traynor.

—La mayoría vuelven deportados a su país —dijo este.

—Y no se sabe más —replicó la mujer.

—En realidad —interrumpió Rebus—, hay algunos que salen si les avalan, ¿no es cierto, señor Traynor?

—Exacto. Si alguien les avala…

—Y así es como Stef Yurgii pudo haber tenido noticias de su familia: por gente que hubiese salido de aquí con un aval.

Traynor hizo un gesto escéptico.

—¿Tiene alguna lista? —preguntó Rebus.

—¿Una lista?

—De la gente que ha salido avalada.

—Sí, claro.

—¿Y de su actual dirección?

Traynor asintió con la cabeza.

—Entonces, sería fácil saber cuántos hay en Edimburgo y quizás en Knoxland.

—Creo que no entiende usted el sistema, inspector. ¿Cuánta gente de Knoxland cree usted que se haría cargo de un solicitante de asilo? Admito que no conozco el barrio, pero por lo que he leído en los periódicos…

—Tiene razón —dijo Rebus—. Pero de todos modos, ¿podría enseñarme la lista?

—Es confidencial.

—No necesito verla completa; sólo los nombres de los que residen en Edimburgo.

—¿Y sólo de los kurdos? —preguntó Traynor.

—Pues sí.

—Bien, creo que será posible —respondió Traynor sin gran entusiasmo.

—¿Podría hacerlo ahora mientras hablamos con la señora Yurgii?

—Lo haré más tarde.

—O podría decir a alguien de la oficina…

—Más tarde, inspector —añadió Traynor en tono más firme.

La señora Yurgii dijo algo y la intérprete asintió con la cabeza.

—Stef no podía volver a su país porque estaba amenazado de muerte. Era un periodista defensor de los derechos humanos —dijo la intérprete frunciendo el ceño—. Creo que es exactamente eso. —Volvió a consultar con la viuda, quien asintió con la cabeza—. Sí, él escribía artículos sobre la corrupción estatal y sobre campañas contra los kurdos. Ella me ha dicho que era un héroe, y yo la creo.

La intérprete se reclinó en la silla como desafiándoles a que le llevaran la contraria.

Ellen Wylie se inclinó hacia delante.

—¿Había alguien afuera que él… conociese? ¿Alguien a quien poder recurrir?

La intérprete planteó la pregunta y la viuda contestó.

—No conocía a nadie en Escocia. Ellos no querían marcharse de Sighthill porque comenzaba a irles bien; los niños iban al colegio y habían hecho amigos. Pero un día les metieron en una furgoneta de la policía y les trajeron aquí en plena noche. Les causó terror.

Wylie tocó a la intérprete en el brazo.

—No sé cómo plantear esta pregunta… Tal vez usted pueda ayudarme. —Hizo una pausa—. Estamos seguros de que él tenía afuera al menos una «amistad».

La intérprete tardó un instante en comprender.

—¿Se refiere a una mujer?

Wylie asintió despacio con la cabeza.

—Tenemos que encontrarla —dijo.

—¿Cómo puede ayudarles la viuda?

—No lo sé…

—Pregúntele qué idiomas hablaba su marido —dijo Rebus.

La intérprete le miró mientras lo decía y contestó:

—Hablaba un poco de inglés y de francés. Francés mejor que inglés.

—¿La amiga habla francés? —dijo Wylie mirándole también.

—Es posible. Señor Traynor, ¿hay aquí alguien que hable francés?

—A veces hay alguno.

—¿De qué países son?

—Casi todos de África.

—¿Cree que habrá salido alguno de ellos con un aval?

—¿Quiere que lo compruebe?

—Si no es mucha molestia —dijo Rebus con una especie de sonrisa.

Traynor lanzó un suspiro. La intérprete volvió a hablar y la viuda contestó rompiendo a llorar y ocultando el rostro en el pañuelo.

—¿Qué le ha dicho? —preguntó Wylie.

—Le he preguntado si su marido le era fiel.

La señora Yurgii dijo algo y la intérprete le pasó el brazo por los hombros.

—Y ya ha respondido.

—¿Qué?

—Hasta la muerte —añadió la intérprete.

Rompió el silencio un fuerte chasquido del walkie-talkie de Traynor, que se lo llevó al oído.

