13

Siobhan estaba harta de esperar. Había llamado de antemano al hospital y aunque solicitaron la presencia del doctor Cater por megafonía, este no había aparecido, en vista de lo cual decidió ir personalmente en coche y preguntar por él en recepción. Volvieron a llamarle por los altavoces con idéntico resultado.

—Estoy segura de que está aquí —dijo una enfermera que pasó por su lado—. Le he visto hace media hora.

—¿Dónde? —preguntó Siobhan.

Pero la enfermera no lo recordaba bien y mencionó varias posibilidades que ahora ella estaba verificando, a través de salas y pasillos, escuchando tras las puertas, atisbando por rendijas entre tabiques divisorios y esperando fuera de los cuartos de consulta a que salieran los pacientes para comprobar que el médico que los atendía no fuera Alexis Cater.

«¿En qué puedo servirle?», le habían preguntado más de diez veces, y tras preguntar por el doctor Cater, había recibido respuestas contradictorias.

«Puedes correr pero no esconderte», se dijo para sus adentros al entrar en un pasillo por el que sin lugar a dudas ya había pasado diez minutos antes. Se detuvo ante una máquina de bebidas y sacó un Irn-Bru, que fue bebiendo mientras proseguía su búsqueda. Sonó su móvil y por la pantalla vio que la llamada era de otro móvil.

—Diga —contestó doblando un recodo.

¿Shiv? ¿Es usted?

Se detuvo de pronto.

—Claro que soy yo. Está llamando a mi teléfono, ¿no?

Bueno, si se pone así

—Un momento, un momento —replicó ofuscada—. Le estoy buscando.

He oído rumores —dijo Alexis Cater conteniendo la risa—. Me alegra saber que soy tan popular.

—Pero cayendo en picado al final de la lista en este momento. Creí que habíamos quedado en que me llamaría.

¿Ah, sí?

—Para darme detalles sobre su amiga Pippa —añadió Siobhan sin ocultar su exasperación, llevándose la lata a los labios.

Se estropeará los dientes —dijo Cater.

—¿Qué…?

De pronto cayó en la cuenta y, al darse la vuelta, vio que el médico la observaba por el cristal superior de una puerta batiente del centro del pasillo, y se dirigió hacia él enfurecida.

—Bonitas caderas —le oyó decir.

—¿Cuánto tiempo lleva siguiéndome? —preguntó ella por el teléfono.

Hace un rato —contestó él empujando el batiente y cerrando el teléfono al mismo tiempo que ella.

Llevaba la bata blanca abierta enseñando la camisa gris y una corbata verde guisante estrecha.

—Quizá tenga usted tiempo para jugar, pero yo no.

—¿Y por qué se ha tomado la molestia de venir en coche hasta aquí? Habría bastado con una llamada.

—No respondía al teléfono.

Él hizo un mohín con sus gruesos labios carnosos.

—¿Está segura de que no deseaba verme?

—Hablemos de su amiga Pippa —replicó ella entornando los ojos. Él asintió con la cabeza.

—Se lo digo si tomamos una copa cuando acabe el trabajo.

—Me lo dice ahora.

—Buena idea, así tomaremos la copa sin hablar de negocios —dijo él metiendo las manos en los bolsillos—. Pippa trabaja con Bill Lindquist. ¿Le conoce?

—No.

—Es un capitoste de las relaciones públicas. Tuvo oficina en Londres, pero le gustaba el golf y se enamoró de Edimburgo. Jugó muchos partidos con mi padre… —añadió, comprobando que no impresionaba a Siobhan lo más mínimo.

—Deme la dirección de la firma.

—La encontrará en el listín por Lindquist Relaciones Públicas. Está en la Ciudad Nueva… puede que en India Street. Yo en su lugar llamaría antes. Las relaciones públicas dejan mucho que desear si te hacen calentar las posaderas en la sala de visitas.

—Gracias por el consejo.

—Bien, ¿qué hay de esa copa?

Siobhan asintió con la cabeza.

—¿En el Opal Lounge a las nueve? —dijo.

—Muy bien.

