11

Por la mañana Rebus volvió a Knoxland. En el suelo había aún pancartas y cartones con los lemas medio borrados por las huellas de pisadas. Entró en la caseta a tomarse el café que llevaba en la mano y a terminar de leer el periódico. En conferencia de prensa la tarde anterior habían revelado a los medios de comunicación el nombre de Stef Yurgii, que en el tabloide de Steve Holly figuraba como una simple mención, mientras que Mo Dirwan tenía dedicados dos párrafos. Había también unas fotos de Rebus: sujetando al cabeza rapada, recibiendo las gracias por parte de un alborozado Dirwan brazos en el aire, mientras sus seguidores contemplaban la escena. Estaba casi seguro de que el titular era del propio Holly: «APEDREADO».

Tiró el periódico a la papelera, pero, pensando en que probablemente lo cogería alguien para hojearlo, al ver un vaso de plástico con restos de café, lo vertió en las páginas y se quedó más tranquilo. Consultó su reloj: las nueve y cuarto. Había pedido un coche patrulla para ir a Portobello y pensó que estaría a punto de llegar. En la caseta reinaba la tranquilidad. Por prudencia habían decidido no llevar un ordenador y los informes del puerta a puerta se recopilaban en Torphichen. Se acercó a la ventana, arrancó unos trozos de vidrio e hizo con ellos un montón. A pesar de la reja, habían roto la ventana con un palo o un hierro para echar dentro algo pegajoso que manchaba el suelo y la mesa más cercana. Como toque final pintarrajearon con spray la palabra PASMA en todas las superficies posibles del exterior. Antes de terminar la jornada entablarían la ventana, y seguramente la caseta sería inventariada como material disponible, ya que allí habían averiguado cuanto podían y recogido las pruebas existentes. Rebus sabía que Shug Davidson emplearía la estrategia básica de abochornar al Gobierno haciendo hincapié en las condiciones del barrio. Tal vez los artículos de Steve Holly vendrían bien.

Bueno, no estaría mal que así fuera, pero lo más probable sería que en Knoxland muchos no vieran el fondo racista del caso y sintieran que estaba plenamente justificado. De todos modos, la única esperanza de Davidson era que alguien le sacara de apuros: un testigo.

Un nombre.

Había la sangre, un arma que esconder, ropa que quemar o tirar. Alguien habría visto algo y estaba agazapado en uno de aquellos bloques, y Rebus esperaba que le remordiera bien la conciencia. Alguien tenía que saber algo.

Había llamado a Steve Holly a primera hora para preguntarle cómo era posible que estuviera siempre delante de The Nook para sorprender la salida de algún famoso.

Se trata de periodismo de investigación de calidad. Pero de eso hace tiempo.

—Ah, ya.

Cuando inauguraron el local tuvo unos meses de gran aceptación; fue cuando hice esas fotos. Va usted mucho por allí, ¿eh?

Rebus colgó sin dignarse replicar.

Oyó que llegaba un coche; miró por el cristal roto y sonrió al ver quién era, apuró el café y salió a recibir a Gareth Baird, saludando con una inclinación de cabeza a los dos agentes uniformados que lo traían.

—Buenos días, Gareth.

—¿A qué viene todo esto? —exclamó Gareth metiendo los puños en los bolsillos-Es puro acoso.

—En absoluto. Resulta que eres un testigo valioso. No olvides que tú sabes qué aspecto tiene la amiga de Stef Yurgii.

—¡Dios, si apenas me fijé!

—Pero la oíste hablar —replicó Rebus despacio— y nos da la impresión de que la reconocerías si volvieras a verla.

—¿Qué quieren, que les haga un retrato robot?

—Eso después. Ahora lo que vas a hacer es un recorrido con estos dos agentes.

—¿Un recorrido?

—De puerta en puerta. Así te harás una idea de lo que es el trabajo de la policía.

—¿De cuántas puertas? —dijo Gareth mientras miraba los bloques altos.

—Todas.

El muchacho miró a Rebus con ojos muy abiertos como un niño que recibe una regañina inmerecida.

—Cuanto antes empieces… —añadió Rebus dándole unas palmaditas en la espalda—. Lleváoslo, muchachos —dijo a los agentes.

