—Sí que es… rústico —dijo Alexis Cater recorriendo con la vista las paredes patinadas de nicotina del salón de atrás del Bar Oxford.
—Me alegro de que le guste.
Él esgrimió un dedo.
—Ese fuego que hay en usted me gusta. Yo he apagado bastantes fuegos en mi vida, pero después de encenderlos —añadió sonriendo satisfecho, llevándose el vaso a los labios y degustando la cerveza antes de tragarla—. No está mal, y muy barata. Tengo que tomar nota del local. ¿Es su bar habitual?
Siobhan negó con la cabeza en el momento en que el barman se acercaba a retirar un vaso vacío.
—¿Qué tal, Shiv?
Ella le hizo un saludo con la cabeza.
—Está descubierta, Shiv —dijo Cater sonriente.
—Siobhan —replicó ella.
—Hagamos un trato, yo la llamo Siobhan si usted me llama Lex.
—¿Hace tratos con agentes de policía?
Los ojos de Cater chispearon por encima del vaso.
—Me cuesta imaginármela de uniforme… pero merece la pena, cuando menos.
Siobhan se había sentado en el banco pensando que él lo haría enfrente, en la silla, pero Cater se había acomodado a su lado y no dejaba de acortar distancias imperceptiblemente.
—Dígame una cosa —dijo ella—. ¿Esa estrategia de conquistador le da siempre buen resultado?
—No puedo quejarme. Aunque… —añadió mirando el reloj— llevo aquí casi diez minutos y usted aún no me ha preguntado nada sobre mi padre. Puede decirse que es un récord.
—O sea, que a las mujeres les cae bien por ser hijo de papá.
—Tocado —respondió él con una mueca.
—¿Recuerda por qué hemos concertado esta reunión?
—Dios, no le dé ese cariz tan formal.
—Si quiere formalidad, podemos seguir charlando en Gayfield Square.
—¿En su piso? —replicó él alzando una ceja.
—En mi comisaría —puntualizó ella.
—Dios mío, qué difícil.
—Lo mismo estaba yo pensando.
—Necesito un cigarrillo —dijo Cater—. ¿Usted fuma?
Siobhan negó con la cabeza y él buscó con la mirada. En la mesa contigua acababa de sentarse un cliente que leía el periódico. Cater miró la cajetilla que tenía sobre la mesa y dijo:
—Perdone, ¿no tendría por casualidad un cigarrillo de más para mí?
—No, de más no. Los necesito todos —respondió el hombre prosiguiendo la lectura.
—Qué clientela tan agradable —comentó Cater volviéndose hacia Siobhan.
Ella se encogió de hombros. No pensaba decirle que había una máquina a la entrada de los servicios.
—El esqueleto —espetó, como recordatorio.
—¿Qué sucede con el esqueleto? —dijo él reclinándose en el asiento como deseando evadirse.
—Lo robaron del pasillo frente al despacho del profesor Gates.
—¿Y qué?
—Quiero saber cómo acabó bajo un suelo de hormigón en el callejón Fleshmarket.
—Y yo —replicó él con desdén—. Tal vez pueda venderle la idea a papá para una miniserie.
—Después de cogerlo de la facultad… —añadió ella para darle pie.
Cater movió el vaso formando espuma en la cerveza.
—¿Me toma por una cita barata que a la primera copa lo cuenta todo?
—De acuerdo, pues… —dijo Siobhan levantándose.
—Termínese la copa al menos —protestó él.
—No, gracias.
Él movió la cabeza de un lado a otro.
—Bueno, como quiera. Siéntese —añadió con un gesto de invitación— y se lo contaré.
Siobhan estaba indecisa, pero acabó por acomodarse en la silla frente a él, al tiempo que Cater desplazaba hacia ella el agua tónica.
—Dios, cuando se embala qué exagerada es.
—Seguro que usted también —replicó ella alzando el vaso.
Al entrar en el bar había pedido ginebra y tónica, pero se las arregló para hacer una seña a Harry e indicarle que no echara ginebra, por eso le había resultado barata la cuenta a Cater.