—Estupendo —añadió ella con una sonrisa.

Comenzó a alejarse, pero él la llamó y Siobhan volvió la cabeza.

—¿No irá a dejarme plantado?

—Tendrá que ir a las nueve para averiguarlo.

Le dijo adiós con la mano pasillo adelante. Sonó el móvil, se lo llevó al oído y oyó la voz de Cater:

Decididamente, tiene espléndidas caderas, Shiv. Lástima que no les ofrezca un poco de aire y ejercicio.

Fue directamente a India Street y llamó previamente para asegurarse hora como máximo. Tal como había previsto, el tráfico de entrada a Edimburgo haría que ella tampoco llegase a la oficina de Lindquist antes de una hora. La firma ocupaba la planta baja de una casa georgiana clásica a la que se accedía por una escalinata curvilínea. Siobhan sabía que habían transformado en oficinas muchos edificios de la Ciudad Nueva, pero ahora gran parte de ellos volvían a convertirse en viviendas y en las calles se veían bastantes letreros que anunciaban «Se vende». Los edificios de la Ciudad Nueva no se prestaban a reformas según los parámetros modernos, ya que había muchos interiores catalogados como bien cultural protegido y no permitían el derribo de tabiques para hacer la instalación eléctrica, ni redistribuir el espacio o hacer añadidos; enseguida se echaba encima la burocracia municipal para preservar la celebrada «elegancia» de la Ciudad Nueva. Y cuando no lo hacía el Ayuntamiento, no faltaban asociaciones protectoras.

Este fue el tema de conversación entre Siobhan y la recepcionista, quien le informó consternada de que Pippa llegaba con retraso. Le sirvió un café de máquina y le ofreció una galleta que sacó del cajón de su mesa, sin dejar de darle conversación entre llamada y llamada telefónica.

—El techo es fantástico, ¿verdad? —dijo.

Siobhan no tuvo más remedio que admitirlo al contemplar las elaboradas molduras.

—Tendría que ver la chimenea del despacho del señor Lindquist. Es algo… —añadió poniendo los ojos en blanco.

—¿Fantástico? —aventuró Siobhan.

La recepcionista asintió con la cabeza.

—¿Quiere otro café?

Siobhan rehusó porque no había probado el primero. Se abrió una puerta y asomó una cabeza de hombre.

—¿Ha vuelto Pippa?

—Se retrasa, Bill —contestó la recepcionista en tono desolado.

Lindquist miró a Siobhan y cerró la puerta sin decir nada.

La recepcionista le dirigió una sonrisa y alzó levemente las cejas como elocuente gesto de que el señor Lindquist merecía también la consideración de fantástico. Tal vez en las relaciones públicas todos y todo eran fantásticos, pensó Siobhan.

Se abrió la puerta de entrada de golpe.

Entró una joven delgada con un traje sastre que moldeaba su figura.

—Gilipollas es lo que son…, una pandilla de gilipollas.

Lucía una melena pelirroja y carmín de labios brillante. Todo complementado con zapatos negros de tacón alto y medias negras. Sí, decididamente medias y no leotardos, pensó Siobhan.

—¿Cómo demonios vamos a ayudarlos si son unos gilipollas de campeonato? ¡Dímelo, Sherlock, por favor! —añadió, dejando de golpe su cartera en el mostrador de recepción—. Zara, pongo a Dios por testigo de que si Bill vuelve a enviarme allí lo haré con una Uzi y toda la puta munición que quepa en esta cartera —exclamó dando palmetazos sobre el cuero y apercibiéndose en aquel momento de que Zara dirigía sus miradas hacia los sillones junto a la ventana.

—Pippa, esta señora te está esperando —dijo Zara temblorosa.

—Soy Siobhan Clarke —dijo ella dando un paso hacia la joven—. Una posible cliente… —Al ver la cara de horror de Greenlaw alzó una mano y añadió—: Era una broma. Soy policía.

—Lo de la Uzi no era en serio.

—Por supuesto; me consta que tiene fama de encasquillarse. Es mejor una Heckler and Koch.

Pippa Greenlaw sonrió.

