15

Siobhan lo oyó por primera vez en el noticiario de la mañana.

Muesli con leche desnatada, café y zumo polivitamínico. Desayunaba siempre en la cocina, aquel día en bata, y si derramaba algo en la mesa no tenía importancia. A continuación una ducha y a vestirse. El pelo se le secaba en unos minutos y por eso lo llevaba siempre corto. Solía poner Radio Escocia de ruido de fondo, una cháchara que llenara el silencio. Pero oyó la palabra Banehall y subió el volumen. No había oído lo esencial, pero el estudio daba paso a una retransmisión:

«Pues sí, Catriona, la policía de Livingston está ahora mismo en el escenario del crimen, que está acordonado, naturalmente. En este momento entra en la casa un equipo forense con el uniforme blanco reglamentario, capucha y mascarilla. Es una casa de alquiler del Ayuntamiento, quizá de dos o tres dormitorios, con muros enlucidos en gris estilo rústico y ventanas todas ellas con cortina. El jardín delantero está abandonado y en él se aglomeran los curiosos. He logrado hablar con algún vecino y, por lo visto, la policía tenía ficha de la víctima, aunque falta saber si eso guarda relación con el caso…»

«Colin, ¿lo han identificado?»

«Oficialmente no, Catriona. Puedo decirte que era un hombre de la localidad de veintidós años, y que el homicidio ha sido bastante brutal. Pero ya te digo que habrá que aguardar a la conferencia de prensa para saber más detalles. Los agentes dicen que va a ser dentro de dos o tres horas».

«Gracias, Colin… Más detalles sobre este suceso en nuestro noticiario de mediodía. Mientras tanto, les informamos de que una petición de Escocia Central ha sido cursada al Parlamento pidiendo el cierre del centro de detención de Whitemire situado en las afueras de Banehall…»

Siobhan descolgó el teléfono del cargador, pero no recordaba el número de la comisaría de Livingstone. De todos modos, ¿a quién conocía ella? Sólo al agente Davie Hynds, que llevaba allí un par de semanas; otra de las bajas de la reestructuración de St. Leonard. Fue al cuarto de baño y se miró el pelo en el espejo. Un poco de agua y un peine y ya estaba. No tenía tiempo para nada más. Decidido lo cual, entró en el dormitorio y abrió las puertas del armario.

Menos de una hora después estaba en Banehall. Pasó por delante de la antigua casa de los Jardine, que se habían mudado para no vivir tan cerca del violador de Tracy: Donny Cruikshank, cuya edad Siobhan calculaba en veintidós años.

Vio dos furgonetas de la policía en la calle anexa. Había más curiosos y un hombre, micrófono en mano, preguntaba a la gente; debía de ser el mismo reportero radiofónico que ella había oído. Flanqueaban la casa del centro, que era la que atraía la atención, otras dos, pero las tres tenían la puerta abierta. Vio a Steve Holly entrar en la de la derecha. Seguramente había sobornado a los propietarios para tener vista privilegiada pasando al jardín de atrás. Siobhan aparcó en doble fila y se acercó al agente uniformado que hacía guardia ante la cinta azul y blanca; le mostró el carnet y el hombre levantó la cinta para darle paso.

—¿Han identificado el cadáver?

—Probablemente es del hombre que vivía en la casa.

—¿Ha llegado el patólogo?

—Aún no.

Siobhan asintió con la cabeza, empujó la cancela y cruzó el camino de entrada hacia el interior sin luz. Aspiró hondo unas cuantas veces y expulsó el aire despacio; quería entrar como si tal cosa, como una profesional. Era un vestíbulo angosto y la planta baja consistía en un cuarto de estar pequeño y una cocina también pequeña con puerta que daba al jardín de atrás. Una escalera empinada conducía al piso de arriba; en él había cuatro puertas abiertas. Una de ellas, la de un armario empotrado lleno de cajas de cartón, cobertores y sábanas. Había dos dormitorios: uno con una sola cama, sin deshacer, y otro más grande en la parte delantera de la casa lleno de gente: el equipo de la científica examinando el escenario del crimen, fotógrafos y un médico hablando con un policía, que fue quien detectó su presencia.

—¿Qué se le ofrece?

—Soy la sargento Clarke —dijo ella enseñándole el carnet.

