9

Su coche era un Volvo S40 con pocos miles de kilómetros. En el asiento del pasajero había unos compactos que Rebus examinó.

—Ponga algo si quiere —dijo ella.

—Antes tengo que enviar un mensaje a Siobhan —replicó él, como excusa para no tener que elegir entre Norah Jones, los Beastie Boys y Mariah Carey. Tardó varios minutos en enviar el mensaje de «siento no pueda ser a las seis sino a las ocho», y luego se preguntó por qué no la había llamado; se habría ahorrado la mitad del tiempo. Casi inmediatamente ella le llamó.

¿Estás de broma?

—Estoy camino de Whitemire.

¿El centro de detención?

—Bueno, sé de buena tinta que es un centro de deportación de Inmigración. Y resulta que allí viven la esposa y los hijos de la víctima.

Siobhan guardó silencio un instante.

Bueno, es que yo a las ocho no puedo. Tengo una cita para tomar una copa y esperaba que tú vinieras también.

—Es muy posible que pueda, y así después iremos al triángulo púbico.

¿A la hora en que hay más gente? ¿Tú crees?

—No puedo arreglarlo de otro modo, Siobhan.

Bueno… Hazlo con tacto, ¿eh?

—¿Qué quieres decir?

Supongo que vas a Whitemire a dar la mala nueva.

—¿Por qué nadie me cree capaz de ser afable? —Wylie le miró y sonrió—. Si quiero, sé ser el poli afectuoso del New Age.

Claro que sí, John. Nos vemos en el Ox hacia las ocho.

Rebus guardó el teléfono y se concentró en la carretera. Salían de Edimburgo en dirección oeste y Whitemire quedaba entre Banehall y Bo’ness, a unos veinticinco kilómetros. Había sido cárcel hasta finales de los setenta y él había estado allí una vez poco después de ingresar en el Cuerpo. Así se lo dijo a Wylie.

—Antes de que yo entrara —comentó ella.

—La cerraron poco después. Lo único que recuerdo es que me enseñaron el sitio de la horca.

—Precioso —dijo Wylie frenando.

Era la hora punta y todos los que vivían en las cercanías de la ciudad regresaban a casa. No había mejor ruta ni atajos posibles y tenían los semáforos en contra.

—Yo sería incapaz de hacer este viaje todos los días —dijo Rebus.

—Pero es bonito vivir en el campo.

—¿Por qué? —preguntó él mirándola.

—Hay más espacio y menos mierda de perro.

—¿Es que en el campo han prohibido los perros?

Ella volvió a sonreír.

—Y por el precio de un piso de dos dormitorios en la Ciudad Nueva puedes tener cinco mil metros cuadrados y una sala de billar.

—Yo no juego al billar.

—Yo tampoco, pero podría aprender. —Wylie hizo una pausa—. Bueno, ¿cuál es el plan en Whitemire?

Rebus reflexionó un instante.

—Tal vez necesitemos un intérprete —dijo.

—No lo había pensado.

—A lo mejor hay uno en el centro, y podría darle la noticia.

—Pero la esposa tendrá que identificar el cadáver.

—Puede decírselo también el intérprete —añadió Rebus.

—¿Cuando nos hayamos marchado?

—Nosotros preguntamos lo que tenemos que preguntar y nos largamos —replicó Rebus encogiéndose de hombros.

—Y luego dicen que no sabe ser afable… —replicó ella mirándole.

Continuaron en silencio mientras Rebus sintonizaba diversas emisoras. No decían nada de su refriega con el muchacho en Knoxland. Esperaba que nadie lo recogiera. Finalmente, vieron el indicador de la salida de Whitemire.

—Estoy pensando una cosa —dijo Wylie—. ¿No deberíamos haberles avisado de nuestra llegada?

—Ahora es un poco tarde.

—La carretera se convirtió en una pista llena de baches con letreros de prohibido el paso bajo pena de sanción. Habían ampliado la valla de cuatro metros con secciones de metal ondulado gris claro.

—Para que nadie vea el interior —comentó Wylie.

—Ni el exterior —añadió Rebus.

Sabía que había habido manifestaciones contra aquel centro y se imaginó que eran la razón de aquel nuevo revestimiento.