—Pase a mi despacho, que voy a apuntármelo.

El despacho era probablemente el cuarto de la criada de la antigua mansión, estrecho, no muy largo y con ventanas con reja que daban a un aparcamiento reducido, en el que Siobhan vio un Maserati y un Porsche.

—Ese debe de ser su Porsche —comentó.

—Sí, claro. ¿No ha venido por eso?

—¿Qué le hace pensarlo?

—Porque la maldita cámara junto al zoológico volvió a captarme la semana pasada.

—Yo no tengo nada que ver con eso. ¿Puedo sentarme?

Greenlaw frunció el ceño y asintió al mismo tiempo con la cabeza. Siobhan quitó unos papeles de una silla.

—Quiero hacerle unas preguntas sobre una fiesta de Lex Cater —dijo.

—¿Cuál de ellas?

—Una de hará cosa de un año. La de los esqueletos.

—Ah… Estaba a punto de decirle que nadie recuerda nunca nada de las fiestas de Lex, por la cantidad de bebida, pero esa sí la recuerdo. Al menos no se me ha olvidado lo del esqueleto —añadió con una mueca—. El cabrón no dijo que era auténtico hasta después de besarlo yo.

—¿Lo besó?

—Fue por una apuesta. —Hizo una pausa—. Después de una buena docena de copas de champán. Había también uno de niño —agregó con otra mueca—. Ahora lo recuerdo.

—¿Y recuerda quiénes asistieron?

—Los de siempre, probablemente. ¿De qué se trata?

—Al final de la fiesta desaparecieron los esqueletos.

—¿Ah, sí?

—¿Lex no se lo dijo?

Pippa negó con la cabeza. Su rostro estaba cubierto de pecas que el bronceado no ocultaba del todo.

—Yo pensé que los habría tirado.

—Usted fue a la fiesta con una pareja.

—Pareja nunca me falta, querida.

Se abrió la puerta y apareció la cabeza de Lindquist.

—Pippa, te espero en mi despacho ¿Dentro de cinco minutos…?

—No hay problema, Bill.

—¿Qué tal la reunión?

Ella se encogió de hombros.

—Perfecto, Bill. Lo que tú dijiste.

Él sonrió y volvió a desaparecer. Siobhan pensó si realmente habría un cuerpo unido al cuello y la cabeza; tal vez el resto fueran cables y metal. Aguardó un instante antes de reanudar la conversación.

—Seguro que le oyó entrar, a menos que tenga el despacho insonorizado.

—Bill sólo oye las buenas noticias; es su regla de oro. ¿A qué viene este interrogatorio sobre la fiesta de Lex?

—Porque los esqueletos han reaparecido en un sótano del callejón Fleshmarket.

—¡Sí que lo oí por la radio! —dijo Greenlaw con los ojos muy abiertos.

—¿Y qué pensó?

—Mi primera reacción fue pensar que se trataba de un truco publicitario.

—Los cubría un suelo de hormigón.

—Y aparecieron al cambiarlo.

—Al cabo de casi un año…

—Prueba de premeditación… —añadió Greenlaw no tan tajante—. De todos modos, no veo qué tiene eso que ver conmigo —dijo, inclinándose hacia delante con los codos apoyados en la mesa, que sólo ocupaba un portátil fino plateado sin impresora ni cables.

—Pues que usted fue con alguien, y Lex dice que pudo ser su acompañante quien se llevó los esqueletos.

—¿Con quién fui yo? —preguntó Greenlaw desconcertada.

—Es lo que quiero que me diga. Lex cree recordar que era futbolista.

—¿Un futbolista?

—Le conoció por su trabajo.

Greenlaw reflexionó un instante.

—No creo que en mi vida haya… Un momento, sí que conocí a uno —dijo alzando la cabeza hacia el techo y dejando ver un cuello esbelto—. No era un futbolista de verdad… Jugaba en un equipo de aficionados. Dios, ¿cómo se llamaba…? ¡Barry! —exclamó mirando con cara de triunfo a Siobhan.

—¿Barry?

—O Gary… Algo así.

