12

Siobhan no tenía motivos para pensar que el chulo de Ishbel fuese Stuart Bullen; era demasiado joven. Tenía chaqueta de cuero, pero no un coche deportivo. Había buscado el X5 en Internet, y comprobó que no era precisamente deportivo.

Claro que ella le había hecho una pregunta muy concreta. ¿Qué coche llevaba? A lo mejor tenía más coches; el X5 para diario y otros para salir por la noche y los fines de semana. ¿Valía la pena comprobarlo? ¿Hacer otra visita a The Nook? De momento, creía que no.

Encontró aparcamiento en Cockburn Street y se dirigió al callejón Fleshmarket. Una pareja de turistas de mediana edad miraba la puerta de la taberna. El hombre llevaba una cámara de vídeo y la mujer una guía.

—Perdone —dijo la mujer con acento inglés de los Midlands, quizá de Yorkshire— ¿sabe si es aquí donde han descubierto unos esqueletos?

—Así es —contestó Siobhan.

—Nos lo dijo ayer tarde la guía de la visita —añadió la mujer.

—¿De una de esas visitas de fantasmas? —aventuró Siobhan.

—Exacto, guapa. Nos dijo que era cosa de brujería.

—¿Ah, sí?

El marido comenzó a filmar la puerta de madera claveteada y Siobhan se disculpó y se acercó al local, que aún no estaba abierto, pero, pensando que ya habría alguien, golpeó la puerta con el pie. La parte inferior era de madera maciza, mientras que la superior era de cuarterones con círculos de vidrio como culos de botellas de vino. Vio una sombra tras los cristales y oyó el clic de la llave al girar.

—Abrimos a las once.

—Señor Mangold, soy la sargento Clarke. ¿Me recuerda?

—Dios, ¿de qué se trata ahora?

—¿Puedo pasar?

—Estoy ocupado con alguien.

—Seré breve.

Mangold no acababa de decidirse, pero al final le franqueó la entrada.

—Gracias —dijo Siobhan—. ¿Qué le ha sucedido?

Mangold se llevó la mano a una magulladura en la mejilla izquierda bajo un ojo morado.

—Fue en una disputa con un cliente —contestó—. Gajes del oficio.

Siobhan miró al camarero, que trasvasaba hielo de una cubitera a otra, quien le dirigió una inclinación de cabeza a guisa de saludo. Olía a desinfectante y a cera líquida. En la barra se consumía un cigarrillo en un cenicero al lado de un café. Había también papeles y el correo.

—Usted salió bien librado —comentó Siobhan al camarero.

—No estaba de servicio —respondió él encogiéndose de hombros.

En la mesa de un rincón vio otras dos tazas de café y a una mujer que sujetaba una de ellas con las manos, y unos libros de los que acertó a leer un par de títulos: Edimburgo, garitos y La ciudad de arriba abajo.

—Le ruego que sea breve. Hoy tengo mucho trabajo —dijo Mangold sin preocuparse de presentarlas.

Siobhan sonrió a la mujer y esta se la devolvió. Tendría más de cuarenta años y llevaba el pelo oscuro rizado recogido hacia atrás con un lazo de terciopelo negro. No se había quitado el abrigo de lana afgana, bajo el cual asomaban unos pies desnudos calzados con sandalias. Mangold estaba de pie entre ambas con los brazos cruzados y las piernas separadas.

—Quedamos en que miraría si existía alguna factura —le recordó Siobhan.

—¿Factura?

—De la obra del suelo del sótano.

—Me faltan horas —alegó Mangold.

—Bien, aunque de todos modos…

—¿Pero qué importancia pueden tener dos esqueletos falsos? —añadió abriendo los brazos desolado.

Siobhan vio que la mujer se acercaba.

—¿Le interesan los enterramientos? —dijo con voz queda y sibilina.

—Sí —respondió Siobhan—. Soy la sargento Clarke de la policía y usted es Judith Lennox.

La mujer se quedó boquiabierta.

—La he reconocido por la foto del periódico —añadió Siobhan.

Lennox dio la mano a Siobhan con un apretón peculiar.

—Señorita Clarke, está llena de energía. Es como electricidad —dijo.