Hasta aquel momento había mirado el cadáver de reojo, pero sí, allí estaba, sobre la alfombra color bizcocho empapada de sangre, con el rostro contorsionado y la boca abierta como en un último esfuerzo por aspirar una bocanada de aire, y el cráneo rapado lleno de coágulos. El equipo de la policía científica peinaba las paredes con los detectores de salpicaduras para obtener una pauta distributiva con que obtener parámetros de la ferocidad y naturaleza de la agresión.

El policía le devolvió el carnet.

—No está en su demarcación, sargento Clarke. Soy el inspector Young, encargado de la investigación, y no recuerdo haber pedido refuerzos a Edimburgo.

Siobhan esgrimió su mejor sonrisa. El inspector Young era, como su nombre indicaba, más joven que ella y superior en jerarquía. Tenía un rostro firme sobre un cuerpo fuerte. Probablemente jugaba al rugby y tal vez fuese de origen campesino. Era pelirrojo con pestañas más claras y tenía unas venillas a ambos lados de la nariz. Si alguien le hubiera dicho a Siobhan que hacía poco que había salido de la escuela de la policía, probablemente lo habría creído.

—Es que pensé… —dijo no muy segura de sí misma, tratando de encontrar la frase justa y, al mirar a su alrededor, advirtió, pinchadas en la pared, fotos pornográficas de rubias con la boca y las piernas abiertas.

—¿Pensó qué, sargento Clarke?

—Que podría ayudar.

—Bien, es muy amable, pero creo que no es necesario, si le parece bien.

—Es que resulta… —replicó bajando la mirada hacia el cadáver. Sintió como un puñetazo en el estómago, pero su expresión sólo reflejaba interés profesional— que sé quién es. Sé bastantes cosas sobre él.

—Bueno, nosotros sabemos también quién es. Gracias de nuevo…

Claro que sabían quién era; por la fama y aquel rostro con cicatrices. Era Donny Cruikshank muerto en el suelo de su dormitorio.

—Pero yo sé cosas que ustedes no saben —insistió ella.

Young entornó los ojos y Siobhan comprendió que se lo había ganado.

—Hay mucha más pornografía ahí —dijo uno del equipo de la policía científica.

Se refería al cuarto de estar, donde habían encontrado un montón de DVD y vídeos en el suelo junto al televisor. Había igualmente un ordenador ante el cual estaba sentado otro agente manipulando el ratón. Buena labor tenía por delante.

—No olvides que es un trabajo —le advirtió Young.

Para estar a solas, llevó a Siobhan a la cocina.

—Por cierto, me llamo Les —dijo con actitud más amable ahora, al saber que ella tenía más información.

—Y yo Siobhan —repuso ella.

—Bien… —añadió él apoyándose en la encimera y cruzando los brazos—. ¿De qué conocía a Donald Cruikshank?

—Era un violador convicto en cuyo caso trabajé. La víctima se suicidó, era una joven de aquí cuyos padres siguen viviendo en Banehall. Hace unos días vinieron a verme porque otra hija suya se marchó de casa.

—Ah.

—Me dijeron que habían hablado de ello con alguien de Livingston —añadió Siobhan en tono neutro.

—¿Y algo le hace pensar?

—¿Qué?

Young se encogió de hombros.

—¿Que esto tenga algo que ver? ¿Que haya alguna relación?

—Es lo que me pregunto y lo que me impulsó a venir.

—Si hace el favor de redactar un informe…

—Hoy mismo —contestó Siobhan asintiendo con la cabeza.

—Gracias. —Young se apartó de la encimera decidido a subir otra vez al piso, pero se detuvo en la puerta—. ¿Tiene trabajo en Edimburgo?

—No mucho.

—¿Quién es su jefe?

—El inspector Macrae.

—Yo podría quizá hablar con él… por si puede cedérnosla unos días. —Hizo una pausa—. Suponiendo que esté usted de acuerdo.

—Encantada —dijo Siobhan, quien habría jurado que él salió al pasillo ruborizándose.

Volvió al cuarto de estar y casi tropezó con un recién llegado: el doctor Curt.

—Anda usted por todas partes, sargento Clarke —dijo el patólogo, mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie escuchaba—. ¿Alguna novedad en el callejón Fleshmarket?

—No mucho. Encontré a Judith Lennox.

Curt hizo una mueca.

—No le diría nada…

—Claro que no. Guardo su secreto. ¿Piensan volver a exhibir a Mag Lennox?

—Supongo que sí —contestó Curt apartándose para dejar paso a un agente de la científica—. Bueno, creo que será mejor… —añadió dirigiéndose a la escalera.

—No se preocupe, que no se le va a escapar.

Curt la miró.