—Adelante —dijo, y escuchó lo que le decían—. Dios mío… Voy ahora mismo.

Se levantó y los dejó sin decir palabra. Rebus y Wylie intercambiaron una mirada y él se puso en pie decidido a seguirle.

No era fácil darle alcance porque iba muy deprisa, casi corriendo. Cruzó un pasillo y luego otro a la izquierda, al final del cual abrió una puerta que daba a otro pasillo corto que desembocaba en la salida de incendios. Había tres cuartos pequeños: celdas de aislamiento. En una de ellas alguien golpeaba la puerta por dentro. Eran golpes, puntapiés y gritos en un idioma que Rebus no conocía. Pero no era eso lo que suscitaba el interés de Traynor, que entró en otra celda cuya puerta mantenía abierta un guardián. Dentro había más vigilantes en cuclillas en torno a un cuerpo casi esquelético tendido boca abajo y en calzoncillos. El resto de la ropa formaba una especie de lazo que aún tenía atado al cuello; su rostro estaba congestionado e hinchado, con la lengua fuera.

—¡Hay que comprobar cada diez minutos! —exclamó Traynor enfurecido.

—Lo hemos hecho —afirmó un vigilante.

—Más le vale —dijo Traynor alzando la mirada y, al ver que Rebus estaba en la puerta, vociferó—: Llévenselo de aquí.

El guardián más cercano comenzó a empujarle hacia el pasillo mientras él alzaba las manos.

—Tranquilo, amigo, ya me voy —replicó Rebus retrocediendo casi cuerpo a cuerpo con el vigilante—. Vigilancia de suicidio, ¿eh? Pues parece que el vecino va a ser el próximo, a juzgar por el jaleo que está organizando.

El guardián no dijo nada. Cerró la puerta y permaneció pegado a ella mirando por el cuadrado de cristal. Rebus volvió a alzar las manos, dio media vuelta y se alejó. Algo le decía que Traynor iba a posponer drásticamente su petición.

La entrevista en la cafetería estaba punto de concluir; Wylie estrechaba la mano de la intérprete que, a continuación, se dirigió con la viuda hacia la sección de familias.

—¿Dónde era el incendio? —preguntó Wylie a Rebus.

—No era un incendio, sino un desgraciado que ha puesto fin a su vida.

—Caray…

—Vámonos —dijo él echando a andar hacia la salida.

—¿Cómo lo hizo?

—Con una especie de torniquete con su ropa. No podía colgarse porque no había de dónde.

—Caray —repitió ella.

Cuando estuvieron afuera Rebus encendió un cigarrillo y Wylie abrió el Volvo.

—No hemos aclarado nada, ¿verdad?

—Sabíamos que no iba a ser fácil, Ellen. La clave está en la amiga.

—Si no fue ella quien lo hizo —aventuró Wylie.

Rebus negó con la cabeza.

—Escuchando la llamada telefónica… se capta que ella sabía por qué sucedió, y el porqué conduce al quién.

—Eso es un poco metafísico dicho por usted.

Rebus se encogió de hombros y tiró la colilla al suelo.

—Yo soy un renacentista, Ellen.

—¿Ah, sí? Pues explíquemelo, señor renacentista.

Al salir del centro de detención miró hacia el lugar donde acampaba Caro Quinn, a quien no habían visto al llegar, pero que ahora estaba de pie junto a la carretera bebiendo de un termo. Rebus pidió a Wylie que parase.

—Es un minuto —dijo bajándose.

—¿Qué va a…?

Él cerró la portezuela sin dejar que terminara la pregunta, al tiempo que Quinn sonreía al reconocerle.

—Hola.

—Escuche —dijo él—, ¿tiene algún amigo periodista? ¿Alguien que se identifique con su activismo?

—Uno o dos —respondió ella entrecerrando los ojos.

—Bien, pues podría darles una noticia exclusiva: un detenido se ha suicidado —continuó Rebus, consciente nada más decirlo de que cometía un error.

«Podías haberlo planteado de otra manera, John», se dijo al ver que los ojos de Caro Quinn se llenaban de lágrimas.

—Lo siento —añadió, mientras advertía que Wylie les observaba por el retrovisor—. Pensé que podría sacarle partido… Habrá una investigación y cuanta mayor sea la presión de los medios, tanto peor para Whitemire…

Ella asintió con la cabeza.