—Si se lo cuento, ¿acepta que vayamos a comer un bocado después?
Ella le miró furiosa.
—Es que estoy hambriento —insistió él.
—En Broughton Street encontrará un buen quiosco de patatas fritas y pescado.
—¿Cerca de su piso? Podríamos comprar la cena y llevárnosla allí.
Esta vez Siobhan no pudo evitar una sonrisa.
—Nunca se rinde, ¿verdad?
—No, si no estoy totalmente seguro.
—¿Seguro de qué?
—De que a la mujer no le intereso —respondió con una sonrisa de oreja a oreja.
El de la mesa contigua se aclaró la garganta mientras pasaba una página.
—Ya veremos —respondió ella, y añadió—: Aún tiene que hablarme de los huesos de Mag Lennox.
Él miró al techo, pensativo.
—Qué tiempos aquellos… Esto será confidencial, ¿no? —espetó.
—Pierda cuidado.
—Pues sí, tiene razón, decidimos tomar prestada a Mag porque íbamos a dar una fiesta y pensamos que sería divertido. La ocurrencia nos vino por una fiesta de un estudiante de veterinaria que sacó un perro disecado del laboratorio y lo puso en el baño, y cada vez que alguien tenía que…
—Ya me lo imagino.
Él se encogió de hombros.
—Es lo que hicimos nosotros con Mag. La pusimos en una silla presidiendo la mesa y luego creo que hasta bailamos con ella. Estábamos todos un poco bebidos, pero pensábamos devolverla…
—¿Y no lo hicieron?
—Bueno, es que cuando nos despertamos por la mañana se había marchado por sí sola.
—No me venga con cuentos.
—Bien, pues alguien se la llevó.
—Con el esqueleto del niño. ¿Lo cogieron cuando la facultad renovó el material?
Él asintió con la cabeza.
—¿No averiguaron quién se los llevó?
Cater negó con la cabeza.
—Éramos siete en aquella cena y a continuación vino la fiesta con veinte o treinta personas. Pudo ser cualquiera de ellas.
—¿Tiene algún sospechoso en particular?
Cater reflexionó un instante.
—Pippa Greenlaw vino con un tipo algo basto, pero era un ligue ocasional y nunca más se supo.
—¿Tenía nombre?
—Yo diría que sí —respondió él mirándola—, aunque no creo que fuera tan sexy como el de usted.
—Esa Pippa, ¿es también médica?
—Dios, no. Trabaja en relaciones públicas. Ahora que lo pienso fue así como conoció a su galán. Un futbolista. —Hizo una pausa—. Bueno, quería ser futbolista.
—¿Tiene algún número de teléfono de Pippa?
—Debo de tenerlo… No sé si será el mismo… —añadió inclinándose hacia delante—. Claro que no lo llevo encima. Por consiguiente, creo que tendremos que acordar otro rendez-vous.
—Sí; es decir, usted me llama y me lo dice —replicó ella tendiéndole una tarjeta—. Si no estoy, deje el mensaje a la telefonista de la comisaría.
La sonrisa de Cater se suavizó mientras la miraba e inclinaba la cabeza a un lado y a otro.
—¿Qué pasa? —inquirió ella.
—Estoy pensando hasta qué extremo esa actitud de Dama de Hielo es pura pose. ¿Nunca abandona su papel? —añadió estirando el brazo por encima de la mesa, asiéndola de la muñeca y besándosela.
Siobhan se zafó de un tirón; él se reclinó en el asiento con cara de embeleso.
—Fuego y hielo —musitó Cater—. Una buen mezcla.
—¿Quiere ver otra buena mezcla? —dijo el cliente de la mesa contigua cerrando el periódico—. ¿Qué tal un puñetazo en la cara y una patada en el culo?
—¡Oh, cielos, sir Galahad! —exclamó Cater riendo—. Lo siento, amiguete, no hay ninguna damisela que requiera sus servicios.
El hombre se puso en pie y se situó ante ellos, pero Siobhan se interpuso tapando a Cater.
—Déjalo, John —dijo, y añadió para Cater—: Más vale que se escabulla.