—¿Está dando una lección de historia al señor Mangold?

—Exacto —respondió la mujer, sorprendida por segunda vez.

—Lo digo por los títulos del lomo de esos libros —añadió Siobhan señalándolos con la cabeza.

Lennox miró a Mangold.

—Estoy ayudando a Ray a desarrollar el ambiente para la reforma del bar. Es muy interesante.

—¿Para el sótano? —aventuró Siobhan.

—Ray quiere que le explique el contexto histórico.

Mangold se aclaró la garganta.

—Estoy seguro de que a la sargento Clarke no le faltan cosas de qué ocuparse —dijo insinuando que a él le sucedía lo propio, y añadió dirigiéndose a Siobhan—: He hecho una revisión rápida de lo relativo a las obras, pero no he encontrado nada. Tal vez no hubo factura. No faltan obreros dispuestos a hacer un trabajo sin que haya nada por escrito.

—¿Nada por escrito? —repitió Siobhan.

—¿Estaba presente cuando aparecieron los esqueletos? —pregunto Judith Lennox.

Siobhan trató de no hacer caso y se centró en Mangold.

—¿Pretende decirme…?

—Era Mag Lennox, ¿verdad? Encontraron su esqueleto.

Siobhan miró a la mujer.

—¿De dónde ha sacado eso?

—Tenía la premonición —respondió la mujer cerrando los ojos—. Quise organizar visitas a la Facultad de Medicina y me negaron el permiso, no me permitieron ver el esqueleto. Es antepasada mía, ¿sabe? —añadió con fuego en los ojos.

—¿Ah, sí?

—Ella maldijo al país y a quienes la engañaran o le hicieran daño —dijo Lennox con repetidas inclinaciones de cabeza.

Siobhan pensó en Cater y McAteer. No se apreciaban signos de que la maldición les hubiese alcanzado, y pensó en decirlo, pero recordó su promesa a Curt.

—Yo sólo sé que eran unos esqueletos falsos —añadió con firmeza.

—Lo que yo le decía —terció Mangold—. ¿Por qué le interesan tanto?

—Por mor de hallar una explicación —respondió ella tranquila, pensando en la escena del sótano y en la impresión que le había causado ver el esqueleto infantil que cubrió con su chaqueta.

—En el paraje de Holyrood han encontrado esqueletos —añadió Lennox—, pero esos sí que son auténticos. Y un aquelarre, en Gilmerton.

Siobhan sabía que lo del aquelarre era una simple serie de cámaras subterráneas debajo del despacho de un corredor de apuestas. Pero le constaba que se había demostrado que pertenecían a una antigua herrería. Aunque se imaginaba que la historiadora no compartía esa idea.

—Entonces, ¿no puede decirme nada más? —insistió a Mangold.

Él volvió a abrir los brazos haciendo sonar las pulseras de oro.

—En ese caso —dijo Siobhan—, no le importuno más. Encantada de conocerla, señorita Lennox.

—Igualmente —respondió la historiadora adelantando la palma de la mano. Siobhan retrocedió un paso y Lennox cerró otra vez los ojos—. Utilizaré esta energía. Es recuperable.

—Me alegra oírlo.

Lennox abrió los ojos y fijó la mirada en Siobhan.

—Nosotras damos parte de la fuerza vital a nuestros hijos. Ellos son la auténtica recuperación.

La mirada que Mangold dirigió a Siobhan era en parte pidiendo disculpas y también autocompadeciéndose por el largo rato que le quedaba de estar con Judith Lennox.

Era la primera vez que Rebus veía niños en la sala de espera de un depósito de cadáveres y le disgustó la escena. Aquel era un lugar para profesionales, para adultos, para viudos. Un lugar para verdades desagradables sobre el cuerpo humano: la antítesis de la niñez.

Pero ¿qué era la niñez para los hijos de Yurgii sino desconcierto y desesperación?

Rebus ni lo pensó y llevó a un aparte casi a la fuerza a uno de los guardianes, sin empujarle ni utilizar las manos, simplemente situándose a una distancia corta e intimidatoria y avanzando despacio hasta que lo tuvo de espaldas contra la pared de la sala de espera.

