14

La escuchó en el coche camino de casa, manipulando bajos y agudos, pero sin apenas mejorar la calidad. Era una voz angustiada de mujer interrumpida por la serenidad profesional de la telefonista.

«Se muere…, se muere… ¡Dios mío!»

«¿Puede darme una dirección, señora?»

«Knoxland… En medio de los bloques… Los altos… En el suelo…»

«¿Quiere una ambulancia?»

«Muerto… muerto…» Gritos de dolor y sollozos.

«Hemos avisado a la policía. ¿Puede esperar hasta que llegue, por favor? ¿Señora? Escuche, señora…»

«¿Qué? ¿Qué?»

«¿Me da su nombre, por favor?»

«Le han matado… Él dijo… Oh, Dios mío…»

«La ambulancia está en camino. ¿No puede precisar la dirección? Señora… Señora, ¿sigue al habla?»

No. La comunicación había concluido. Rebus se preguntó si habría usado la misma cabina que Stef cuando llamó al Scotsman. Y le intrigaba qué tema sería para tanto insistir en contárselo personalmente al periodista. Stef Yurgii, con su instinto de periodista, hablando con los inmigrantes de Knoxland… y decidido a que nadie le robara el artículo. Volvió a pasar la cinta.

«Le han matado… Él dijo…»

Dijo, ¿el qué? ¿Le previno a ella de lo que iba a suceder? ¿Le dijo que su vida corría peligro?

¿Por un artículo?

Rebus puso el intermitente y paró junto al bordillo. Volvió a escuchar la cinta de un tirón a todo volumen. El zumbido de fondo perduró en sus oídos después de apagar el casete. Era como si por efecto de la altitud sus oídos fuesen a destaponarse.

Era un crimen racista, por odio. Feo y simple; un asesino resentido y retorcido que descargaba su rencor con aquel acto.

¿Qué, si no?

Niños sin padre, guardianes con lavado de cerebro que sospechaban de unos juguetes, neumáticos ardiendo sobre una caseta…

«¿Qué es lo que está sucediendo en este país, por el amor de Dios?», pensó. Pero el mundo seguía su curso sin preocuparse: caravanas de coches de regreso a casa y peatones que no levantan la vista del suelo ante sus pies; ojos que no ven, corazón que no siente. Un mundo feliz esperando la inauguración del nuevo parlamento, un país con una población envejecida, perdiendo sus talentos por los cuatro puntos cardinales y hostil al turismo y a los inmigrantes.

—Por el amor de Dios —musitó apretando las manos sobre el volante.

Vio que unos metros más adelante había un pub. A lo mejor le multaban pero se arriesgaría.

Pero no… Si hubiera querido beber habría ido camino del Oxford y ahora iba camino de casa como los demás trabajadores. Se daría un baño caliente y reposado y se tomaría un par de chupitos de whisky. Tenía unos cuantos cedes por escuchar, comprados el último fin de semana: Jackie Leven, Lou Reed, los Bluesbreakers de John Mayall, y además los que le había prestado Siobhan: Show Patrol y Grant-Lee Phillips, que ya hacía una semana había prometido devolvérselos.

Podía tal vez llamarla para ver si estaba libre. No saldrían a tomar una copa; cenarían algo con una cerveza en su casa o en la de ella, escucharían música y charlarían. Las cosas habían estado un tanto extrañas desde aquella ocasión en que la había abrazado y besado en la boca. No habían hablado de ello porque él sabía que ella quería olvidarlo. Pero eso no significaba que no pudieran reunirse para compartir la cena. ¿No?

Claro, que a lo mejor ella tenía otros planes. No le faltaban amigos, al fin y al cabo. ¿Y él qué tenía? Con tantos años en aquella ciudad, haciendo aquel trabajo, ¿a él qué le esperaba en casa?

Fantasmas. Noches en vela ante la ventana mirando su propio reflejo.

Pensó en Caro Quinn, rodeada de ojos… Sus propios fantasmas. Le interesaba en cierto modo porque representaba un reto: él con sus prejuicios y ella con los suyos. Se preguntaba hasta qué punto tendrían algo en común. Le había dejado el número de teléfono, pero dudaba mucho que le llamara. Si optaba por beber, bebería solo, y se convertiría en lo que su padre llamaba «reyes de la cebada», esos hombres hoscos amargados que, sentados en la barra frente al botellero con las medidas, beben el whisky más barato sin hablar con nadie porque han renegado de la sociedad y no saben ya conversar ni reír. Los reyes de un solo súbdito.

Finalmente, sacó la cinta. Se la devolvería a Shug. No iba a revelar ningún secreto inesperado. A él lo único que le decía era que había una mujer que quería a Stef Yurgii. Una mujer que tal vez supiera cómo había muerto. Una mujer que se escondía.

¿A qué preocuparse? Deja el trabajo en la comisaría, John. Debes considerarlo sólo eso: un trabajo. No se merecían más los cabrones que le habían destinado a un rinconcito de Gayfield Square. Sacudió la cabeza, se rascó la coronilla para aclarar ideas y dándole al intermitente se reintegró al río del tráfico.

Iría a casa y que le dieran por saco al mundo.

—¿John Rebus?

Era un hombre negro; alto y musculoso. Al surgir de la oscuridad, lo primero que Rebus vio fue el blanco de los ojos.