Miró a Gareth caminar de mala gana y cabizbajo entre los dos agentes hacia el primer bloque y sintió una punzada de satisfacción. Era agradable ver que la profesión ofrecía de vez en cuando un aliciente.

Llegaron otros dos coches. Davidson y Wylie en uno de ellos, y Reynolds en el segundo. Seguramente venían juntos desde Torphichen. Davidson traía el periódico doblado por el titular de «apedreado».

—¿Has visto esto? —preguntó.

—Yo no caigo tan bajo, Shug.

—¿Por qué no? —dijo Reynolds sonriente—. Ahora es el nuevo paladín de los del turbante.

Davidson se sonrojó.

—Charlie, otro comentario como ese y te abro expediente, ¿está claro?

—Se me ha escapado, señor —dijo Reynolds poniéndose firme.

—Se te escapa mucho la lengua. Que sea la última vez.

—Sí, señor.

Davidson hizo una larga pausa antes de hablar.

—¿Hay algo útil que tengas que hacer? —preguntó.

Reynolds se relajó visiblemente.

—Información interna, señor: en un piso hay una mujer que hace té con galletas.

—¿Ah, sí?

—Hablamos ayer, señor. Y dijo que no le importaría hacernos un té de vez en cuando.

—Pues ve a traerlo —comentó Davidson, y añadió antes de que Reynolds se alejara—: Ah, Charlie, y no te entretengas mucho, que el tiempo corre.

—No se preocupe, señor, será una gestión estrictamente profesional —replicó Reynolds dirigiendo una sonrisa de connivencia a Rebus al pasar por su lado.

Davidson se volvió hacia él.

—¿Quién era ese que iba con los agentes? —preguntó.

—Gareth Baird —contestó Rebus encendiendo un cigarrillo—. Van con él para ver si descubren en algún piso a la amiga de la víctima.

—Una aguja en un pajar —comentó Davidson.

Rebus se encogió de hombros. Ellen Wylie estaba dentro de la caseta y Davidson miró las pintadas.

—La pasma, la pasma… —dijo apartándose el pelo de la frente y rascándose la cabeza—. ¿Hay algo más para hoy?

—La esposa de la víctima va a identificar el cadáver. Creo que yo debería estar presente —hizo una pausa—. A menos que quieras ir tú.

—Te lo dejo a ti. ¿No tienes ninguna otra cosa en Gayfield?

—Ni siquiera una mesa decente.

—¿Esperan que te retires?

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Crees que debería hacerlo?

—¿Qué te espera después de la jubilación? —preguntó Davidson con gesto escéptico.

—Una hepatitis, probablemente. Ya tengo dada la entrada…

Davidson sonrió.

—Bueno, a nosotros nos falta personal, lo que quiere decir que me alegra que sigas de servicio.

Rebus iba a decir algo, quizá «gracias», pero Davidson levantó un dedo.

—Siempre que no me organices líos, ¿está claro?

—Como el agua, Shug.

Se volvieron los dos al oír un saludo en voz alta procedente de un segundo piso:

—¡Buenos días, inspector!

Era Mo Dirwan, que agitaba la mano desde la galería exterior. Rebus le devolvió el saludo displicentemente, pero recordó que quería hacerle unas preguntas.

—Aguarde ahí un momento, que ahora subo.

—Estoy en la vivienda doscientos dos.

—Dirwan se ocupaba del caso de la familia Yurgii —dijo Rebus—. Tengo que aclarar algo con él.

—Pues adelante. Pero nada de fotos —añadió Davidson poniéndole la mano en el hombro.

—Pierde cuidado, Shug.

Rebus subió en el ascensor al segundo piso y fue hasta la puerta 202. Miró hacia abajo y vio que Davidson examinaba los deterioros externos de la caseta y que no se veía por ninguna parte a Reynolds con el té prometido.

La puerta estaba abierta y entró sin llamar. Era un piso alfombrado con una especie de retales y había una escoba apoyada en la pared del vestíbulo. Un escape de agua había dejado su huella oscura en el techo color crema.

—Estoy aquí —oyó decir a Dirwan.

Se encontraba sentado en el sofá del cuarto de estar. El calefactor tenía las dos resistencias encendidas y el vaho cubría las ventanas. Se oía una música étnica suave procedente de un casete y, de pie, frente al sofá, un hombre y una mujer ya mayores.