—¿Conoce a este primate?
—Es colega mío —dijo Siobhan.
Rebus estiró el cuello pare ver mejor a Cater.
—Dele ese número, amigo. Y déjese de galanteos.
Cater se levantó, recreándose en apurar despacio su cerveza.
—Ha sido una velada deliciosa, Siobhan. A ver si la repetimos. Con o sin mono amaestrado.
—¿Ese Aston de fuera es suyo, amigo? —preguntó el barman asomándose a la puerta del salón.
—Es bonito, ¿verdad? —replicó Cater con soltura.
—Pues no sé, pero un cliente lo ha confundido con un urinario.
Cater ahogó un grito y subió corriendo los escalones hacia la salida. Harry les dirigió un guiño y volvió a la barra, mientras ellos se miraban intercambiando una sonrisa.
—Pegajoso de mierda —murmuró Rebus.
—Tal vez sea comprensible, teniendo en cuenta quién es el padre.
—Sí, claro, su papá se lo ha dado todo hecho —comentó Rebus sentándose a su mesa, al tiempo que Siobhan volvía la silla hacia él.
—Puede que sea una pose.
—Como la tuya, Dama de Hielo.
—¿Y la tuya, señor Hosco?
Rebus hizo una mueca y se llevó el vaso a los labios. Siobhan había advertido la manera que tenía de abrir la boca al beber, como si mordiera el líquido con los dientes.
—¿Quieres otra? —dijo.
—¿Tratas de retrasar el momento de la verdad? —replicó él en broma—. Bueno, ¿por qué no? Más barato que allí, será.
Siobhan volvió con las bebidas.
—¿Qué tal en Whitemire?
—Lo mejor que cabía esperar. Un guardián sacó a Ellen Wylie de sus casillas. —Rebus le explicó la visita hasta aquella escena final—. ¿Por qué crees que se pondría así?
—¿Sentido innato de la justicia? —aventuró ella—. A lo mejor tiene antepasados emigrantes.
—¿Como yo?
—Es verdad; me dijiste que eras de origen polaco.
—Yo no. Mi abuelo.
—Seguramente aún tendrás familia en Polonia.
—Dios sabe.
—Bueno, piensa que yo también soy inmigrante, ya que mis padres son ingleses y me criaron al sur de la frontera.
—Pero naciste aquí.
—Y me llevaron a Inglaterra cuando estaba en pañales.
—Eres escocesa, no puedes negarlo.
—Yo sólo digo…
—Somos una nación mestiza. De siempre. Colonizada por los irlandeses y violada y pillada por los vikingos. Cuando era niño, todas las tiendas de pescado y patatas fritas las regentaban italianos y en clase tenía compañeros de apellido polaco y ruso… —Miró su vaso—. Y no recuerdo que a nadie le apuñalaran por eso.
—Pero tú te criaste en un pueblo.
—¿Y qué?
—Me refiero a que Knoxland es distinto.
Él asintió con la cabeza y apuró la cerveza.
—Vamos —dijo.
—Me queda medio vaso.
—¿Acaso se raja, sargento Clarke?
Siobhan ahogó una protesta, pero se puso en pie.
—¿Has estado en un local de estos?
—Un par de veces —contestó Rebus—. En despedidas de soltero.
Aparcaron en Bread Street, frente a uno de los hoteles más elegantes de Edimburgo. Rebus pensó qué impresión causaría a los huéspedes salir de sus lujosas habitaciones y encontrarse en medio del triángulo púbico. La zona se extendía desde los bares con espectáculo de Tollcross y Lothian Road hasta Lady Lawson Street. Locales con carteles que anunciaban «las “jarras” más grandes de Edimburgo» —con el doble sentido de tetas—, «reservados para personas de categoría», «animación continua». De momento no había más que un discreto sex-shop y ni el menor indicio de que por allí hicieran la calle las prostitutas de Leith.