Le esperaba en el fondo del portal, al lado de la puerta trasera que daba paso a la zona de césped llena de hierbajos, una zona de atracos. Rebus se puso en tensión a pesar de haber sido interpelado por su nombre.

—¿Es el inspector John Rebus?

El hombre negro tenía el pelo muy corto y vestía un traje elegante, con camisa roja, sin corbata. Sus orejas eran pequeños triángulos casi sin lóbulos. Estaba a un paso de él y se miraron los dos sin pestañear unos veinte segundos.

Rebus llevaba una bolsa en la mano derecha con una botella de whisky de veinte libras y no estaba dispuesto a estampársela en la cabeza si no era estrictamente necesario. Sin saber por qué pensó en un chiste de Chic Murray: un hombre cae al suelo con una botella en el bolsillo, siente algo húmedo, se palpa y exclama: «¡Gracias a Dios que es sangre!».

—¿Quién diablos es usted?

—Perdone si le he asustado.

—¿Quién ha dicho eso?

—No irá a sacudirme con eso que lleva en la bolsa.

—No lo sé. ¿Quién es y qué quiere?

—¿Le parece bien que le enseñe el carnet? —preguntó el hombre sin decidirse a llevarse la mano al bolsillo interior de la chaqueta.

—Hágalo.

Sacó una cartera y la abrió con un movimiento. Se llamaba Felix Storey y era oficial de Inmigración.

—¿Felix? —preguntó Rebus enarcando una ceja.

—Significa feliz; es mi nombre.

—Y el de un gato de cómic.

—Sí, claro, también —añadió Storey guardándose la cartera—. ¿Lleva algo de beber en la bolsa?

—Puede ser.

—Veo que es de una tienda de licores autorizada.

—Muy observador.

—Por eso estoy aquí —dijo Storey sonriendo.

—¿Y por qué?

—Porque usted, inspector, fue observado anoche saliendo de un local llamado The Nook.

—¿Ah, sí?

—Tengo unas cuantas fotos de doce por veinticuatro centímetros que lo demuestran.

—¿Y qué demonios tiene todo eso que ver con Inmigración?

—Se lo cuento a cambio de un trago.

A Rebus le bailaban una docena de preguntas en la cabeza, pero le estaba pesando la bolsa, asintió imperceptiblemente y comenzó a subir la escalera seguido de Storey. Sacó la llave, abrió la puerta y apartó de una patada el correo, que fue a parar encima del montón del día anterior. Fue a la cocina, logró encontrar dos vasos limpios y condujo a Storey al cuarto de estar.

—No está mal —comentó este mirando la habitación—. Techos altos y ventanal. ¿Son tan grandes todos los pisos en este barrio?

—Los hay más grandes —contestó Rebus, que había sacado la botella de la caja y desenroscaba el tapón—. Siéntese.

—Me vendrá bien un trago de escocés.

—Aquí no lo llamamos así.

—¿Cómo, entonces?

Whisky o malta.

—¿Y por qué no escocés?

—Creo que se debe a la época en que «escocés» era insultante.

—¿Un término peyorativo?

—Si es el vocablo elegante…

Storey sonrió dejando ver unos dientes relucientes.

—En mi trabajo hay que conocer la jerga legal —dijo levantándose ligeramente del sofá y cogiendo el vaso que le tendía Rebus—. Salud.

Slainte.

—Es una palabra gaélica, ¿verdad? —Rebus asintió con la cabeza—. ¿Habla gaélico?

—No.

Storey reflexionó un instante saboreando el trago de Lagavulin y asintió con la cabeza complacido.

—Sí que es fuerte…

—¿Quiere agua?

El inglés negó con la cabeza.

—Su acento es de Londres, ¿verdad? —dijo Rebus.

—Exacto; de Tottenham.

—Yo estuve una vez en Tottenham.

—¿Para ver un partido de fútbol?

—Para un caso de homicidio. Un cadáver que apareció en un canal.

—Creo recordarlo. Yo era niño…

—Gracias por el cumplido —dijo Rebus sirviéndose más whisky y ofreciendo la botella a Storey.

Este la cogió y se sirvió.

—Bien, es de Londres y trabaja para Inmigración. Y por algún motivo tiene bajo vigilancia The Nook.

—Exacto.

—Eso explica que me viera, pero no que sepa quién soy.

—Contamos con ayuda del DIC de Edimburgo. No puedo mencionar nombres, pero el agente les reconoció inmediatamente a usted y a la sargento Clarke.

—Es interesante.

—Ya le digo que no puedo mencionar nombres.

—Bien, ¿y por qué le interesa The Nook?

—¿Y a usted?

—Yo he preguntado primero… Pero, a ver si lo adivino: porque algunas de las chicas del club son extranjeras.

—Sí, claro.

Rebus entrecerró los ojos levemente por encima del borde del vaso.

—¿Y no está allí por eso?

—Antes de que se lo explique, tengo que saber qué hacía allí.

—Acompañaba a la sargento Clarke que tenía que hacer unas preguntas al dueño.

—¿Qué preguntas?

—Ha desaparecido una joven y a sus padres les preocupa que acabe en un local como The Nook —respondió Rebus encogiéndose de hombros—. Simplemente eso. La sargento Clarke conoce a los padres y les hace ese favor.

—¿No le apetecía ir al local sola?

—No.