—Siéntese aquí —dijo Dirwan dando una palmadita sobre el sofá y sosteniendo en la otra mano un platillo con una taza.

Rebus se sentó y la pareja inclinó levemente la cabeza en respuesta a su sonrisa de saludo. Sólo después de sentarse advirtió que no había más sillas y que la pareja permanecía de pie por necesidad. Al abogado no parecía importarle.

—El señor y la señora Singh llevan aquí once años —dijo—. Pero les queda poco.

—Lo lamento —dijo Rebus. Dirwan contuvo la risa.

—No van a deportarlos, inspector. A su hijo le han ido bien los negocios y tiene una buena casa en Barnton.

—En Cramond —corrigió el hombre.

Cramond era una de las mejores zonas de la ciudad.

—Una buena casa en Cramond —repitió el abogado— y van a mudarse a ella.

—En casa aparte —añadió la mujer complacida con la expresión—. ¿Quiere té o café?

—No, muchas gracias —dijo Rebus—. Pero querría hablar con el señor Dirwan.

—¿Quiere que les dejemos a solas?

—No, no; podemos hablar fuera —respondió Rebus mirando intencionadamente a Dirwan.

Este tendió la taza a la mujer.

—Dígale a su hijo que le deseo toda clase de parabienes —añadió elevando la voz exageradamente.

Los Singh le dirigieron una inclinación de la cabeza y Rebus se puso en pie. Tras estrecharles la mano, condujo a Dirwan a la galería.

—No me dirá que no es una familia encantadora —comentó Dirwan después de cerrarse la puerta—. Ya ve que los inmigrantes aportan también prosperidad a la sociedad.

—Nunca lo he puesto en duda. ¿Sabe que tenemos el nombre de la víctima? Stef Yurgii.

Dirwan lanzó un suspiro.

—Me he enterado esta mañana —dijo.

—¿Ha visto las fotos publicadas en los tabloides?

—Yo no leo la prensa basura.

—¿Pensaba comunicarnos que le conocía?

—Yo no le conocía. Conozco a la esposa y a los hijos.

—¿Y no ha tenido ningún contacto con él? ¿No trató de hacer llegar a través de usted algún mensaje a su familia?

Dirwan negó con la cabeza.

—A través de mí, no. Se lo habría dicho a usted. Tiene que creerme, John —añadió mirándole fijamente.

—Sólo mis mejores amigos me llaman John —replicó Rebus— y la confianza hay que ganársela, señor Dirwan. —Se calló un momento para que lo pensase—. ¿No sabía que estaba en Edimburgo?

—No lo sabía.

—Pero se ocupa del caso de la esposa.

El abogado asintió con la cabeza.

—Escuche. No hay derecho. Nos llamamos civilizados, pero nos da igual que ella se pudra con los niños en Whitemire. ¿Ha estado allí?

Rebus asintió con la cabeza.

—Pues ya lo ha visto: no hay árboles, es como una cárcel, con el mínimo de enseñanza y de comida.

—Pero eso no tiene nada que ver con esta investigación —no pudo por menos de replicar Rebus.

—¡Dios mío, no acabo de creerme lo que oigo ahora que ve personalmente los problemas del racismo en este país!

—Que no afecta a los Singh.

—Que los vea usted sonreír no significa nada —espetó de pronto Dirwan rascándose la nuca—. No debería tomar tanto té: calienta la sangre.

—Escuche, le doy las gracias por su ayuda por hablar con toda esa gente…

—Por cierto, ¿quiere saber qué he averiguado?

—Naturalmente.

—Estuve ayer toda la tarde yendo de puerta en puerta y esta mañana desde primera hora. Claro que hubo muy pocos que me dijeran algo interesante o que aceptasen hablar conmigo.

—Gracias por intentarlo.

Dirwan aceptó el cumplido con una inclinación de cabeza.

—¿Sabe que Stef Yurgii era periodista en su país?

—Sí.

—Pues bien, los que le conocían en el barrio lo ignoraban. Pero él sabía llegar a la gente y lograr que hablaran, cosa natural en un periodista, ¿de acuerdo?