—¿Cómo ha traído aquí a los niños? —le espetó.

El poco garboso uniforme del joven guardián era magra defensa frente a una persona como Rebus.

—Se negaban a soltarse de la madre y berreaban… —tartamudeó el guardián.

Rebus volvió la cabeza y miró a la madre sentada con los dos niños abrazados, abrazada a su vez por la amiga del chal en la cabeza del centro de detención. Ninguno prestaba atención a la escena; sólo el niño le miraba fijamente.

—El señor Traynor pensó que era mejor dejarles venir.

—Podían haberse quedado en la furgoneta —replicó Rebus, que había visto en la calle un coche celular azul con barrotes en las ventanas y una rejilla divisoria entre la cabina de conducción y los bancos de atrás.

—Es que no se soltaban de la madre…

Se abrió la puerta y entró otro guardián de más edad con una carpeta, y tras él, la figura en bata blanca de Bill Ness, director del depósito. Ness tenía cincuenta años cumplidos, llevaba gafas de Buddy Holly y, como de costumbre, masticaba chicle. Se acercó a la familia y ofreció el paquete recién abierto de goma de mascar a los niños, que se apretaron aún más contra su madre. A la izquierda de la puerta estaba Ellen Wylie en calidad de testigo del acto de identificación. No esperaba encontrase allí a Rebus, puesto que él le había dicho que se ocupara ella.

—¿Todo en orden? —preguntó el guardián mayor a Rebus.

—Guai —contestó él retrocediendo unos pasos.

—Señora Yurgii, cuando usted quiera —dijo Ness muy amable.

Ella asintió con la cabeza y trató de ponerse en pie, pero tuvo que ayudarla su amiga. La mujer puso ambas manos en la cabeza de sus hijos.

—Yo me quedo con ellos si quiere —dijo Rebus.

Ella le miró y susurró algo a los niños, que le agarraron con más fuerza.

—Vuestra mamá estará sólo unos minutos ahí dentro —dijo Ness señalando la puerta.

La señora Yurgii se puso en cuclillas delante de los niños y les musitó algo. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Sentó a los niños en sendas sillas, les sonrió y se dirigió a la puerta que Ness abrió para que pasara. Los dos guardianes la siguieron y el mayor dirigió una mirada a Rebus sugiriéndole que vigilara a los niños. Rebus le miró imperturbable.

En cuanto la puerta se cerró, la niña echó a correr hacia ella y apoyó las manitas en la madera sin decir nada y sin llorar. Su hermano se acercó, la abrazó, y los dos volvieron a las sillas. Rebus se puso en cuclillas frente a ellos con la espalda apoyada en la pared. Era una sala angustiosa sin carteles ni avisos de ningún tipo y sin revistas; sin nada para entretenerse por ser un simple lugar de paso donde se esperaba un instante, el tiempo preciso para sacar el cadáver del refrigerador y llevarlo a la sala de reconocimiento. Hecho lo cual la gente se marchaba a toda prisa deseando no demorarse ni un minuto más. Ni siquiera había reloj, porque, como Ness le había comentado a Rebus en una ocasión, «El tiempo no cuenta para nuestros clientes»; una de las gracias que hacía más llevadero aquel trabajo a los empleados.

—Yo me llamo John —dijo Rebus a los niños.

La pequeña no apartaba los ojos de la puerta, pero el niño lo entendió.

—Policía mala —dijo con énfasis.

—Aquí no —replicó Rebus—. En este país, no.

—En Turquía muy mala.

Rebus asintió con la cabeza.

—Pero aquí, no —repitió—. Aquí, la policía buena.

El niño le miraba escéptico, cosa que a Rebus le pareció más que comprensible. Al fin y al cabo, ¿qué experiencia tenía el crío de la policía? Habían venido a por ellos unos funcionarios de Inmigración para llevárselos al centro de detención y desconfiaba de cualquier uniforme. De cualquier autoridad. Eran gentes que habían hecho llorar a su madre, culpables de la desaparición del padre.

—¿Quieres quedarte aquí? ¿En este país? —preguntó Rebus.