—Sí, está claro. Gracias por decírmelo —añadió mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas y Wylie hacía sonar el claxon—. Su amiga le está esperando —dijo.

—¿Se encuentra bien?

—No es nada —dijo ella restregándose el rostro con el dorso de una mano, mientras con la otra sostenía la taza, de la que se había derramado la mayor parte del té sin que se hubiera dado cuenta.

—¿De verdad?

Ella asintió con la cabeza.

—Es que es algo tan… bestia…

—Lo sé —repuso él con voz queda—. Escuche… ¿tiene móvil? —Ella asintió—. Tiene mi número, ¿verdad? ¿Puede darme el suyo?

Quinn se lo dijo y Rebus lo anotó en la libreta.

—Le están esperando —advirtió ella.

Rebus asintió con la cabeza, echó a andar hacia el coche y le dijo adiós con la mano antes de subir.

—Toqué el claxon sin querer —mintió Wylie—. ¿La conoce?

—Un poco —admitió Rebus—. Es pintora de retratos.

—Así que es cierto… —comentó Wylie poniendo la primera—. Es un hombre renacentista.

Rebus movió el retrovisor de su lado y observó la figura de Caro Quinn, que se alejaba a medida que el coche ganaba velocidad.

—¿Y cómo la conoció?

—La conozco y basta, ¿de acuerdo?

—Perdone que lo pregunte. ¿Sus amigos rompen a llorar cuando los saluda?

Rebus la miró y siguieron en silencio durante un rato.

—¿Quiere que pasemos por Banehall? —preguntó finalmente Wylie.

—¿Para qué?

—No lo sé. A echar un vistazo —replicó ella.

En el viaje de ida habían hablado del asesinato.

—¿Para ver qué?

A los agentes de la F, porque Livingston era la División F de la policía de Lothian y Borders, muy poco apreciada por parte de muchos del cuerpo en Edimburgo. Rebus concedió una sonrisa forzada.

—¿Por qué no? —dijo.

—Pues vamos allá.

Sonó el móvil de Rebus. Pensó que a lo mejor era Caro Quinn y que quizás habría debido quedarse un poco más acompañándola. Pero era Siobhan.

Acabo de hablar con Gayfield —dijo ella.

—¿Ah, sí?

El inspector jefe Macrae nos considera ausentes sin permiso.

—¿Tú cómo lo justificas?

Estoy en Banehall.

—Qué gracia, dentro de dos minutos estaremos allí.

¿Estaréis?

—Ellen y yo. Venimos de Whitemire. ¿Sigues buscando a esa muchacha?

Bueno, ahora se han producido nuevos acontecimientos… ¿Te has enterado de que hay un muerto?

—Creía que era un tío.

El que violó a su hermana.

—Lo que cambia las cosas. ¿Y estás ayudando a los de la División F?

En cierto modo.

Rebus lanzó un bufido.

—Jim Macrae va a pensar que hay algo en Gayfield que no nos gusta.

No está muy entusiasmado con nosotros. Y me ha dicho que te dé otro recado.

—¿Ah, sí?

De alguien más que se ha enamorado de ti

Rebus pensó un instante.

—¿Sigue buscándome ese cabrón de la linterna?

Y quiere presentar una reclamación oficial.

—Por Dios bendito… Le compraré una nueva.

Por lo visto es un artículo especial y vale más de cien libras.

—¡Por ese precio puede comprarse una araña de cristal!

No la tomes conmigo, John.

El coche pasaba por delante del indicador del pueblo, que de BANEHALL se había convertido en BANEHELL.

—Qué gracioso —musitó Wylie, y añadió para Rebus—: Pregúntele dónde está.

—Ellen pregunta que dónde estás —dijo Rebus.

En la biblioteca hay una habitación que utilizamos como base de información del homicidio.

—Buena idea, así los de la F podrán recurrir a algún libro para orientarse. Enciclopedia del crimen, por ejemplo.

Wylie sonrió al oírlo, pero a Siobhan no pareció hacerle gracia.

John, aquí no vengas en ese plan.

—Era una broma, Shiv. Hasta luego.