Storey, sin decir nada, reflexionó mirando morosamente el vaso al tiempo que lo agitaba.

—¿Le importa que lo verifique con ella? —dijo.

—¿Cree que miento?

—No necesariamente.

Rebus le miró enfurecido, sacó el móvil del bolsillo y llamó a Siobhan.

—¿Siobhan? ¿Te interrumpo? —Escuchó la respuesta sin apartar los ojos de Storey—. Escucha, tengo una visita; uno de Inmigración que quiere saber qué hacíamos en The Nook. Te lo paso.

Storey cogió el teléfono.

—¿Sargento Clarke? Me llamo Felix Storey. Ya se lo explicará el inspector Rebus, de momento sólo quiero que me confirme a qué fueron a The Nook. —Hizo una pausa y escuchó—. Sí, eso es lo que el inspector me ha dicho. Gracias por la información y perdone la molestia.

Devolvió el teléfono a Rebus.

—Adiós, Shiv. Luego hablamos. Ahora le toca al señor Storey —espetó Rebus, y cerró el teléfono.

—No tenía por qué hacer eso —dijo el funcionario de Inmigración.

—Es preferible dejar las cosas claras.

—Me refiero a que no había necesidad de que usara el móvil habiendo un teléfono fijo —añadió Storey señalando la mesa con la barbilla—. Habría sido mucho más barato.

Rebus sonrió finalmente, y Storey dejó el vaso en la alfombra y juntó las manos.

—No puedo correr riesgos en el caso que investigo.

—¿Por qué?

—Porque tal vez haya un par de policías implicados —dijo Storey con una pausa—. Aunque no tengo pruebas de ello. Simplemente podría ser, porque los tipos que persigo no dudarían ni un instante en sobornar a todo un cuerpo.

—Será que en Londres no hay policías corruptos.

—Sí que los habrá.

—Si las bailarinas no son ilegales, quien va contra la ley debe de ser Stuart Bullen —espetó Rebus.

El funcionario de Inmigración asintió despacio con la cabeza.

—Y que alguien venga desde Londres y autoricen el gasto de montar vigilancia…

Storey continuó asintiendo.

—Es un caso importante —dijo—. Podría ser muy importante —añadió cambiando de postura en el sofá—. Mis padres llegaron a este país en los años cincuenta. De Jamaica a Brixton; dos emigrantes entre muchos otros. Era una época de inmigración, pero incomparable a la que vivimos ahora, en que desembarcan ilegalmente miles de personas al año… pagando en muchos casos una buena cantidad por ello. Los sin papeles se han convertido en un gran negocio, inspector. Pero sucede que no se los ve hasta que algo sale mal.

Hizo una pausa y dio pie a una pregunta de Rebus.

—¿Hasta qué punto está Bullen implicado?

—Creemos que tal vez dirija toda la operación en Escocia.

—¿Ese mequetrefe? —dijo Rebus con desdén.

—Es hijo de su padre, inspector.

—Chicory Tip —musitó Rebus y, al ver la cara de sorpresa de Storey, añadió—: Tuvieron una canción de éxito llamada Hijo de mi padre… Usted no la habrá oído. ¿Cuánto tiempo lleva vigilando The Nook?

—Desde la semana pasada.

—¿Están en la tienda de prensa cerrada? —aventuró Rebus, recordando el local de la acera de enfrente del club con el escaparate pintado de blanco.

Storey asintió con la cabeza.

—Bueno, yo, que he estado en The Nook, puedo decirle que no creo que haya cuartos atiborrados de ilegales —puntualizó Rebus.

—Yo no insinúo que los oculte allí.

—Ni he visto ningún montón de pasaportes falsos.

—¿Entró al despacho?

—No me pareció que ocultase nada; tenía abierta la caja fuerte.

—¿No sería para despistar? —aventuró Storey—. Cuando le dijeron a qué iban, ¿advirtieron algún cambio de actitud? ¿Se relajó un poco?

—No advertí nada que indicase que le preocupase otra cosa. Bien, ¿qué es exactamente lo que creen que hace?

—Él es un eslabón de la cadena, y ese es uno de los problemas: que no sabemos cuántos eslabones hay ni la función que cada uno desempeña.

—Me da la impresión de que lo que saben es la raíz cuadrada de cero.

Storey optó por no contradecirle.

—¿Cómo conoció a Bullen? —preguntó.

—Ni sabía de su presencia en Edimburgo —contestó Rebus.

—¿Pero sabía quién era?

—Conocía a su familia; de oídas, no vaya a pensar.

—No estoy insinuando nada, inspector.

—Pero lo parece, lo que viene a ser lo mismo. Y con poca sutileza.

—Lo siento si se lo ha parecido…

—Me lo parece. Y aquí nos tiene, compartiendo el whisky —añadió Rebus moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Conozco su reputación, inspector, y nada de lo que me han dicho me impulsa a pensar que esté en connivencia con Stuart Bullen.

—Quizá porque no ha hablado con quien tenía que hablar —replicó Rebus sirviéndose más whisky sin ofrecerle a Storey—. Bien, ¿qué espera encontrar espiando en The Nook? Aparte de polis corruptos.

—Socios, indicios y alguna pista.

—¿Porque las antiguas no llevan a ninguna parte? ¿Qué pruebas de convicción tiene?