—Debe de conocer a muchos hombres.

—No tantos, la verdad. Pero sí a muchos olvidables, como ese Barry o Gary.

—¿No recuerda el apellido?

—Seguramente ni me lo dijo.

—¿Dónde le conoció?

Greenlaw volvió a pensar.

—Casi con toda seguridad en un bar… o en alguna fiesta o lanzamiento de campaña de algún cliente —dijo sonriente como pidiendo disculpas—. Fue un ligue de una noche y era bastante guapo como acompañante. En realidad, ahora creo que me acuerdo. Sí, a Lex debió de chocarle.

—Chocarle ¿en qué sentido?

—Pues… porque era un poco rudo.

—Rudo ¿hasta qué extremo?

—Dios, no digo que fuera uno de esos moteros, sino que era un poco… —añadió sin encontrar la palabra adecuada—. Era más «proleta» que los que yo suelo ligar.

Volvió a encogerse de hombros disculpándose y se reclinó en el asiento, balanceándolo suavemente con las manos unidas por la yema de los dedos.

—¿Tiene idea de dónde era, dónde vivía o de qué trabajaba?

—Creo recordar que tenía un piso en Corstorphine… aunque no estuve en él. Era… —Cerró los ojos un instante—. No, no recuerdo de qué trabajaba, pero presumía de dinero.

—¿Y su aspecto físico?

—Llevaba el pelo descolorido con vetas oscuras. Era fuerte, presumía de paquete… Lleno de energía en la cama, pero sin finura. Ni tampoco muy dotado.

—Bueno, creo que es suficiente.

Ambas intercambiaron una mirada.

—Parece cosa de hace mil años —comentó Greenlaw.

—¿No ha vuelto a verle?

—No.

—No habrá conservado su número de teléfono…

—El día de Año Nuevo hago una pira funeraria con esos papelitos con números e iniciales de gente a quien nunca más vas a llamar y de algunos que ni recuerdas cómo los conociste. Todos esos hipócritas insoportables y horteras que te tocan el culo bailando o que en los cócteles te soban una teta como si por trabajar en relaciones públicas fueses una mujer pública… —añadió Greenlaw con un gruñido.

—¿Ha bebido por casualidad algo en la reunión que ha tenido esta tarde?

—Champán.

—¿Y ha vuelto en el Porsche?

—Por Dios, ¿me va a hacer la prueba de alcoholemia, agente?

—La verdad es que estoy impresionada porque no me he percatado hasta ahora.

—Lo malo del champán es que me pone sedienta —dijo consultado el reloj—. ¿Le apetece tomar algo?

—Zara tiene café —replicó Siobhan.

Greenlaw arrugó la nariz.

—Tengo que hablar con Bill. Pero luego se acabó la jornada.

—Suerte la suya.

Greenlaw avanzó el labio inferior.

—¿Y más tarde? —dijo.

—Le diré un secreto: Lex estará a las nueve en el Opal Lounge.

—¿Ah, sí?

—Estoy segura de que le invitará a una copa.

—Pero aún faltan muchas horas —protestó Greenlaw.

—Piénselo —añadió Siobhan poniéndose en pie—. Y gracias por atenderme.

Iba a marcharse ya cuando Greenlaw le hizo una seña para que se sentara y rebuscó en los cajones de la mesa hasta encontrar una libreta y un bolígrafo.

—¿De qué marca era esa metralleta que mencionó? —preguntó.

En Knoxland una grúa cargaba ya la caseta en un camión. Se veía gente tras los cristales de las ventanas de los pisos observando la maniobra. Habían hecho nuevas pintadas en la caseta desde la última vez que había estado Rebus, la ventana tenía aún más destrozos y había señales de fuego en la puerta.

—Y en el techo —añadió Shug Davidson—. Tiraron un neumático viejo y periódicos impregnados con fluido de encendedor.

—Me sorprende.

—¿El qué?

—Lo de los periódicos. ¿Tú crees que en Knoxland alguien los lee?

Davidson reaccionó con una breve sonrisa y cruzó los brazos.

—A veces me pregunto por qué nos esforzamos tanto.