Rebus asintió con la cabeza.

—Pues Stef hablaba con la gente de sus vidas y les preguntaba datos muy relacionados con su propio pasado.

—¿Cree que pensaba escribir algo sobre ese tema?

—Es una posibilidad.

—¿Y qué me dice de su amiga?

Dirwan negó con la cabeza.

—Nadie la conoce. Claro que, teniendo mujer e hijos en Whitemire, es muy posible que no le interesara hacer pública esa relación.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Alguna cosa más? —inquirió.

—De momento no. ¿Quiere que siga llamando a las puertas?

—Sé que es una tarea ingrata…

—¡Ni mucho menos! Empiezo a hacerme una idea de este barrio y estoy conociendo a gente que a lo mejor quiere formar una asociación.

—¿Como la de Glasgow?

—Exactamente. La unidad hace la fuerza.

Rebus reflexionó un instante.

—Bien, le deseo suerte. Y gracias de nuevo —añadió estrechando la mano que le tendía sin que le inspirara plena confianza.

Al fin y al cabo era un abogado y, además, tenía sus propios planes.

Alguien avanzaba por la galería y se apartaron para dejar paso. Rebus vio que era el jovenzuelo del día anterior; el de la piedra. Les miró sin saber a cuál de los dos dirigir mayor desprecio, se detuvo ante los ascensores y pulsó el botón.

—Me han dicho que te gustan los tatuajes —dijo Rebus, al tiempo que se despedía de Dirwan con una inclinación de cabeza y se acercaba al chico, quien dio un paso atrás como si viera a un apestado.

Ninguno de los dos apartaba los ojos de la puerta del ascensor, en tanto que Dirwan, después de llamar sin resultado al 203, se dirigió al 204.

—¿Qué quiere? —murmuró el joven.

—Pasar buenamente el día. Es lo que hacen los seres humanos: comunicarse, ¿sabes?

—¿Y a mí qué coño me importa?

—Y también aceptamos la opinión de los demás. Al fin y al cabo, cada uno es como es.

Se oyó un leve sonido metálico al abrirse las puertas del ascensor de la izquierda y Rebus, que se disponía a entrar, al ver que el joven se quedaba atrás, le agarró de la cazadora y le arrastró dentro, sujetándole hasta que se cerraron las puertas. El chico trató de zafarse para pulsar el botón de apertura, pero el ascensor inició el descenso.

—¿Te gustan los paramilitares esos de la UVF? —prosiguió Rebus.

El joven se limitó a apretar los labios.

—Claro, me imagino que es una especie de cobijo —añadió Rebus como hablando para sus adentros—. Los cobardes necesitan algo en que escudarse. En cuanto a esos tatuajes, ya verás qué bonitos resultan cuando te cases y tengas hijos, vecinos católicos y un jefe musulmán.

—Sí, hombre, me gustaría verlo.

—Vas a ver muchas cosas que no podrás evitar, hijo. Te lo dice alguien con experiencia.

El ascensor se detuvo pero las puertas no se abrieron lo deprisa que el joven esperaba, y él las forzó y salió corriendo. Rebus le vio cruzar la zona de juegos bajo la mirada de Shug Davidson, que observaba la escena desde la puerta de la caseta.

—¿Haciendo amistades en el barrio? —dijo.

—Dándole unos consejos para el futuro —asintió Rebus—. Por cierto, ¿cómo se llama?

—Howard Slowther —contestó Davidson tras un momento de reflexión—. Le llaman Howie.

—¿Qué edad tiene?

—Casi quince años. Los funcionarios de Educación andan buscándole por faltar a clase. Uno más que se encamina irremediablemente hacia la delincuencia —añadió Davidson alzando los hombros—. Y nosotros no podemos hacer nada si no comete alguna estupidez gorda.

—Que puede ser en cualquier momento —comentó Rebus sin apartar la mirada del chico.

A lo lejos, comenzaba a bajar la cuesta hacia el pasadizo subterráneo.

—En cualquier momento —repitió Davidson—. ¿A qué hora es la cita en el depósito?

—A las diez —contestó Rebus consultando el reloj—. Me marcho.

—No te olvides de mantenerte en contacto.

—Te enviaré una postal, Shug: «Ojalá estuvieras aquí».