—Su nombre ha salido a relucir…

Rebus aguardó a que dijera algo más, pero, al ver que callaba, lanzó un bufido.

—¿Una delación anónima? Podría tratarse de cualquiera de la competencia del triángulo púbico para hundirle.

—Ese club es una buena tapadera.

—¿Ha estado en él?

—Aún no.

—¿Por temor a llamar la atención?

—¿Lo dice por mi color de piel? —Storey se encogió de hombros—. Tal vez. No se ven muchos negros por Edimburgo, pero eso cambiará. Que quieran verlos o no es otro cantar —añadió echando otra mirada al cuarto—. Bonito piso.

—Se repite.

—¿Hace mucho que vive aquí?

—Unos veinte años.

—Son muchos años… ¿Y soy yo la primera persona negra que invita a entrar?

Rebus reflexionó un instante.

—Probablemente —contestó.

—¿Algún chino, algún asiático? —Rebus optó por no responder—. Lo que pretendo decir…

—Escuche —le interrumpió Rebus—. Ya estoy muy harto. Acabe el whisky y puerta… y no es porque sea racista, sino porque estoy harto —añadió poniéndose en pie.

Storey hizo lo propio y le tendió el vaso.

—Era muy buen whisky —dijo—. ¿No ve? Me ha enseñado a no decir «escocés». —Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y le dio una tarjeta—. Por si cree que necesita ponerse en contacto conmigo.

Rebus la cogió sin leerla.

—¿En qué hotel está? —preguntó.

—En uno cerca de Haymarket, en Grosvenor Street.

—Ya sé cuál.

—Pase alguna noche y le invitaré a una copa.

Rebus no contestó al ofrecimiento y se limitó a decir:

—Le acompaño.

Le despidió, apagó las luces al volver al cuarto de estar y se quedó de pie ante el ventanal mirando a la calle. Sí, le vio salir; y en ese momento un coche se detuvo y él subió al asiento de atrás. Rebus no acertó a ver al conductor ni la matrícula. Era un coche grande, tal vez un Vauxhall, que giró a la derecha al fondo de la calle. Volvió a la mesa, cogió el teléfono fijo, pidió un taxi y bajó a esperarlo a la calle. En el momento en que llegaba sonó el móvil. Era Siobhan.

¿Has acabado con el visitante misterioso?

—De momento.

¿Qué demonios era ese asunto?

Se lo explicó lo mejor que pudo.

¿Y ese gilipollas arrogante se cree que Bullen nos tiene metidos en el bolsillo?

Una pregunta que a Rebus le pareció de más.

—A lo mejor quiere hablar contigo.

Descuida, le espero en guardia.

De una bocacalle salió una ambulancia haciendo sonar la sirena.

¿Estás en el coche?

—Voy en taxi —contestó él—. Lo único que me faltaba era una denuncia por ir bebido.

¿Adónde vas?

—A dar una vuelta —dijo en el momento en que el taxi pasaba por el cruce de Tollcross—. Mañana hablamos.

Que te diviertas.

—Lo procuraré.

Cortó la comunicación. El taxista se desvió por detrás de Earl Grey Street aprovechando la dirección única; cruzaron Lothian Road y Morrison Street camino de Bread Street. Rebus le dio una propina y le pidió un recibo. Trataría de cargar el gasto al caso Yurgii.

—No creo que los locales de destape desgraven, amigo —comentó el taxista.

—¿Le parezco un cliente habitual?

—No sé qué decirle —replicó el hombre, al tiempo que arrancaba.

—Es la última vez que le doy propina —musitó Rebus guardándose el recibo.

Aún no eran las diez. Se veían hombres por las calles adyacentes yendo de un pub a otro. A la entrada, en la penumbra, montaban guardia gorilas en chaquetón tres cuartos o con cazadora. Independientemente de la vestimenta, a Rebus le parecían clonados. No tanto porque fueran idénticos, sino por su modo de ver el mundo, dividido en amenazas y víctimas.

Sabía que no podía detenerse junto a la tienda cerrada, porque si a uno de los porteros de The Nook le resultaba sospechosa su presencia, la operación de Storey se iría al agua. Cruzó la calle en la misma acera del club pero a diez metros de la entrada. Se detuvo, se llevó el móvil al oído y fingió hablar como si estuviera borracho.

—Sí… Soy yo… ¿Dónde estás? Habíamos quedado en el Shakespeare… No, estoy en Bread Street…

Daba igual lo que dijera. Para quien le viera u oyera era un noctámbulo de tantos hablando con la lengua pastosa de los borrachos. Pero él no se perdía detalle de la tienda. No había luces ni se advertía movimiento, ni una sombra. Si la vigilancia era de veinticuatro horas los siete días de la semana, era perfecta. Sabía que estarían filmando, pero no veía cómo. Cualquier pequeña porción cuadrada que faltase en el blanco del escaparate permitiría ver desde fuera y se detectaría algún reflejo en el objetivo. Pero no había ni una ranura. Cubría la puerta una rejilla metálica y una persiana por dentro, también sin ningún agujero. Pero, un momento… Encima de la puerta había como un ventanuco, de noventa por sesenta aproximadamente, tapado también con blanco salvo un pequeño cuadrado en una esquina. Era ingenioso; ningún peatón dirigiría la vista allá arriba. Claro que eso implicaba que quien se ocupara de la vigilancia tendría que subirse a una escalera o algo parecido cámara en mano. Nada cómodo, pero perfecto.