Mientras hablaba vieron que del bloque más próximo salían los dos agentes con Gareth Baird. Los tres tenían cara de aturdidos y cansados.

—¿Nada? —preguntó Davidson.

Uno de los agentes negó con la cabeza.

—Hemos llamado a cuarenta o cincuenta viviendas y nada.

—¡Yo no vuelvo! —protestó Gareth.

—Volverás si te lo mandamos —le advirtió Rebus.

—¿Le llevamos a su casa? —preguntó el agente.

Rebus negó con la cabeza mirando a Gareth.

—Que vaya en autobús. Hay uno cada media hora.

—¿Después de todo lo que he hecho? —protestó Gareth estupefacto.

—No, hijo —replicó Rebus—. «Por» todo lo que has hecho. Apenas has comenzado a pagar las consecuencias. Allí tienes la parada del autobús —añadió señalando hacia la carretera de dos carriles—. Puedes atajar por el pasaje subterráneo, si tienes valor.

Gareth miró a su alrededor y no vio más que caras hostiles.

—Bueno, pues muchísimas gracias, ¿eh? —murmuró echando a andar.

—Vuelvan a la comisaría, muchachos —dijo Davidson—. Lamento que no hayan sacado nada en limpio.

Los agentes asintieron con la cabeza y se dirigieron al coche patrulla.

—Verás qué sorpresa se llevan —comentó Davidson—. Les han estampado un paquete de huevos en el parabrisas.

Rebus balanceó la cabeza de un lado a otro.

—¿Tú crees que en Knoxland compran alimentos frescos? —dijo.

Davidson no sonrió porque sonó el móvil; Rebus oyó el soniquete del Scots Wha Hae y Davidson se encogió de hombros.

—Uno de mis hijos lo toqueteó anoche y se me olvidó cambiarlo —dijo al tiempo que respondía a la llamada, mientras Rebus escuchaba—. Ah, sí, señor Allan —añadió poniendo los ojos en blanco—. Sí, eso es. ¿Eso hizo? —inquirió mirando fijamente a Rebus—. Muy interesante. ¿Podría hablar personalmente con usted? —preguntó consultando el reloj—. Hoy mismo si puede ser. En este momento estoy libre, si le viene bien… Estaríamos ahí en unos veinte minutos. Sí, desde luego. Gracias. Adiós.

Davidson cortó la comunicación y permaneció mirando el teclado.

—¿Señor Allan? —preguntó Rebus.

—Rory Allan —dijo Davidson distraídamente.

—¿El director del Scotsman?

—Un periodista del departamento de noticias dice que recibieron una llamada hará una semana de alguien con acento extranjero que dijo llamarse Stef.

—¿Stef Yurgii?

—Es probable… Dijo que era periodista y que tenía un tema para escribir un artículo.

—¿Sobre qué?

Davidson se encogió de hombros.

—Por eso voy a hablar con Rory Allan.

—¿Quieres que te acompañe, muchacho? —dijo Rebus con su mejor sonrisa.

Davidson reflexionó un instante.

—En realidad, debería venir Ellen…

—Pero no está.

—Podría llamarla.

Rebus puso cara de ofendido.

—¿Me marginas, Shug?

Davidson se mostró indeciso un momento antes de guardarse el móvil en el bolsillo.

—Sólo si te portas bien —dijo.

—Por el honor de Escocia —respondió Rebus con un saludo militar.

—Que Dios me ayude —comentó Davidson, como arrepintiéndose de haber consentido.

El periódico de gran formato de Edimburgo tenía su sede en un edificio nuevo en Holyrood Road frente a la BBC, con una buena panorámica de las grúas que cubrían el cielo sobre las obras en marcha del nuevo parlamento escocés.

—Me pregunto si estará terminado antes de que el coste nos hunda —musitó Davidson al entrar en el edificio del Scotsman.

El vigilante de seguridad les franqueó el torniquete, indicándoles que tomaran el ascensor hasta el primer piso; al salir vieron más abajo a los periodistas en la planta diáfana. El fondo era una pared de cristal con vistas a los riscos de Salisbury. Afuera, en la terraza, había fumadores en acción, lo que recordó a Rebus que no se podía fumar allí dentro. Rory Allan vino a su encuentro.