—¿Qué demonios es eso? —exclamó Wylie.

Miraba hacia una figura a un lado de la pista. Era una mujer muy abrigada delante de una tienda de campaña unipersonal, junto a una pequeña fogata sobre la que colgaba un hervidor. La mujer sostenía una vela encendida y la protegía con el hueco de la mano. Rebus la miró al pasar, pero ella mantuvo la vista en el suelo balbuciendo algo. Cincuenta metros más allá estaba la entrada. Wylie detuvo el Volvo y tocó el claxon, pero no apareció nadie. Rebus bajó del coche, se acercó a una garita y vio por la ventana a un guardián, que comía un bocadillo.

—Buenas tardes —dijo.

El hombre pulsó un botón y se oyó su voz por un altavoz:

—¿Tiene cita?

—No lo necesito, soy policía —replicó Rebus mostrándole el carnet.

El hombre replicó sin inmutarse:

—Pásemelo.

Rebus lo puso en la bandeja de metal y observó cómo el guardián lo examinaba y llamaba por teléfono, sin lograr oír lo que decía. A continuación el guardián anotó los datos del carnet y volvió a pulsar el botón.

—Matrícula del coche.

Rebus se la leyó y observó que las tres últimas letras eran WYL. Wylie se había comprado una matrícula personalizada.

—¿Le acompaña alguien? —preguntó el vigilante.

—La sargento Ellen Wylie.

El vigilante le pidió que deletreara el apellido y lo anotó todo. Rebus miró hacia la mujer junto a la pista.

—¿Esa siempre está ahí? —preguntó.

El vigilante negó con la cabeza.

—¿Tiene dentro familia o alguien?

—Es una loca —dijo el vigilante devolviéndole el carnet—. Aparque en el estacionamiento de visitantes y saldrán a buscarles.

Rebus asintió con la cabeza y volvió al Volvo. La barrera se alzó automáticamente pero el vigilante tuvo que salir a abrir la puerta. Les hizo una seña para que entraran y Rebus indicó a Wylie el sitio para las visitas en el aparcamiento.

—He visto que tienes una matrícula personalizada —comentó él.

—¿Y?

—Pensaba que eran cosas de chicos.

—Es un regalo de mi novio —dijo Wylie—. ¿Qué iba a hacer?

—Ah, ¿quién es el novio?

—A usted no le importa —replicó ella mirándole furiosa.

Entre el aparcamiento y el edificio había otra valla metálica y estaban haciendo la cimentación de un nuevo edificio.

—Menos mal que hay una industria próspera en Lothian Oeste —musitó Rebus.

Del edificio salió un guardián, que abrió la puerta de la valla y preguntó a Wylie si había cerrado el coche.

—Y he puesto la alarma —respondió ella—. ¿Hay muchos robos de coches aquí?

El hombre no captó la ironía.

—Tenemos gente muy desesperada.

En la entrada principal les esperaba un hombre con traje en lugar de uniforme gris, quien dirigió al guardián una inclinación de cabeza indicándole que se retirara. Rebus miró la fachada de piedra desnuda del edificio y sus ventanitas a gran altura; a derecha e izquierda se alzaban anexos de reciente construcción enjalbegados.

—Me llamo Alan Traynor —dijo el hombre dando primero la mano a Rebus y luego a Wylie—. ¿En qué puedo servirles?

Rebus sacó del bolsillo un ejemplar del periódico doblado por la página de la fotografía.

—Creemos que están aquí detenidas estas personas.

—¿Ah, sí? ¿Cómo han llegado a esa conclusión? Rebus no contestó.

—Su apellido es Yurgii —añadió.

Traynor examinó la foto y asintió despacio.

—Síganme —dijo.

Les condujo al interior de la cárcel. Para Rebus no era otra cosa a pesar de los retoques. Traynor les explicó las medidas de seguridad y añadió que a los visitantes corrientes era obligado tomarles las huellas dactilares, una fotografía y hacerlos pasar por el detector de metales. El personal con el que se cruzaban vestía uniforme azul y llevaba manojos de llaves a la cintura. Como en una cárcel. Traynor tendría algo más de treinta años y el traje azul marino que lucía estaba hecho a medida de su delgada figura. Peinaba su pelo negro largo con raya a la izquierda y a veces le caía sobre los ojos. Les dijo que era el subdirector y que su jefe estaba de baja por enfermedad.