—Siobhan, perdone que le diga, pero ese comentario dice mucho sobre usted.

—¿Qué, por ejemplo?

—Que lleva demasiado tiempo con John Rebus —replicó el patólogo ascendiendo la escalera con su maletín de cuero negro.

Siobhan oyó cómo le crujían las rodillas al subir los peldaños.

—¿Qué hay de interesante, sargento Clarke? —gritó alguien afuera.

Miró hacia el cordón y vio a Steve Holly saludándola con la libreta.

—Está un poco lejos de su demarcación, ¿no?

Siobhan musitó algo y cruzó el camino, abrió la cancela y pasó por debajo del cordón. Holly se pegó a su lado por el camino hacia el coche.

—Usted trabajó en el caso, ¿verdad? —dijo—. Me refiero al caso de violación. Recuerdo que le pregunté…

—Corte el rollo, Holly.

—Oiga, no voy a citarla en mi crónica… —Se había situado ya frente a ella andando hacia atrás para verle la cara—. Pero seguro que piensa lo mismo que yo… Lo mismo que muchos…

—¿Y qué es lo que piensan? —replicó ella sin poder evitarlo.

—Que nos hemos librado de una basura. Quiero decir que quien lo haya hecho merece una medalla.

—Los bailarines de comparsa no se rebajan tanto como usted.

—Eso mismo dice su compañero Rebus.

—La gente genial tiene las mismas ideas.

—Vamos, no me…

No dijo más porque chocó con el coche de Siobhan y cayó al suelo. Ella subió al vehículo, lo puso en marcha antes de que él tuviera tiempo de levantarse, y mientras hacía marcha atrás hasta el fondo de la calle vio que el periodista se sacudía el polvo y miraba el bolígrafo aplastado.

No fue muy lejos; paró el coche después del cruce con la calle Mayor y no tardó en encontrar la casa de los Jardine, que la hicieron pasar.

—¿Se han enterado? —preguntó ella.

Ellos asintieron con la cabeza sin pesar ni alegría.

—¿Quién habrá sido? —preguntó la señora Jardine.

—Cualquiera —dijo el marido mirando a Siobhan—. A nadie le gustó que volviera a Banehall; ni a su propia familia.

Lo que explicaba por qué Cruikshank vivía solo en la casa.

—¿Ha averiguado algo? —preguntó Alice Jardine tratando de coger las manos de Siobhan entre las suyas.

Era como si ya hubiese borrado de su mente el asesinato.

—Fuimos a ese club —contestó ella—, pero nadie conocía a Ishbel. ¿No han sabido nada de ella?

—Se lo habríamos dicho antes que a nadie —contestó John Jardine—. Ay, pero qué modales los nuestros. ¿Quiere tomar un té?

—La verdad, no tengo tiempo. —Siobhan guardó silencio un instante—. Lo que sí querría…

—¿El qué?

—Una muestra de la escritura de Ishbel.

—¿Para qué? —inquirió Alice Jardine abriendo mucho los ojos.

—Para nada en concreto… Puedo pasar más tarde.

—Veré qué encuentro —dijo John Jardine yendo hacia la escalera y dejándolas solas.

Siobhan metió las manos en los bolsillos para evitar que Alice se las apresara.

—Cree que no la encontraremos, ¿verdad?

—Ella misma se dejará encontrar… cuando quiera —dijo Siobhan.

—¿Qué cree que le habrá pasado?

—¿Y usted?

—Pienso lo peor —contestó Alice Jardine, restregándose las manos como si quisiera limpiarse algo.

—Tendremos que interrogarles —añadió Siobhan en voz baja—, y les harán preguntas sobre Cruikshank y su muerte.

—Sí, claro.

—Y también les harán preguntas sobre Ishbel.

—Dios mío, no pensarán… —exclamó la mujer.

—Forma parte de la investigación.

—¿Nos interrogará usted, Siobhan?

Ella negó con la cabeza.

—No, porque tengo relación con el caso. Lo hará un policía llamado Young. Es buena persona.

—Bien, si usted lo dice…

El marido regresó.

—No hay mucho, la verdad.

Le tendió una agenda de direcciones con nombres y números de teléfono, anotados casi todos con rotulador verde. En la guarda, Ishbel había escrito su nombre y dirección.

—Me servirá —dijo Siobhan—. Se lo devolveré cuando acabe.

Alice Jardine cogió a su marido por el codo.

—Dice Siobhan que la policía hablará con nosotros… sobre él —añadió, incapaz de mencionar el nombre.