El niño parpadeó perplejo sin entender.

—¿Qué juguetes te gustan?

—¿Juguetes?

—Cosas para jugar.

—Yo juego con mi hermana.

—¿Hacéis juegos, leéis libros?

De nuevo la pregunta era un enigma para el pequeño.

Se abrió la puerta y apareció la señora Yurgii sollozando, abrazada a su amiga y seguida por los funcionarios con cara de circunstancias. Ellen Wylie dirigió una inclinación de cabeza a Rebus dándole a entender que había identificado el cadáver.

—Ya está —dijo el guardián de más edad.

Los niños echaron a correr hacia su madre y los dos vigilantes condujeron a los cuatro hacia la salida, camino del mundo de los vivos.

El niño volvió la cabeza para observar la reacción de Rebus, quien esbozó una sonrisa que no obtuvo respuesta.

Ness se dirigió a las dependencias internas, y en la sala de espera sólo quedaron Rebus y Wylie.

—¿Tenemos que hablar con ella? —preguntó Wylie.

—¿Para qué?

—Para tomar nota de cuándo fue la última vez que tuvo noticia de su marido…

—Haz lo que quieras, Ellen.

Ella le miró.

—¿Qué es lo que sucede?

Rebus movió despacio la cabeza.

—Es duro para los niños —añadió ella.

—Dime una cosa, ¿cuándo crees que no ha sido dura la vida para esos niños? —preguntó él.

—Nadie les pidió que vinieran aquí —replicó ella encogiéndose de hombros.

—No, supongo que no.

Wylie no dejaba de mirarle.

—Pero no era eso a lo que se refería —aventuró.

—Simplemente me refería a que se merecen vivir su niñez —replicó Rebus.

Salió a la calle a fumar un pitillo y observó a Wylie arrancar con el Volvo. Paseó por el reducido aparcamiento en el que había tres furgonetas anodinas del depósito a la espera de un servicio mientras adentro los empleados pasaban su tiempo jugando a las cartas y tomando té. Enfrente del edifico había una guardería y Rebus pensó cuán breve era la distancia; aplastó la colilla con la suela del zapato y subió al coche. Fue hacia Gayfield Square, pero pasó de largo la comisaría y se dirigió a una tienda de juguetes que conocía en Elm Row: Harburn Hobbies. Aparcó delante, entró y, sin fijarse en los precios, eligió varios artículos: un tren, un par de maquetas de construcción y una casa de juguete con su muñeca. El dependiente le ayudó a cargarlo todo en el coche. Una vez sentado al volante se le ocurrió algo y se dirigió a su piso de Arden Street. En el armario del vestíbulo tenía una caja con anuarios y cuentos de su hija de veinte años atrás. ¿Por qué los guardaba? Quizás esperando unos nietos que aún no llegaban. Los puso en el asiento trasero del coche con los juguetes y salió de Edimburgo en dirección oeste. Había poco tráfico y antes de media hora estaba en la salida de Whitemire. Vio humo en el campamento, pero la mujer estaba recogiendo la tienda y no prestó atención a su paso. En la caseta había otro vigilante de turno; le enseñó el carnet, entró en el aparcamiento, y allí acudió otro guardián, que le ayudó a descargar las cajas a regañadientes.

No vio a Traynor, pero le daba igual. Entraron con los juguetes.

—Tienen que pasar control —dijo el guardián.

—¿Control?

—No se permite entrar nada.

—¿Cree que hay droga escondida en la muñeca?

—Es el reglamento, inspector. Sabemos que es una tontería, pero es nuestra obligación —añadió el guardián bajando la voz.

Intercambiaron una mirada y Rebus asintió con la cabeza.

—¿Pero se los darán a los niños? —insistió.

—Esta misma tarde si puedo.

—Gracias —dijo Rebus, estrechándole la mano y mirando a su alrededor—. ¿Cómo puede aguantar este trabajo?

—¿Preferiría que lo hicieran otros que no fueran como yo? Bien sabe Dios que hay montones…

—Tiene razón —replicó Rebus.

Forzó una sonrisa y dio de nuevo las gracias al guardián, quien se encogió de hombros.