Concluyó la llamada imaginaria y se alejó del club de vuelta hacia Lothian Road. Los sábados por la noche era mejor no pasar por allí. Pero incluso en un día entre semana como aquel se oían cantos y gritos y había gente que daba patadas a las botellas de la calzada y cruzaba por entremedias de los coches, más las risas estridentes de pandillas femeninas, chicas en minifalda con cintas parpadeantes para la cabeza. Había un hombre vendiéndolas que ofrecía también bastoncillos centelleantes. Llevaba un puñado en cada mano y paseaba de arriba abajo. Rebus le miró y recordó las palabras de Storey: «Que quiera o no verlos…». Era un hombre fuerte y joven, de piel oscura. Rebus se detuvo frente a él.

—¿Cuánto cuestan?

—Dos libras.

Rebus fingió rebuscar despacio las monedas en los bolsillos.

—¿De dónde eres?

El hombre, sin responder, miró para todos lados.

—¿Cuánto tiempo llevas en Escocia?

El hombre comenzó a alejarse.

—¿No me vendes una?

Era evidente que no; el hombre seguía alejándose. Rebus siguió caminando en dirección opuesta hacia el extremo oeste de Princes Street. Del pub Shakespeare salió un vendedor de flores con unos ramitos de rosas en el brazo.

—¿Cuánto cuestan? —preguntó Rebus.

—Cinco libras —dijo el chico de apenas quince años y rostro oscuro, quizá de Oriente Medio.

Rebus rebuscó en los bolsillos.

—¿De dónde eres?

El chico hizo como si no le oyera.

—Cinco —repitió.

—¿Está por aquí cerca tu jefe? —insistió Rebus.

El chico miró a derecha e izquierda como pidiendo ayuda.

—¿Qué edad tienes, hijo? ¿A qué colegio vas?

—No entiendo.

—No me digas.

—¿Quiere rosas?

—A ver si encuentro el dinero… Es un poco tarde para que andes trabajando, ¿no? ¿Tus padres saben que vendes rosas?

El vendedor no pudo más y echó a correr dejando caer uno de los ramos, sin volver la cabeza ni detenerse. Rebus lo recogió y se lo dio a un grupo de chicas que pasaban por su lado.

—Por eso no me voy a bajar las bragas —dijo una de ellas—, pero te doy esto —añadió besándole en la mejilla.

Mientras se alejaban todas tambaleándose entre grititos y estrépito de taconeo, otra de ellas exclamó con voz chillona que tenía edad para ser su abuelo.

«Claro que la tengo, y soy consciente de ello», pensó él.

Fue mirando caras por Princes Street. Había más chinos de lo que él pensaba. Los mendigos tenían acento inglés y escocés. Se paró delante de un hotel. Hacía quince años que conocía al jefe de camareros y no importaba que fuese sin afeitar, con un traje corriente y una camisa cualquiera.

—¿Qué va a ser, señor Rebus? —preguntó el hombre colocando un posavasos frente a él—. ¿Un whisquito?

—Un Lagavulin —dijo Rebus, que sabía que uno sencillo allí le costaría lo que vale un cuarto de botella. El camarero le puso el vaso con el whisky solo, sin necesidad de preguntarle si quería hielo o agua.

—Ted, ¿aquí tenéis personal extranjero? —preguntó Rebus.

A Ted, como buen profesional que era, no le sorprendía ninguna pregunta. Abrió la boca pensando la respuesta mientras Rebus cogía unas avellanas del cuenco que había aparecido junto a la bebida.

—En la barra tuvimos algún australiano —contestó Ted, poniéndose a secar vasos con un paño—. Viajan alrededor del mundo y se detienen aquí unas semanas. No los admitimos si no tienen experiencia.

—¿Y en otro tipo de establecimientos? ¿En los restaurantes?

—Ah, sí hay muchos en el servicio de mesas. Y más en tareas domésticas.

—¿Tareas domésticas?

—De criadas.

Rebus acogió la explicación con una leve inclinación de cabeza.

—Escucha, estrictamente entre nosotros… Ted se inclinó algo más para oírlo.

—¿Podría darse el caso de que trabajara aquí algún sin papeles?

El camarero le miró con recelo por la insinuación.

—Aquí todo es legal, señor Rebus. La dirección ni lo haría ni podría…

—Muy bien, Ted. No insinuaba nada.

Ted se tranquilizó.

—Ahora que —añadió— hay establecimientos con menos escrúpulos. Escuche, le contaré un caso. Yo suelo tomar una copa los viernes por la noche en mi pub habitual y he observado que vienen grupos de esos; no sé de dónde son. Dos muchachos que tocan la guitarra y cantan Dame todos tus besos y cosas así, y otro mayor que toca una pandereta pasándola por las mesas para que le echen dinero, y me apostaría algo a que son refugiados —añadió meneando despacio la cabeza.

Rebus alzó su vaso.

—Es un mundo totalmente distinto —dijo—. La verdad es que no me había parado a pensarlo.

—¿Le sirvo otro? —preguntó Ted con una mueca que le arrugó el rostro—. Por cuenta de la casa, si me lo permite.