—¿Ah, sí? —preguntó él, volviéndose hacia Siobhan.

—Es algo rutinario para reconstruir la vida de la víctima —dijo ella.

—Ya, comprendo —comentó el hombre no muy convencido—. Pero no será… No pensarán que Ishbel tiene algo que ver.

—¡No seas idiota, John! —espetó su esposa entre dientes—. ¡Ishbel es incapaz de una cosa así!

Tal vez no, pensó Siobhan, pero no era Ishbel el único miembro de la familia que se consideraría sospechoso.

Volvieron a ofrecerle un té y ella rehusó cortésmente, logrando cruzar la puerta y subir al coche. Al arrancar miró por el retrovisor y vio a Steve Holly andando por la acera mirando el número de las casas. Pensó un instante en parar el coche y regresar para prevenirles, pero esa iniciativa despertaría aún más curiosidad en el periodista. Los Jardine tendrían que arreglárselas solos. Enfiló High Street y paró delante de la peluquería. En el interior olía a permanente y fijador; había dos clientas bajo sendos secadores, con revistas en el regazo, que sostenían una conversación a voz en grito para entenderse entre el ruido de los aparatos.

—… mira, que tengan suerte investigando.

—Desde luego, no es una pérdida que haya que lamentar.

—Usted por aquí, sargento Clarke —dijo la voz de Angie aún más alto.

Las clientas captaron la intención y fijaron la vista en Siobhan.

—¿Qué se le ofrece? —añadió Angie.

—Quiero hablar con Susie —dijo Siobhan sonriendo a la ayudanta.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho yo? —protestó Susie, que llevaba una taza de café de sobre a una de las clientas.

—Nada —dijo Siobhan—. A menos que hayas asesinado a Donny Cruikshank, claro.

Las cuatro mujeres la miraron horrorizadas. Siobhan alzó las manos.

—Lo siento —dijo.

—Sospechosos no faltarán —dijo Angie encendiendo un cigarrillo.

Llevaba las uñas pintadas de azul con puntitos amarillos como estrellas.

—¿Puede decirme los primeros de su lista? —preguntó Siobhan con indiferencia.

—No tiene más que mirar a su alrededor, querida —replicó Angie expulsando humo hacia el techo.

Susie llevaba a la otra clienta un vaso de agua.

—Matar a alguien es para pensárselo —dijo.

Angie asintió con la cabeza.

—Es como si un ángel nos hubiese oído y decidiera hacer lo que era necesario.

—¿Un ángel vengador? —añadió Siobhan.

—Lea la Biblia, querida. No todo eran plumas y halos. —Las clientas sonrieron ante el comentario—. ¿Quiere que le ayudemos a meter en la cárcel a quien lo hizo? Pues necesitará más paciencia que Job.

—Parece conocer bien la Biblia, lo que significa que también sabrá que el asesinato es un pecado contra Dios.

—De Dios dependerá, supongo —replicó Angie acercándose más a ella—. Usted es amiga de los Jardine; lo sé porque me lo han dicho. Así que, dígamelo sin tapujos…

—¿Qué le diga, qué?

—Que no se alegra de que haya muerto ese cabrón.

—No me alegro —respondió ella mirando a los ojos a la peluquera.

—Pues, entonces, no es un ángel sino una santa —replicó Angie quitando el casco a una clienta para comprobar cómo estaba el pelo.

Siobhan aprovechó para hablar con Susie.

—Sólo quería tener tus datos.

—¿Mis datos?

—Tus estadísticas vitales, Susie —dijo Angie rompiendo a reír con las dos clientas.

Siobhan forzó una sonrisa.

—Tu nombre y apellidos, la dirección y el número de teléfono. Por si tengo que hacer un informe.

—Ah, claro —dijo Susie.

Aturdida, se acercó a la caja, cogió un bloc y comenzó a escribir. Arrancó la hoja y se la dio a Siobhan. Había anotado los datos en letras mayúsculas, pero no importaba: era el modo en que estaban escritos casi todos los graffiti del lavabo de mujeres del Bane.

—Gracias, Susie —dijo guardándose la hoja en el bolsillo junto a la agenda de Ishbel.

Esta vez había más clientes en The Bane. Se apartaron para hacerle sitio en la barra, y el camarero, al reconocerla, inclinó la cabeza con un gesto que podía ser saludo o disculpa por el comportamiento de Cruikshank la vez anterior.

Pidió un refresco.

—Paga la casa —dijo él.

—Sí, sí, Malky últimamente está muy rumboso —comentó uno de los clientes.