Al salir del centro de detención vio que ya no estaba la tienda. La mujer iba caminando por el arcén cargada con la mochila. Paró el coche y bajó el cristal de la ventanilla.

—¿Quiere que la lleve? Voy a Edimburgo —dijo.

—Usted estuvo aquí ayer —dijo ella.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Quién es usted?

—Soy policía.

—¿Vino por lo del asesinato en Knoxland? —aventuró ella.

Rebus asintió con la cabeza. La mujer miró el asiento de atrás.

—Hay sitio de sobra para la mochila.

—No miro por eso.

—¿No?

—¿Y la casita de muñecas? Cuando pasó antes vi una casita de muñecas.

—Pues le habrá engañado la vista.

—Es evidente —dijo ella—. Al fin y al cabo, ¿a cuento de qué vendría un policía a un centro de detención cargado de juguetes?

—Efectivamente —asintió Rebus bajándose para ayudarla a meter la mochila.

Los primeros quinientos metros rodaron en silencio hasta que Rebus le preguntó si fumaba.

—No, pero fume usted si quiere.

—No, no me apetece —mintió él—. ¿Cuántas veces monta guardia ahí?

—Tantas como puedo.

—¿Sola?

—Al principio éramos más.

—Recuerdo haberlo visto en la tele.

—A veces viene más gente; sobre todo los fines de semana.

—Claro, si trabajan… —comentó Rebus.

—Yo también trabajo, ¿sabe? —replicó ella—. Pero hago acrobacias para compaginarlo.

—¿Trabaja en un circo?

Ella sonrió.

—Es que soy artista —replicó, haciendo una pausa para ver si él le preguntaba—. Y gracias por no dar un resoplido.

—¿Por qué iba a dar un resoplido?

—La mayoría de personas como usted lo hacen.

—¿Qué personas como yo?

—Personas que se sienten amenazadas por quienes son distintos.

Rebus fingió reflexionar al respecto.

—Así que yo soy una de ellas. Y yo que creía…

Ella sonrió.

—De acuerdo. Es una conclusión precipitada, pero no sin fundamento, créame.

Se inclinó, accionó el mecanismo del asiento y lo echó completamente hacia atrás, poniendo los pies en el tablero. Rebus pensó que tendría poco más de cuarenta años. Su pelo era castaño parduzco, peinado en trencitas, y llevaba tres anillos en cada lóbulo. Tenía un rostro pálido y pecoso, con incisivos ligeramente protuberantes que le daban un aire de colegiala traviesa.

—Le creo —dijo él—. Supongo que no será rendida admiradora de nuestras leyes de inmigración.

—Leyes que apestan.

—¿Apestan, a qué?

Ella volvió la cabeza y le miró.

—En primer lugar, a hipocresía —dijo—. Vivimos en un país donde puedes comprar un pasaporte si conoces al político adecuado. Pero si no, y si no gusta el color de tu piel o tu adscripción política, no hay nada que hacer.

—¿O sea, que no damos facilidades?

—Por favor… —replicó ella con desdén, dirigiendo la mirada al paisaje.

—Era una simple pregunta.

—¿Una pregunta a la que de antemano cree saber la respuesta?

—Yo sólo sé que aquí hay más bienestar que en muchos países.

—Sí, exacto. ¿Y eso justifica que la gente entregue los ahorros de toda su vida a esas mafias que los introducen por la frontera? ¿Que muera asfixiada en camiones de transporte o aplastada en contenedores?

—Y no se olvide del Eurostar. ¿No se esconden bajo los vagones?

—¡No me trate en plan condescendiente!

—No lo pretendo. Era por darle conversación —replicó Rebus concentrándose unos instantes en la conducción—. Bien, ¿a qué arte se dedica?

Ella no contestó de inmediato.

—Soy pintora. Hago sobre todo retratos… y algún paisaje.

—¿Conoceré yo su firma?

—No tiene aspecto de coleccionista.

—En cierta ocasión tuve un H. R. Giger.

—¿Auténtico?

Rebus negó con la cabeza.

—La funda de un LP, Brain Salad Surgery.