—Me trae ciertos recuerdos —dijo Rebus—. Tú no estabas aquí en los setenta, ¿verdad? En los pubs, a la hora del almuerzo, había go-gos y, cerca de la universidad, un cine de películas porno…
—Qué felicidad verte tan nostálgico —comentó Siobhan con gran frialdad.
Su destino era un pub renovado enfrente de una tienda vacía. Rebus recordaba algunos de sus nombres anteriores: The Laurie Tavern, The Wheaten Inn o The Snakepit; ahora se llamaba The Nook. Un cartel sobre las lunas negras proclamaba los placeres en oferta y prometía «tarjeta de socio de oro inmediata». Un par de gorilas impedían en la puerta la posible entrada de borrachos e indeseables. Los dos tenían sobrepeso, llevaban la cabeza rapada e idéntico traje oscuro color granito con camisa sin corbata, además de un auricular minúsculo para recibir aviso en caso de trifulca en el interior.
—Tarará y Tararí —dijo Siobhan en voz baja.
Era a ella a quien miraban más que a Rebus, pues las mujeres no eran clientes habituales de The Nook.
—Lo siento, no se admiten parejas —dijo uno de los porteros.
—Hola, Bob —replicó Rebus—. ¿Cuándo has salido?
El gorila tardó un momento en reconocerle.
—Tiene buen aspecto, señor Rebus —dijo.
—Y tú; debes de haber utilizado el gimnasio en Saughton. —Rebus se volvió hacia Siobhan—. Te presento a Bob Dodds, que purgaba seis años por agresión grave.
—Me los redujeron en apelación —añadió Dodds—. Y aquel cabrón se lo merecía.
—Sí, había dejado plantada a tu hermana, ¿no es eso? Y tú le apañaste con un bate de béisbol y un cuchillo Stanley. Y aquí estás, tan pancho —añadió Rebus con una sonrisa—. Y desempeñando una función social útil.
—¿Es policía? —preguntó finalmente su compañero.
—Yo también —dijo Siobhan—. Así que, con parejas o sin parejas, vamos a entrar.
—¿Quieren ver al director? —preguntó Dodds.
—Más o menos.
Dodds sacó un walkie-talkie del bolsillo.
—Puerta a oficina.
Se oyeron unos chasquidos de estático y una voz entre interferencias:
—¿Qué coño pasa ahora?
—Dos policías quieren verle.
—¿Buscan un soborno o qué?
Rebus arrebató el aparato a Dodds.
—Sólo queremos hablar, señor. Si nos ofrece un soborno, es un asunto que podemos tratar en comisaría.
—Era en broma, por Dios bendito. Que les acompañe Bob.
Rebus devolvió el transmisor a Dodds.
—Creo que nos ha admitido como socios de oro —dijo.
Nada más cruzar la puerta se encontraron con una mampara que impedía la vista del local antes de pagar la entrada. En el mostrador de recepción, una mujer de mediana edad atendía ante una caja registradora antigua. Cubría el suelo una moqueta carmesí y morada, las paredes eran negras con minúsculos filamentos luminosos como imitando el cielo estrellado o para evitar que los clientes leyeran a la primera la lista de precios y de medidas de las bebidas. La barra era muy parecida a la que Rebus recordaba de la época de la Laurie Tavern, con la salvedad de que no había cerveza de barril; sólo cerveza de botella, más cara. Ocupaba ahora el centro del local un pequeño escenario con dos barras metálicas relucientes que llegaban hasta el techo, y una mujer de piel oscura bailaba al son de una melodía a todo volumen para apenas una docena de clientes. Siobhan advirtió que mantenía los ojos cerrados, concentrada en la música. Había otros dos hombres sentados en un sofá cercano y una mujer con los senos desnudos bailando delante de ellos. Vio una flecha que señalaba en dirección a un «Reservado para VIPs» velado por cortinajes negros. Unos ejecutivos con traje ocupaban tres taburetes de la barra y consumían una botella de champán.
—Más tarde está más animado —comentó Dodds a Rebus—. Y los fines de semana es una locura.
Cruzaron el local y se detuvieron ante una puerta con el cartel de «Privado». Dodds pulsó unos números de un teclado, la abrió y les hizo pasar.