El frío de la noche le azotó el rostro al salir del bar. Girando a la izquierda iría camino de casa, pero cruzó la calle y echó a andar hacia Leith Street hasta llegar a Leith Walk, cruzando por delante de supermercados asiáticos y tiendas de tatuajes y de comida para llevar. No sabía adónde se dirigía. En el paseo de Leith estaría quizá Cheyanne ejerciendo su profesión y tal vez John y Alice Jardine haciendo un recorrido en coche por si veían a su hija. Allí, la oscuridad ocultaba todo tipo de angustias. Iba con las manos en los bolsillos y la chaqueta bien abrochada. Pasaron seis motos estrepitosas que tuvieron que detenerse en el semáforo en rojo. Cuando se dispuso a cruzar iba ya a cambiar de color, y tuvo que dar un paso atrás porque la primera moto arrancaba.

—¿Minitaxi, señor?

Rebus se volvió hacia la voz. Era un hombre en el umbral de una tienda iluminada en el interior que, evidentemente, se había convertido en oficina de alquiler de taxis. El hombre parecía asiático. Rebus negó con la cabeza, pero cambió de idea. El chófer le condujo hasta un Ford Escort bastante viejo; al darle la dirección, el hombre echó mano al callejero.

—Yo le indicaré el camino —dijo Rebus.

El taxista asintió con la cabeza y puso en marcha el motor.

—¿Ha estado tomando unas copas, señor? —preguntó el hombre con acento local.

—Unas cuantas.

—Mañana tiene el día libre, ¿eh?

—No, si puedo evitarlo.

El hombre se echó a reír sin que Rebus entendiera por qué. Cuando iban por Princes Street y Lothian Road en dirección a Morningside, Rebus le dijo que parase un momento. Entró en una tienda de las que permanecen abiertas de noche, compró una botella de litro de agua mineral y nada más sentarse en el taxi echó un trago y deglutió cuatro aspirinas.

—Buena idea, señor. Más vale atacar antes para evitar la resaca por la mañana y descartar la excusa de estar enfermo.

Unos seiscientos metros después, Rebus dijo al taxista que se desviara por Marchmont para parar un momento delante de su piso. Bajó. Abrió la puerta, sacó un sobre abultado del cajón del cuarto de estar, lo abrió, cogió unos recortes de prensa y volvió al taxi.

Al llegar a Bruntsfield, Rebus le indicó que girase a la derecha y otra vez a la derecha. Estaban en el extrarradio, en una calle con poca luz de casas separadas, casi todas ocultas por setos y vallas. Las pocas ventanas que no tenían cerradas las contraventanas estaban a oscuras; sus moradores dormían plácidamente. Pero había una iluminada y allí le dijo Rebus al taxista que parara. La cancela hizo ruido al abrirse, buscó el timbre y llamó. No hubo respuesta. Retrocedió unos pasos y miró las ventanas del piso de arriba. Había luz pero estaban echadas las cortinas. Los ventanales de la planta baja a ambos lados del porche tenían cerradas las contraventanas. Le pareció oír música; miró por la ranura del buzón pero, al no ver movimiento, comprendió que la música venía de la parte de atrás de la casa. Vio un camino de grava a un lado y al internarse por él se activaron unas luces de seguridad. La música procedía del jardín, cuya única luz era un extraño fulgor rojizo. Unida por un paseo de tablas al invernadero de cristal vio una construcción en medio del césped de la que salía vapor y unas notas de música clásica. Rebus se acercó al jacuzzi.

Porque de eso se trataba: un jacuzzi al aire libre en Escocia. Y en él, sentado en el extremo de la bañera, Morris Gerald Cafferty, llamado Big Ger, con los brazos estirados sobre el borde, deleitándose con los chorros de agua que brotaban por ambos lados. Rebus miró a su alrededor, pero Cafferty estaba solo. Filtros de color rojo iluminaban el agua, que reflejaba su fulgor sobre los objetos y el espacio. Cafferty tenía la cabeza echada hacia atrás, un gesto meditativo mucho más que relajado y los ojos cerrados.

Los abrió en aquel momento y los clavó en Rebus. Sus pupilas eran pequeñas y negras y su rostro gordo. Tenía pegado al cráneo el pelo gris corto, y una mata de vello más oscuro y rizado le cubría la porción de tórax visible por encima de la superficie del agua. No mostró sorpresa al ver a un intruso delante de él a aquella hora de la noche.

—¿Se ha traído el bañador? —preguntó—. Yo no me lo he puesto —añadió bajando la vista.

—Me enteré de que habías cambiado de casa —dijo Rebus.

Cafferty pulsó un botón del panel de control que tenía en la mano izquierda y la música bajó de volumen.

—Es un compacto; los altavoces están dentro —explicó al tiempo que tamborileaba en la bañera con los nudillos.

Pulsó otro botón y se detuvo el motor y el movimiento del agua.

—Y juegos de luces —comentó Rebus.

—Del color que quiera —replicó Cafferty.

Pulsó otro botón y el tono del agua cambió de rojo a verde y de verde a azul, a continuación blanco deslumbrante y de nuevo rojo.

—El rojo te sienta bien —dijo Rebus.

—¿Me da aspecto mefistofélico? —preguntó Cafferty conteniendo la risa—. Me gusta estar aquí a esta hora de la noche. Rebus, ¿oye el viento en los árboles? Esos árboles llevan aquí mucho más tiempo que nosotros y seguirán ahí cuando nosotros hayamos pasado.