—Por lo menos recuerda el nombre del artista —dijo ella con un bufido, pasándose la mano por la nariz—. Mi nombre es Caro Quinn.

—¿Caro es diminutivo de Caroline?

Ella asintió con la cabeza y Rebus tendió como pudo la mano derecha.

—John Rebus —dijo.

Quinn se quitó el guante de lana gris y se estrecharon la mano; el coche rozó la divisoria central de la carretera y Rebus se apresuró a enderezar la dirección.

—¿Llegaremos enteros a Edimburgo? —comentó la pintora.

—¿Dónde quiere que la deje?

—¿Pasa cerca de Leith Walk?

—Mi comisaría está en Gayfield.

—Perfecto. Si no es mucha molestia, yo vivo en Pilrig Street.

—Muy bien.

Permanecieron unos minutos en silencio hasta que Quinn lo rompió:

—En Europa no trasladan al ganado como se hace con algunas de estas familias. En Gran Bretaña hay casi dos mil en centros de detención.

—Pero muchas consiguen quedarse, ¿no es cierto?

—No tantas. En Holanda están a punto de deportar a veintiséis mil personas.

—Qué barbaridad. ¿Cuántas hay en Escocia?

—Sólo en Glasgow once mil.

Rebus lanzó un silbido.

—Hace un par de años éramos el país que más solicitantes de asilo acogía.

—Yo pensaba que seguíamos siéndolo.

—La cifra va en franca disminución.

—¿Porque se vive mejor en otros sitios?

Ella le miró y vio que era un sarcasmo.

—Porque cada vez endurecen más los controles.

—Pero hay trabajo para todos —comentó Rebus encogiéndose de hombros.

—¿Y por eso hemos de ser menos compasivos?

—En mi trabajo no queda mucho tiempo para la compasión.

—¿Por eso fue a Whitemire con un montón de juguetes?

—Me llaman Papá Noel.

Rebus aparcó en doble fila delante de una casa de apartamentos que ella le indicó.

—Suba un momento —dijo Quinn.

—¿Para qué?

—Quiero enseñarle una cosa.

Cerró el coche, esperando que el dueño de un Mini que quedaba bloqueado no se molestara. La pintora dijo que vivía en el último piso; como los estudiantes, según la experiencia de Rebus, pero Quinn dio otra explicación:

—Dispongo de doble espacio porque la vivienda comunica con la buhardilla por una escalera.

Abrió el portal y Rebus se quedó rápidamente rezagado medio tramo de escalera y creyó oírle decir algo cuando ella entró en el piso —un nombre tal vez—, pero al meterse por el pasillo no vio a nadie. Quinn había dejado la mochila contra la pared y le hacía señas de que fuese hacia la empinada escalera que conducía a la buhardilla. Rebus respiró hondo un par de veces y se dispuso a escalar de nuevo.

Era una sola pieza con luz natural de cuatro grandes ventanas Velux. Había lienzos apoyados en las paredes y fotos en blanco y negro sujetas por chinchetas, que cubrían por completo las vigas del techo.

—Suelo trabajar a partir de fotos —dijo ella—. Quería que viera estas.

Señaló unos primeros planos de rostros en los que la cámara había enfocado específicamente los ojos. Rebus vio desconfianza, miedo, curiosidad, indulgencia y buen humor. Tantas miradas por doquier le hacían sentirse como un objeto y así se lo dijo a ella, que se mostró complacida.

—En la próxima exposición que haga no voy a dejar un solo espacio en las paredes. Las cubriré totalmente con rostros pintados que exijan que se les haga caso.

—Rostros que nos miren —comentó Rebus asintiendo con la cabeza—. ¿Dónde las ha hecho?

—En muchos sitios: en Dundee, en Glasgow, en Knoxland.

—¿Son todas de inmigrantes?

Ella asintió con la cabeza mirando las fotos.

—¿Cuándo estuvo en Knoxland?

—Hace tres o cuatro meses. Pero me echaron a patadas al cabo de dos días.

—¿A patadas?

—Bueno, digamos que me hicieron ver que allí estaba de más —replicó ella volviéndose.

—¿Quién?

—La gente de allí, la intolerancia, las personas resentidas.