Cruzaron un pasillo estrecho hasta una puerta al fondo. Dodds se detuvo y llamó.
—¡Adelante! —dijo una voz al otro lado.
Rebus hizo a Dodds una señal con la cabeza para que se retirase y giró el pomo.
El despacho no era más grande que un trastero y lo llenaban casi por completo unas estanterías atiborradas de papeles, piezas y trozos de maquinaria, la bomba de un surtidor de cerveza y una vieja máquina de escribir eléctrica. Había una caja fuerte de museo abierta con cajas de pajitas para bebidas y de servilletas de papel y, detrás de la mesa, una ventanita enrejada, que Rebus pensó daría algo de luz por el día. El resto del espacio lo llenaban recortes de fotos de la prensa sensacionalista de clientes saliendo de The Nook, entre los que reconoció a un par de futbolistas cuya carrera había quedado truncada.
El hombre sentado a la mesa tendría algo más de treinta años. Llevaba una camiseta ajustada que ponía de relieve su torso musculoso y dejaba ver sus fuertes brazos; tenía el rostro bronceado y el pelo negro azabache muy corto. El único adorno era un reloj de oro con exceso de esferas. Sus ojos azules brillaban en aquel cuarto poco iluminado.
—Stuart Bullen —dijo tendiendo la mano sin levantarse.
Rebus se presentó e hizo lo propio con Siobhan y, tras estrecharles la mano, Bullen se disculpó por la falta de sillas.
—No caben —dijo encogiéndose de hombros.
—Estamos bien de pie, señor Bullen —dijo Rebus.
—Como ven, en The Nook no hay nada que ocultar, por lo que me extraña su visita.
—Su acento no es de aquí, señor Bullen —comentó Rebus.
—Soy de la costa oeste.
Rebus asintió con la cabeza.
—Creo que su apellido me suena —añadió.
—Para su tranquilidad, le diré que mi padre era Rab Bullen.
—Un gánster de Glasgow —dijo Rebus a Siobhan.
—Un hombre de negocios respetable —corrigió Bullen.
—Que murió de un disparo a quemarropa en la puerta de su casa —dijo Rebus—. ¿Cuánto tiempo hace…, cinco, seis años?
—Si hubiera sabido que quería hablar de mi padre… —replicó Bullen mirándole fijamente.
—No es de su padre de quien quiero hablar —le interrumpió Rebus.
—Señor Bullen, buscamos a una joven —dijo Siobhan— que se llama Ishbel Jardine y se ha marchado de su casa —añadió tendiéndole la foto—. ¿La ha visto?
—¿Por qué iba yo a verla?
Siobhan se encogió de hombros.
—Quizá necesitara dinero, y nos han dicho que usted estaba contratando bailarinas.
—Todos los clubs de Edimburgo contratan bailarinas —replicó él encogiéndose igualmente de hombros—. Van y vienen… Les advierto que mis bailarinas tienen contrato legal y sólo bailan.
—¿Incluso en los reservados especiales? —preguntó Rebus.
—Se trata de amas de casa y estudiantes…, mujeres que necesitan dinero fácil.
—Mire bien la foto, por favor —dijo Siobhan—. Tiene dieciocho años y se llama Ishbel.
—No la he visto en mi vida —contestó Bullen devolviéndosela—. ¿Quién les dijo que contrataba bailarinas?
—Recibimos esa información —respondió Rebus.
—He visto que miraba mi colección —añadió Bullen señalando con la barbilla las fotos de la pared—. Esto es un local de buen tono de un nivel mejor que los de la zona. Lo que quiere decir que somos exigentes con las bailarinas que empleamos y procuramos no contratar a drogadictas.
—Nadie ha dicho que Ishbel fuese drogadicta, y mucho dudo que de este garito pueda decirse que es de buen tono.
Bullen se reclinó en el asiento para examinarle mejor.
—Debe de faltarle poco para jubilarse, inspector, y me gustaría que llegase pronto el día de poder tratar con policías como su colega. Una perspectiva mucho más agradable —añadió sonriendo hacia Siobhan.