—Inspector Davidson… —dijo dirigiéndose instintivamente a Rebus.

—Yo soy el inspector Rebus y, a pesar de mi aspecto, el jefe es él.

—Me confieso culpable de discriminación por edad —dijo Allan estrechando la mano a Rebus antes que a Davidson—. Hay una sala de reunión libre; vengan por aquí.

Pasaron a un cuarto largo y estrecho con una mesa oval en medio.

—Huele a nuevo —comentó Rebus mirando el mobiliario.

—Es que lo usamos poco —dijo el editor.

Rory Allan tenía algo más de treinta años, una alopecia prematura, ya con canas, y usaba gafas tipo John Lennon. Había dejado la chaqueta en su despacho y lucía corbata roja de seda sobre una camisa azul claro, que llevaba arremangada como un trabajador cualquiera.

—Siéntense, por favor. ¿Quieren un café?

—No, muchas gracias, señor Allan.

Allan asintió con satisfacción.

—Pues, vamos al grano… Comprenderán que podríamos haber publicado el asunto, dejándoles a ustedes las averiguaciones.

Davidson asintió levemente con la cabeza. Llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —vociferó Allan.

Entró una versión en pequeño del director, con el mismo peinado, las mismas gafas, y camisa con las mangas remangadas.

—Les presento a Danny Watling. Es nuevo en la plantilla. Le he convocado a la reunión para que él mismo se lo explique —dijo Allan, haciendo una seña al periodista para que se sentara.

—No hay mucho que explicar —dijo Danny Watling en voz tan baja que a Rebus, que estaba sentado en el extremo contrario de la mesa, le costó oírlo—. Estaba en recepción y atendí una llamada de alguien que dijo ser periodista y que tenía un tema para escribir un artículo.

Shug Davidson apoyó las manos entrelazadas en la mesa.

—¿Dijo de qué tema se trataba?

Watling negó con la cabeza.

—Hablaba con cautela… y en un inglés poco claro. Como si estuviera sacando las palabras del diccionario.

—O las leía, tal vez —apuntó Rebus.

Watling reflexionó un instante.

—Sí, quizá las leía.

Davidson preguntó a Rebus que por qué lo decía.

—Podría habérselas escrito su amiga, que habla mejor inglés —contestó él.

—¿Le dijo cómo se llamaba? —preguntó Davidson al periodista.

—Sí; Stef.

—¿No dijo el apellido?

—Tengo la impresión de que no quería decírmelo —contestó Watling mirando al director—. La verdad es que recibimos docenas de llamadas de perturbados…

—Quizá Danny no lo tomó tan en serio como debía —comentó Allan quitándose una mota imaginaria del pantalón.

—No, es que… —dijo Watling ruborizándose—. Yo le dije que normalmente no trabajamos con periodistas por cuenta propia, pero que si quería contárselo a alguien podríamos incluir su nombre en la firma.

—¿Y él qué dijo? —inquirió Rebus.

—Creo que no lo entendió. Eso me hizo sospechar.

—¿No sabía qué quería decir «por cuenta propia»? —dijo Davidson.

—No. Yo creo que antes quería hablar personalmente conmigo.

—¿Y usted se negó?

—Oh, no —replicó Watling irguiéndose—. Le dije que de acuerdo, y quedamos citados a las diez de la noche frente a Jenner’s.

—¿Los grandes almacenes? —preguntó Davidson.

Watling asintió con la cabeza.

—Era el único lugar que conocía; yo señalé varios pubs, incluso los más famosos, que hasta los turistas saben donde están, pero me dio la impresión de que no conocía Edimburgo.

—¿Le pidió usted que diera él algún lugar de cita?

—Le dije que nos viésemos donde él quisiera, pero no se le ocurría nada y entonces le señalé Princes Street, me dijo que sabía dónde estaba y le cité en el punto más visible.

—¿Y no se presentó? —aventuró Rebus.