—Creo que tú has estado demasiado tiempo, Cafferty. Se te está arrugando el cerebro.

—Simplemente me voy haciendo viejo, Rebus… Igual que usted.

—¿Demasiado viejo para prescindir de guardaespaldas? ¿Ya has enterrado a todos tus enemigos?

—Joe acaba a las nueve, pero nunca anda demasiado lejos. —Hizo una breve pausa—. ¿Verdad, Joe?

—No, señor Cafferty.

Rebus se volvió hacia el guardaespaldas. Iba descalzo y en calzoncillos y camiseta.

—Joe duerme en la habitación de encima del garaje —dijo Cafferty—. Déjanos, Joe. Seguro que con el inspector no corro peligro.

Joe dirigió una mirada fulminante a Rebus y se alejó por el césped.

—Este barrio está muy bien —dijo Cafferty—, y no se cometen delitos.

—Seguro que contigo cambia.

—Yo ya lo he dejado, Rebus, igual que hará usted pronto.

—No me digas —repuso Rebus.

Esgrimió los recortes de prensa que había cogido en su casa con fotos de Cafferty del año anterior en compañía de malhechores conocidos de Manchester, Birmingham y Londres.

—¿Me está vigilando o qué? —dijo Cafferty.

—Quizá.

—No sé si tomármelo como una lisonja… —replicó Cafferty poniéndose en pie—. Deme ese albornoz, haga el favor.

Rebus así lo hizo. Cafferty salió del agua apoyando los pies en un escalón de madera, se envolvió en el albornoz de algodón blanco y se calzó unas sandalias de playa.

—Ayúdeme a poner la tapadera —dijo Cafferty—. Después entramos y me cuenta qué demonios quiere de mí.

Rebus hizo como decía.

En una época, Big Ger Cafferty había sido prácticamente el amo del mundo delictivo de Edimburgo, desde drogas y saunas hasta estafas de altura. Pero desde su última estancia en la cárcel lo había dejado. No es que Rebus creyera ni mucho menos que se hubiera jubilado, porque la gente como Cafferty nunca abandona. Para Rebus, Cafferty se había vuelto con la edad más astuto y más avisado sobre los métodos de la policía para investigar sus asuntos.

Cafferty tendría unos sesenta años y había conocido a casi todos los gángsteres famosos a partir de la década de los sesenta. Se decía que había trabajado con los Kray y con Richardson en Londres, y también con los malhechores más conocidos de Glasgow. En pasadas investigaciones habían tratado de vincularle a bandas de narcotraficantes holandeses y de trata de blancas de Europa del Este, pero sin grandes resultados. Muchas veces era por falta de presupuesto del cuerpo o de pruebas decisorias para que actuase el fiscal del Estado. En ocasiones, también, porque desparecían los testigos.

Siguió a Cafferty, cruzaron el invernadero y entraron en una cocina con suelo de piedra caliza. Rebus miró aquella ancha espalda pensando, y no por primera vez, cuántas ejecuciones habría ordenado aquel hombre, de cuántas muertes era responsable.

—¿Toma té o algo más fuerte? —preguntó Cafferty arrastrando los pies con sus sandalias.

—Té.

—Dios, debe de ser algo serio… —comentó Cafferty con una sonrisita, enchufando el hervidor y echando tres bolsitas en la tetera—. Bueno, será mejor que me ponga algo. —Y añadió—: Venga, pase al estudio.

Era un salón de la parte delantera de la casa con grandes ventanales y una imponente chimenea de mármol. De unos rieles de exposición colgaban diversos cuadros. Rebus no sabía gran cosa de pintura, pero los marcos eran caros. Cafferty subió al piso de arriba y Rebus aprovechó para echar una ojeada al salón, pero no había nada que llamara su atención: nada de libros, aparato de música o mesa de despacho, ni siquiera adornos en la repisa de la chimenea. Sólo el sofá, los sillones, una enorme alfombra oriental y los cuadros. No era un cuarto acogedor. Quizá Cafferty celebraba allí reuniones para impresionar con su colección pictórica. Rebus rozó con los dedos el mármol con la ilusa esperanza de que fuera de imitación.

—Aquí tiene —dijo Cafferty entrando con dos tazas y tendiéndole una a Rebus.

—Con leche y sin azúcar —informó Cafferty, y vio que Rebus sonreía—. ¿De qué se ríe?

Rebus señaló con la barbilla, en un rincón del techo junto a la puerta, una cajita blanca en la que parpadeaba una lucecita roja.

—De que tienes alarma antirrobos —dijo.

—¿Y qué?

—Que… tiene gracia.

—¿Cree que aquí no pueden entrar ladrones? En la puerta no hay ningún cartel proclamando quién vive.

—Sí, claro —comentó Rebus tratando de ser agradable.

Cafferty se había puesto unos pantalones de chándal y una sudadera con cuello de pico. Estaba bronceado y relajado, y Rebus pensó que debía de tener una lámpara de cuarzo en casa.

—Siéntese —dijo Cafferty.

—Me interesa alguien —dijo Rebus acomodándose— y creo que puedes conocerle: Stuart Bullen.

—El pequeño Stu —dijo Cafferty arrugando el labio superior—. Conocía mejor a su padre.

—No lo dudo, pero ¿qué sabes de las actividades recientes del hijo?