—¿Cuánto tiempo hace que tiene este local? —preguntó Rebus sacando el tabaco.
—Aquí no fume, que hay riesgo de incendio —dijo Bullen.
Rebus, tras un instante de indecisión, se guardó la cajetilla. Bullen inclinó levemente la cabeza para dar las gracias.
—Contestando a su pregunta: cuatro años.
—¿Por qué se marchó de Glasgow?
—Pues el asesinato de mi padre podría ser una respuesta.
—No se encontró al culpable, ¿verdad?
—¿No debería cambiar el «no se encontró» por «no encontramos»?
—La policía de Glasgow y la de Edimburgo son como el día y la noche.
—¿Quiere decir que usted habría tenido más suerte?
—La suerte no tiene nada que ver.
—Bien, inspector, si ha venido por eso… Estoy seguro de que tendrá otros locales que visitar.
—¿Podemos hablar con las chicas? —preguntó Siobhan.
—¿Para qué?
—Para enseñarles la foto. ¿Tienen camerino?
Bullen asintió con la cabeza.
—Detrás de la cortina negra, pero sólo entran en los cambios de turno.
—Pues hablaremos con ellas sobre la marcha donde estén.
—Háganlo —espetó Bullen.
Siobhan dio media vuelta dispuesta a salir, pero se detuvo en seco. Había una chaqueta de cuero colgada en la puerta y palpó el cuello con los dedos.
—¿Qué coche tiene? —preguntó de pronto.
—¿Eso qué tiene que ver?
—Es una simple pregunta, pero si prefiere que se la hagamos en otro sitio… —replicó ella mirándole furiosa.
—Un BMW X5 —dijo Bullen con un suspiro.
—¿Deportivo?
Bullen lanzó un bufido.
—Es un todoterreno de tracción en las cuatro ruedas. Grande como un tanque.
Siobhan asintió con la cabeza.
—Son los coches que compran los hombres cuando tienen necesidad de compensar alguna deficiencia —replicó cruzando la puerta sin más comentarios.
Rebus dirigió una sonrisa a Bullen.
—¿Qué me dice ahora de esa «perspectiva mucho más agradable»?
—Yo le conozco —dijo Bullen—. Es el poli que Ger Cafferty tiene metido en el bolsillo.
—¿Y se lo cree?
—Lo dice todo el mundo.
—Y cosa hecha, ¿no?
Rebus dio media vuelta y siguió a Siobhan. Había hecho bien en no responder a la invectiva del joven. Big Ger Cafferty había sido durante años el rey del hampa de Edimburgo y ahora llevaba una vida tranquila, al menos en apariencia. Pero con Cafferty nunca se sabía. Sí, claro que le conocía. De hecho, Bullen acababa de darle una idea, porque si había alguien que pudiera saber qué demonios, hacía un tipo de los bajos fondos de Glasgow como Stuart Bullen en el otro extremo del país, ese alguien era Morris Gerald Cafferty.
Siobhan se había acomodado en un taburete en la barra y los ejecutivos ocupaban ahora una mesa. Rebus se sentó al lado de Siobhan, para tranquilidad del camarero, que probablemente nunca había servido a una mujer sola.
—Una cerveza de la mejor y lo que quiera la señorita —dijo.
—Una coca sin calorías —dijo Siobhan.
El camarero trajo las bebidas.
—Son seis libras.
—El señor Bullen dijo que paga la casa para que seamos buenos —dijo Rebus con un guiño.
—¿Ha visto alguna vez aquí a esta muchacha? —preguntó Siobhan enseñándole la foto.
—Yo diría que no… pero hay muchas chicas como ella.
—¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó Rebus.
El camarero puso mala cara por lo de «hijo». Tendría sus veintitantos años, era bajo y fuerte y lucía camiseta blanca ajustada, quizá a ejemplo de su jefe. Llevaba el pelo en puntas con brillantina, un miniauricular como el de los gorilas y dos aros en la otra oreja.
—Barney Grant.
—¿Hace mucho que trabajas aquí, Barney?
—Un par de años.