Siobhan no hizo caso.

—Generalmente no me invitan a tomar algo hasta después de identificarme como policía —dijo enseñándole el carnet al de la barra.

—Qué planchazo, Malky —dijo otro cliente—. Vendrá por lo del joven Donny.

Siobhan se volvió hacia el que hablaba. Era un hombre de sesenta y tantos años cumplidos con gorra sobre un cráneo calvo, con una pipa en la mano y un perro dormido a sus pies.

—Eso es —dijo.

—Ese chico era un gilipollas, como es sabido… pero no por eso merecía morir.

—¿No?

El hombre negó con la cabeza.

—En estos tiempos, las chicas a la mínima gritan violación. —Alzó una mano para contrarrestar las protestas del camarero—. No, Malky, lo que quiero decir es que… las chicas en cuanto beben se buscan líos. Mira cómo van vestidas paseando de arriba abajo por High Street. Hace cincuenta años las mujeres iban un poco tapadas… y no se leían cada día en los periódicos agresiones deshonestas.

—Ya está liada —exclamó otro.

—Las cosas han cambiado… —prosiguió el primer cliente casi encantado de los gruñidos que suscitó a su alrededor.

Siobhan comprendió que era un tema habitual, sin guión fijo pero previsible. Miró a Malky y el camarero meneó la cabeza para darle a entender que no merecía la pena replicar porque sería hacerle un favor al cliente. Se disculpó y se dirigió a los servicios. Dentro del cubículo, se sentó y puso la agenda de Ishbel y la nota de Susie en su regazo para comparar la escritura con los mensajes de las paredes. No había ninguno nuevo desde la última vez. Estaba segura de que el «Donny pervertido» era obra de Susie y el «Muerte a Cruick», de Ishbel, pero había más amanuenses. Pensó en Angie e incluso en las mujeres de los secadores.

«Juramento de sangre…»

«Donny Cruikshank vas a morir».

Ni Ishbel ni Susie habían escrito esos dos, pero eran obra de alguien.

La solidaridad de la peluquería.

Un pueblo lleno de sospechosos.

Hojeando la agenda advirtió que en la letra C había una dirección que le resultaba conocida: Prisión Barlinnie, ala E, la galería de los delincuentes sexuales. Escrita por Ishbel, y en la C de Cruikshank. Hojeó las demás letras, pero no encontró nada más.

De todos modos, ¿significaba eso que Ishbel había escrito a Cruikshank? ¿Había entre ellos una relación que ella ignoraba? Dudaba mucho que los padres lo supieran, porque les habría horrorizado. Volvió de nuevo a la barra, alzó el vaso y clavó la mirada en los ojos de Malky, el camarero.

—¿Viven todavía en el pueblo los padres de Donny Cruikshank?

—Su padre viene al pub —dijo uno de los clientes—. Eck Cruikshank es un buen hombre. Estuvo a punto de morir cuando Donny fue a la cárcel.

—Pero Donny no vivía con él —replicó Siobhan.

—Después de salir de la cárcel, no —dijo el hombre.

—La madre no le habría dejado entrar en casa —terció Malky.

Y acto seguido todo el bar se puso a hablar de los Cruikshank sin preocuparse de que hubiera alguien de la policía.

—Donny era tremendo…

—Salió con mi hija un par de meses y no mataría ni una mosca…

—El padre trabaja en una tienda de maquinaria de Falkirk…

—No merecía ese final…

—Nadie lo merece…

Siobhan permaneció escuchando y dando sorbos a la bebida, añadiendo algún comentario o haciendo preguntas. Cuando apuró el vaso, un par de clientes quisieron invitarla pero ella rehusó con la cabeza.

—Pago yo la ronda —dijo buscando dinero en el bolso.

—A mí no me invita una mujer —protestó uno de ellos, pero no rechazó la cerveza que el camarero le puso delante.

Siobhan guardó el cambio.

—¿Y desde que salió de la cárcel —preguntó como quien no quiere la cosa— se le veía con sus amigos de antes?

Los hombres guardaron silencio y comprendió que se le había notado la intención.

—Vendrán a hacerles las mismas preguntas, ¿saben? —añadió con una sonrisa.

—Pero no estamos obligados a contestar —dijo muy serio Malky—. Porque se habla a tontas y a locas y luego…

Los clientes asintieron con la cabeza.

—Es una investigación por homicidio —dijo Siobhan.

Su comentario sembró en el local un silencio frío de aquiescencia.