El periodista negó despacio con la cabeza.

—Probablemente debió de ser la noche antes de su muerte.

Se hizo un silencio.

—Puede ser algo o nada —comentó Davidson sin poder evitarlo.

—Podría ser un móvil —añadió Rory Allan.

—Otro móvil, querrá decir —replicó Davidson—. Los periódicos, creo que incluido el suyo, señor Allan, de momento se contentan con presentarlo como un crimen racista.

—Es una simple especulación —comentó el director encogiéndose de hombros.

Rebus miró al periodista.

—¿Conserva notas de la conversación? —preguntó.

Watling asintió, ladeó la cabeza y miró a su jefe, quien, a su vez, dio el visto bueno con otra inclinación de cabeza. Watling tendió a Davidson una hoja de libreta doblada. Davidson la examinó unos segundos y se la pasó a Rebus a través del tablero de la mesa.

Stef… ¿Europeo del este?

Periodista. Artículo

22 h. Jenner’s.

—No nos procura lo que yo llamo una nueva perspectiva —dijo Rebus con voz queda—. ¿No volvió a llamar?

—No.

—¿A nadie más de la plantilla?

El joven negó con la cabeza.

—Y cuando habló con usted, ¿era la primera llamada que hacía?

El periodista asintió con la cabeza.

—Supongo que no le pediría un número de teléfono ni averiguó desde dónde llamaba.

—Me pareció una cabina por el ruido de tráfico.

Rebus pensó en la parada de autobús en un extremo de Knoxland, a cincuenta metros de la cual había una cabina junto a la calzada.

—¿Sabemos desde dónde se hizo la llamada del nueve nueve nueve? —preguntó a Davidson.

—Desde la cabina próxima al paso subterráneo —dijo Davidson.

—Tal vez la misma —comentó Watling.

—Casi es tema para un nuevo artículo. «Descubierta en Knoxland una cabina telefónica que funciona» —dijo el director en broma.

Shug Davidson miró a Rebus, quien alzó un hombro para darle a entender que no tenía nada más que preguntar, y ambos se pusieron en pie.

—Bien, gracias por avisarnos, señor Allan. Ha sido muy amable.

—Sé que no es gran cosa…

—No deja de ser otra pieza del rompecabezas.

—¿Y cómo va el rompecabezas, inspector?

—Tenemos terminados los bordes pero nos falta llenarlo, por así decirlo.

—Lo más difícil —comentó Allan en tono simpático.

Se dieron la mano unos a otros, Watling volvió a su mesa y Allan les dijo adiós con la mano cuando entraron en el ascensor. En la calle, Davidson señaló un café en la otra acera.

—Invito yo —dijo.

Rebus encendió un pitillo.

—Estupendo; espera un minuto que me lo fume —dijo aspirando con ganas, echando el humo por la nariz y quitándose una hebra de tabaco de la lengua—. Así que un rompecabezas, ¿eh?

—Las personas como Allan piensan con arreglo a estereotipos… pero yo le daría uno para resolver.

—Lo que sucede con los rompecabezas —añadió Rebus— es que dependen del número de piezas que tengan.

—Es cierto, John.

—¿Cuántas piezas tenemos de este?

—A decir verdad, la mitad están en el suelo y algunas quizá debajo del sofá y de la alfombra. Bueno, ¿te fumas esa porquería de una vez? Necesito un café solo ya.

—Qué pena da ver a alguien tan adicto —dijo Rebus, dando la última profunda calada al cigarrillo.

Cinco minutos después estaban sentados ante sendos cafés y Davidson masticaba trocitos pegajosos de pastel de cereza.

—Por cierto —comentó entre dos bocados, dando unas palmaditas en el bolsillo de su chaqueta—, tengo algo para ti. La grabación de la llamada de socorro —añadió sacando un casete.

—Gracias.

—Se la hice escuchar a Gareth Baird.

—¿Y era la amiga de Yurgii?

—No estaba seguro. Tal como dijo, no es precisamente Dolby Pro Logic.

—Gracias, de todos modos —dijo Rebus guardándosela.