—En un local como este serás seguramente uno de los veteranos.
—Soy el más antiguo —asintió el camarero.
—Y seguro que has visto de todo.
Grant asintió con la cabeza.
—Pero algo que no he visto nunca es que Stuart invite a beber a nadie —dijo extendiendo la mano—. Seis libras, por favor.
—Admiro tu constancia, hijo —replicó Rebus echando el dinero sobre el mostrador—. ¿De dónde es tu deje?
—Soy australiano, y le diré una cosa: soy buen fisonomista y creo que le conozco.
—Estuve aquí hace un par de meses en una despedida de soltero, pero no me quedé mucho rato.
—Bien, volvamos a Ishbel Jardine. ¿Cree haberla visto? —preguntó Siobhan con zalamería.
Grant volvió a mirar la foto.
—Pero quizá no haya sido aquí. Hay muchos pubs y discotecas, y puedo haberla visto en cualquier parte.
Guardó el dinero en la caja y Siobhan se dio la vuelta para observar el local, arrepintiéndose inmediatamente de haberlo hecho al ver que una de las bailarinas conducía hacia el reservado a uno de los ejecutivos. Otra, la que había visto al entrar, concentrada en la música, se deslizaba de arriba abajo por el poste plateado sin el tanga de cuero.
—Dios, qué repugnante —comentó a Rebus—. ¿Qué consiguen con eso?
—Aligerar la cartera —repuso él.
Siobhan se volvió otra vez hacia el camarero.
—¿Cuánto cobran?
—Diez libras por un baile que dura unos minutos, y no se permite tocar.
—¿Y en el reservado especial?
—No puedo decirle.
—¿Por qué?
—Porque nunca he entrado. ¿Quiere otra? —preguntó señalando el vaso que estaba lleno de hielo como en el momento de servirlo, pero sin líquido.
—Trucos del oficio —le explicó Rebus a Siobhan—. Cuanto más hielo ponen, menos bebida cabe.
—No, gracias —respondió ella—. Grant, ¿cree que las chicas querrán hablar con nosotros?
—No creo.
—Si le dejamos la foto, ¿se la enseñará?
—Tal vez sí.
—Y aquí tiene mi tarjeta. Puede llamarme si hay novedades —dijo Siobhan tendiéndosela con la fotografía.
—De acuerdo —repuso el camarero guardándolas bajo el mostrador y dirigiéndose a Rebus—: Y usted, ¿quiere otra?
—Con esos precios, no, Barney. Gracias, de todos modos.
—No lo olvide. Llámeme —insistió Siobhan bajándose del taburete y yendo hacia la puerta.
Rebus se detuvo a examinar otras fotos enmarcadas; eran copias de los recortes de periódico del despacho de Bullen. Dio unos golpecitos en una de ellas y Siobhan se acercó para verla mejor. Eran Lex Cater y su cinematográfico padre con sendos rostros blancos por el fogonazo del fotógrafo. A Gordon Cater no le había dado tiempo a tapárselo con la mano y miraba angustiado, pero su hijo sonreía feliz de que su imagen hubiera sido captada para la posteridad.
—Mira los pies de foto —dijo Rebus.
Las imágenes tenían rótulos «exclusivos», todos ellos firmados en negrita por Steve Holly.
—Es curioso que siempre esté en el lugar preciso en el momento justo —comentó Siobhan.
—¿Verdad que sí? —añadió Rebus.
Afuera, se detuvo a encender un cigarrillo mientras ella continuaba hasta el coche, lo abría, subía y apretaba el volante con las manos. Rebus caminó despacio aspirando el humo a fondo. Cuando llegó al coche aún le quedaba medio pitillo, pero lo tiró a la calzada y subió.
—Sé lo que estás pensando —dijo.
—¿Ah, sí? —replicó ella poniendo el intermitente.
—Que es un mercado de carne humana. ¿Por qué le preguntaste lo del coche? —añadió volviéndose hacia ella.
Siobhan reflexionó un instante.
—Porque tenía pinta de chulo —dijo, mientras pensaba en lo del mercado de carne.