—Tal vez, pero no somos soplones.

—Nadie les pide que lo sean.

Un cliente apartó la cerveza en el mostrador hacia Malky.

—Yo me pago lo mío —dijo.

El que estaba a su lado le imitó.

Se abrió la puerta, dando paso a dos policías de uniforme, uno de ellos con una carpeta.

—¿Se han enterado de la defunción? —preguntó.

Defunción: bonito eufemismo, pero también era cierto, porque no sería homicidio hasta que los patólogos hicieran el dictamen. Siobhan decidió marcharse. El de la carpeta le dijo que tenía que anotar sus datos, pero ella le enseñó el carnet.

Afuera oyó un bocinazo. Era Les Young, que detuvo el coche, la saludó con la mano y bajó el cristal de la ventanilla al verla acercarse.

—¿Ha solucionado el caso el sabueso de Edimburgo? —preguntó.

Siobhan hizo caso omiso del comentario y le puso al corriente de sus visitas a los Jardine, a la peluquería y al pub.

—Ah, entonces no es que sea bebedora empedernida —comentó él mirando hacia la puerta de The Bane. Como ella no replicó, Young pensó que mejor era dejarse de bromas—. Buen trabajo —añadió—. Haremos que estudien los estilos de escritura para ver qué otros enemigos podía tener Donny Cruikshank.

—Tampoco le faltan defensores —replicó Siobhan—. Hombres que piensan que no habría debido ir a la cárcel.

—Tal vez tengan razón… No es que crea que fuese inocente —añadió al ver su expresión—. Lo digo porque a los violadores que van a la cárcel los alojan aparte por su propia seguridad.

—Y los únicos con quienes se juntan son violadores —aventuró Siobhan—. ¿Cree que puede haberle matado uno de ellos?

Young se encogió de hombros.

—Ya ha visto la cantidad de pornografía que tenía en casa, cosas pirateadas, compactos…

—¿Y qué?

—Que con su ordenador no los hacía porque no disponía de los programas ni de la configuración. Tiene que haberlos sacado de otro sitio.

—¿Compra por correo o sex-shops?

—Posiblemente —contestó Young mordiéndose el labio inferior.

Siobhan dudó antes de hablar.

—Hay algo más.

—¿El qué?

—La agenda de direcciones de Ishbel Jardine. Parece ser que escribió a Cruikshank cuando estaba en la cárcel.

—Lo sé.

—¿Ah, sí?

—Encontramos las cartas en un cajón del dormitorio de Cruikshank.

—¿Qué decía en ellas?

Young estiró el brazo hasta el asiento del pasajero.

—Écheles un vistazo si quiere.

Eran dos hojas, cada una con un sobre, metidas en bolsas de plástico para presentación de pruebas. Ishbel había escrito en letras mayúsculas:

CUANDO VIOLASTE A MI HERMANA PODÍAS HABERME MATADO DE PASO

POR TU CULPA MI VIDA ES UNA PENA

—Comprenderá por qué estamos deseando hablar con ella —comentó Young.

Siobhan asintió con la cabeza. Creía saber por qué Ishbel había escrito aquello: para que Cruikshank se sintiera culpable. Pero ¿por qué las había guardado? ¿Para recrearse? ¿Alimentaba su ego la indignación de ella?

—¿Cómo no las interceptaría el censor de la cárcel? —preguntó.

—Lo mismo he pensado yo.

—¿Ha llamado a Barlinnie? —preguntó ella mirándole.

—Y hablé con el censor. Me dijo que permitió que se las entregaran pensando que servirían para que Cruikshank se enfrentara a su culpa.

—¿Y sirvieron?

Young se encogió de hombros.

—¿Y Cruikshank le contestó?

—El censor dijo que no.

—Pero guardaba las cartas…

—Tal vez pensaba tomarle el pelo con ellas. —Young hizo una pausa—. Y quizá ella se lo tomó muy en serio…

—Yo no creo que sea una asesina —dijo Siobhan.

—El problema es que no podemos interrogarla. Su máxima prioridad será encontrarla, Siobhan.

—Sí, señor.

—Entretanto vamos a montar un cuarto de homicidios.

—¿Dónde?

—Parece ser que nos ceden un lugar en la biblioteca —dijo señalando con la cabeza hacia el fondo de la calle—. Al lado de la escuela primaria. Puede ayudarnos si quiere.

—Antes voy a decirle a mi jefe dónde estoy.

—Hágalo —dijo Young cogiendo el móvil—. Yo le diré que la hemos fichado.