—¿Es que se porta mal?

—No estoy seguro —contestó Rebus tomando un sorbo de té—. ¿Sabes que está en Edimburgo?

Cafferty asintió despacio con la cabeza.

—Tiene un club de striptease, ¿no?

—Exacto.

—Y por si eso fuera poco, ahora usted le toca los huevos.

Rebus negó con la cabeza.

—Se trata de que una joven se ha ido de casa y la madre sospecha que podría estar trabajando para Bullen.

—¿Y es así?

—No, que yo sepa.

—Pero fue a ver al pequeño Stu y le cabreó.

—Sólo le hice unas preguntas.

—¿Como cuáles?

—Qué es lo que hace en Edimburgo.

Cafferty sonrió.

—No me diga que no sabe que muchos tipos duros de la costa oeste se trasladaron al este.

—Sé de algunos.

—Vienen aquí porque en Glasgow no pueden dar dos pasos y no les dejan respirar. Es la moda, Rebus —añadió Cafferty encogiéndose exageradamente de hombros.

—¿Quieres decir que busca la oportunidad de empezar de nuevo?

—Él es hijo de Rab Bullen y siempre lo será.

—¿Lo que significa que alguien ha puesto precio a su cabeza?

—No anda por ahí escondiéndose, si es eso lo que está pensando.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque Stu no es de esos. Quiere destacar por mérito propio, apartarse de la sombra de su padre… Ya sabe a qué me refiero.

—¿Y lo va a conseguir con un puticlub?

—Quién sabe —comentó Cafferty mirando la superficie del té—. Pero quizá tenga otros planes.

—¿Por ejemplo?

—No lo conozco lo suficiente para dar una respuesta. Yo soy viejo, Rebus; la gente ya no me cuenta tantas cosas como antes. Y aunque yo supiera algo… ¿por qué iba a molestarme en decírselo?

—Por rencor hacia él —comentó Rebus dejando la taza medio vacía en el suelo de madera—. ¿No te engañó Rab Bullen en cierta ocasión?

—De eso hace mucho tiempo, Rebus, mucho tiempo.

—Por lo que tú sabes, ¿el hijo está limpio?

—No sea idiota; nadie está limpio. ¿Es que últimamente va por el mundo sin mirar? Claro que en Gayfield Square no hay mucho que ver. Pero ¿no huele las cloacas en los pasillos? —Cafferty sonrió al ver que callaba—. Sí, algunos aún me cuentan cosas… de vez en cuando.

—¿Quiénes?

—«Conoce a tu enemigo», se dice —replicó Cafferty sonriendo aún más—. Por eso seguramente guarda recortes de prensa con mis fotos.

—No es por tu aspecto de artista pop, desde luego.

Cafferty dio un gran bostezo.

—Después del baño caliente siempre me entra sueño —dijo como disculpa mirando a Rebus—. Me he enterado también de que trabaja en el caso de ese emigrante de Knoxland. El pobre desgraciado tenía… ¿cuántas puñaladas? ¿Doce? ¿Quince? ¿Qué les habrá parecido a los señores Curt y Gates?

—¿Qué quieres decir?

—Debió de ser alguien enloquecido…, descontrolado.

—O cargado de rencor —añadió Rebus.

—Lo que viene a ser lo mismo. Lo que quiero decir es que a ellos les habrá estimulado.

Rebus entornó los ojos.

—Sabes algo, ¿verdad?

—Yo no, Rebus. Estoy muy tranquilo aquí sentado envejeciendo.

—Y viajando a Inglaterra a ver a la basura de tus amigos.

—Sus palabras me rompen el corazón.

—Esa víctima de Knoxland, Cafferty… ¿Qué es lo que me ocultas?

—¿Se cree que voy a ponerme a hacer su trabajo? —replicó Cafferty rehusando despacio con la cabeza y asiendo los brazos del sillón para levantarse—. Es hora de acostarse. La próxima vez que venga tráigase a esa preciosa sargento Clarke y dígale que venga con el bikini. La verdad, si me la manda a ella, usted puede quedarse en casa —añadió Cafferty riendo más de lo que merecía la gracia, mientras acompañaba a Rebus hasta la puerta.

—Knoxland —dijo este.

—¿Qué pasa con Knoxland?

—Que ya que lo has mencionado… ¿recuerdas que hace unos meses los irlandeses intentaron apoderarse del negocio de la droga?

Cafferty hizo un gesto inhibitorio.

—Parece que vuelven… ¿No sabes nada?

—Las drogas son para perdedores, Rebus.

—Qué original.

—Será que pienso que no merece mejor información —dijo Cafferty con la puerta abierta—. Oiga, Rebus… todas esas noticias periodísticas sobre mí, ¿las guarda en un portafolios con corazones en la tapa?

—Con puñales.

—Cuando le jubilen, eso es lo que le quedará… unos cuantos años con el portafolios. No es mucho que digamos…

—¿Y tú que es lo que dejas detrás, Cafferty? ¿Algún hospital con tu nombre?

—Por el dinero que doy para obras benéficas, bien podría ser.

—Todo ese dinero no te redime.

—No hace falta. De lo que se trata es de que estoy contento con mi suerte. —Hizo una pausa—. Al contrario de algunos que yo me sé.

Cafferty contuvo la risa y cerró la puerta a espaldas de Rebus.