Rebus miró más detenidamente las fotos, pero no vio ninguna cara conocida.

—Algunos se niegan a que les hagan fotos, y yo lo respeto.

—¿Pregunta sus nombres?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Conoció a alguien llamado Stef Yurgii?

Ella comenzó a negar con la cabeza, pero de pronto se puso tensa y abrió exageradamente los ojos.

—¡Me está interrogando!

—Ha sido una simple pregunta —replicó él.

—Se hizo el amable ofreciéndose a llevarme en el coche… —añadió ella meneando la cabeza, contrariada por haber caído en la trampa—. Dios, y yo le invito a subir a mi casa.

—Caro, yo estoy resolviendo un caso, y si quiere que le diga la verdad, me ofrecí a traerla por simple curiosidad. Nada más.

Ella le miró a la defensiva cruzando los brazos.

—Curiosidad ¿por qué exactamente? —inquirió.

—No lo sé… Tal vez intrigado por el hecho de que se manifestara frente a Whitemire. No me pareció el prototipo.

—¿Qué prototipo? —replicó ella entrecerrando los ojos.

Rebus se encogió de hombros.

—No iba despeinada y con guerrera, ni con mirada de mala leche y un perro atado con cuerda de tender… ni va atiborrada de piercings —dijo tratando de quitarle hierro al asunto.

Vio con alivio que ella se relajaba, le dirigía una breve sonrisa, bajaba los brazos y metía las manos en los bolsillos.

Abajo, en el piso, se oyó el llanto de un niño.

—¿Es suyo? —preguntó Rebus.

—Ni siquiera estoy casada, de momento.

Empezó a bajar la estrecha escalera, mientras él lo pensaba un instante antes de seguirla, convencido de que todos aquellos ojos le miraban.

Vio una puerta abierta en el pasillo; la de un pequeño dormitorio con una cama donde una mujer de piel oscura y ojos somnolientos estaba sentada dando el pecho a una niña.

—¿Estás bien? —preguntó Quinn a la joven.

—Bien —contestó ella.

—Te dejo, entonces —dijo Quinn cerrando la puerta.

—Te dejo —se oyó decir dentro del cuarto.

—¿Sabe dónde la encontré? —preguntó la pintora a Rebus.

—¿En la calle?

Ella negó con la cabeza.

—En Whitemire. Es enfermera y no le dejan trabajar aquí. En Whitemire hay médicos, maestros… —Sonrió al ver la cara que ponía él—. Pierda cuidado, que no la saqué a escondidas ni nada de eso. Si se avala a una persona con un dinero, dando una dirección, la ponen en libertad.

—¿De verdad? No lo sabía. ¿Cuánto cuesta?

—¿Está pensando en ayudar a alguien, inspector? —replicó ella sonriendo.

—No… Era por saberlo.

—Mucha gente como yo ha avalado a detenidos. Incluso algún diputado del parlamento escocés. —Hizo una pausa—. Lo dice por la señora Yurgii, ¿verdad? La vi volver al centro en un coche celular con los niños y no había pasado una hora cuando llegó usted con los juguetes. —Hizo otra pausa—. No aceptarán el aval.

—¿Por qué no?

—Porque se considera que existe riesgo de fuga, probablemente debido a que su esposo se escabulló.

—Pero ha muerto.

—No creo que eso cambie las cosas —dijo ladeando la cabeza como estudiando sus facciones—. ¿Sabe una cosa? Tal vez le juzgué precipitadamente. ¿Tiene tiempo para tomar un café?

Rebus consultó el reloj fingiendo pensárselo.

—Tengo que hacer —contestó a la vez que sonaban unos bocinazos en la calle—. Además, habrá que apaciguar al conductor de ese Mini.

—Pues en otra ocasión.

—Eso es —asintió él tendiéndole una tarjeta—. Por detrás está anotado el número de mi móvil.

Ella sostuvo la tarjeta en la palma de la mano como sopesándola.

—Gracias por traerme —dijo.

—Avíseme cuando inaugure la exposición.

—Tendrá que venir con dos cosas: el talonario de cheques…

—¿Y qué más?

—Su conciencia —añadió abriéndole la puerta.