Le dijo a Wylie qué camino seguir. El reducido aparcamiento de la biblioteca estaba lleno y había agentes uniformados que trasladaban ordenadores al edificio prefabricado de una sola planta. Rebus sostuvo la puerta abierta para que entrara uno y él lo hizo a continuación. Wylie permaneció afuera comprobando los mensajes del móvil. El cuarto que habían reservado para la investigación tenía cuatro por cinco metros y habían instalado en él dos mesas plegables con un par de sillas.

—Todo eso no cabrá —dijo Siobhan a uno de los agentes, que acababa de agacharse para depositar a sus pies una voluminosa pantalla.

—Son órdenes —dijo el uniformado casi sin aliento.

—¿Qué desea?

Era una pregunta dirigida a Rebus por un joven con traje.

—Soy el inspector Rebus —contestó él.

Siobhan se acercó.

—John, te presento al inspector Young, encargado del caso.

Se dieron la mano.

—Llámame Les —dijo el joven, sin prestar ya demasiado interés al recién llegado y atendiendo a la organización del cuarto de homicidios.

—¿Lester Young? —musitó Rebus—. ¿Como el músico de jazz?

—Leslie, como el pueblo de Fife.

—Pues buena suerte, Leslie —añadió Rebus.

Salió hacia la sala de lectura de la biblioteca seguido por Siobhan. Había algunos jubilados hojeando periódicos y revistas en torno a una gran mesa redonda y, en el rincón infantil, una madre sentada en una bolsa con relleno de bolitas de poliestireno, al parecer dormida, mientras su retoño con chupete sacaba libros de los anaqueles y los amontonaba en la moqueta. Rebus se acercó a las estanterías de historia.

—Así que Les —dijo en voz queda.

—Es buen chico —respondió Siobhan en igual tono.

—Eres rápida como psicóloga —comentó Rebus.

Cogió un libro que casi venía a decir que los escoceses eran los inventores del mundo moderno, por lo que miró a su alrededor para asegurarse de que no estaban en la sección de ficción.

—Bueno, ¿qué hay de lo de Ishbel Jardine?

—No he averiguado nada. Por eso ando por aquí.

—¿Se han enterado los padres del asesinato?

—Sí.

—Lo celebrarán esta noche…

—Fui a verlos y no daban ninguna fiesta.

—¿Y uno de ellos estaba empapado de sangre?

—No.

Rebus volvió a dejar el libro en su sitio al tiempo que la criatura del chupete lanzaba un alarido al desmoronarse la torre de libros.

—¿Y los esqueletos?

—Callejón sin salida, como dirías tú. Alexis Cater dice que el principal sospechoso es un tipo que fue a la fiesta con una amiga suya, pero ella apenas le conocía ni está segura de cómo se llamaba. Barry o Gary, cree recordar.

—¿Caso concluido, entonces? ¿Los huesos pueden descansar en paz? Siobhan se encogió de hombros.

—¿Y tú? ¿Algo nuevo en el caso del apuñalado?

—Continúan las indagaciones.

—Eso es lo que dijo hoy una fuente policial. ¿Estáis perdiendo el hilo?

—Yo no diría tanto. Pero vendría bien algún respiro.

—¿No es lo que haces aquí, tomarte un respiro?

—No el que yo digo —replicó mirando a su alrededor—. ¿Son los de la F quienes se encargan de esto?

—Sospechosos no les faltarán.

—Desde luego. ¿Cómo lo mataron?

—Le golpearon con algo parecido a un martillo.

—¿Dónde?

—En la cabeza.

—Quiero decir, en qué sitio de la casa.

—En su dormitorio.

—Entonces, ¿sería alguien conocido?

—Yo diría que sí.

—¿Crees que Ishbel podría golpear con un martillo con fuerza suficiente para matar a alguien?

—No creo que fuera ella.

—A lo mejor tienes la suerte de poder preguntárselo —dijo Rebus dándole unas palmaditas en el brazo—. Pero estando encargados del caso los de la División F, tendrás que trabajar mucho más.

Afuera, Wylie terminó una llamada.

—¿Hay algo dentro que merezca la pena verse? —preguntó.

Rebus negó con la cabeza.

—Pues volvamos a la base.

—Con otro pequeño desvío de camino —dijo Rebus.

—¿Adónde?

—A la universidad.