—¿Algo grave?

—Estrés —contestó Traynor encogiéndose de hombros como dando a entender que era lo natural.

Le siguieron por una escalera y cruzaron una oficina de planta diáfana donde había una joven sentada ante un ordenador.

—¿Aún no se ha marchado a casa, Janet? —preguntó Traynor con una sonrisa.

La joven no respondió, pero no dejó de mirarles, a la expectativa. En un momento en que Traynor no observaba, Rebus dirigió un guiño a Janet Eylot.

El despacho de Traynor era pequeño y funcional. A través de un vidrio se veían unos monitores del circuito cerrado de televisión enfocado a una docena de puntos del edificio.

—Lo siento, sólo hay una silla —dijo situándose detrás de la mesa.

—Yo estoy bien de pie, señor —dijo Rebus.

Hizo una señal a Wylie con la barbilla para que se sentara, pero ella optó por permanecer de pie. Traynor tomó asiento en su sillón y miró a los dos policías.

—¿Están aquí los Yurgii? —preguntó Rebus fingiendo interés por los monitores.

—Sí, están aquí.

—¿Y el marido no?

—Escapó… —respondió Traynor encogiéndose de hombros—, pero no de aquí, sino del Servicio de Inmigración.

—¿Y ustedes no forman parte del Servicio de Inmigración?

Traynor replicó con desdén:

—Whitemire está administrado por Cencrast Security, que a su vez es una subcontrata de ForeTrust.

—Es decir, ¿una empresa privada?

—Exacto.

—ForeTrust es una empresa estadounidense, ¿verdad? —preguntó Wylie.

—Eso es. Propietaria de cárceles en Estados Unidos.

—¿Y en Gran Bretaña?

Traynor se limitó a asentir con una inclinación de cabeza.

—Bien, en cuanto a los Yurgii… —añadió jugueteando con la pulsera del reloj, dando a entender que tenía otras cosas que hacer.

—Bueno, señor —dijo Rebus—, le he mostrado el periódico y ni se ha inmutado. Como si no le interesara el titular del artículo. —Hizo una pausa—. Por lo que me da la impresión de que ya conocía el suceso, lo cual me hace preguntarme por qué no nos llamó —añadió apoyando los nudillos en la mesa e inclinándose.

Traynor le miró a la cara y luego dirigió la vista a las pantallas.

—Inspector, ¿sabe usted la mala prensa que tenemos? Más de lo que merecemos… muchísimo más. Pregunte a los equipos de inspección que nos controlan trimestralmente. Le dirán que esta es una empresa humana y eficiente y que no escatimamos en gastos —añadió señalando una pantalla en la que se veía a un grupo de hombres jugando a las cartas en una mesa—. Sabemos que son personas y les tratamos como tales.

—Señor Traynor, si hubiera querido el folleto de la empresa lo habría pedido al entrar —dijo Rebus inclinándose más para que el joven no esquivara su mirada—. Leyendo entre líneas desde la perspectiva corporativa, yo diría que temió que Whitemire se viera envuelto en el caso y por eso no hizo nada… Y eso, señor Traynor, es obstaculización de la justicia. ¿Cuánto tiempo cree que Cencrast le mantendría en su empleo teniendo una ficha policial?

El rostro de Traynor enrojeció.

—No puede probar que yo supiera nada —farfulló.

—Pero puedo intentarlo, ¿no es cierto? —añadió Rebus con la sonrisa más desagradable que se haya visto en la vida. Se irguió volviéndose a Wylie, le dirigió una sonrisa muy distinta y encaró de nuevo a Traynor—. Bien, volvamos a los Yurgii, ¿le parece?

—¿Qué quiere saber?

—Todo.

—Yo no conozco la historia de los detenidos —replicó Traynor a la defensiva.

—Entonces, consulte el expediente.

Traynor asintió con la cabeza y salió a pedir la documentación a Janet Eylot.

—¡Muy bien! —jaleó Wylie a Rebus en voz baja.

—Y además divertido.

Rebus endureció el gesto al regresar Traynor. El joven se sentó y consultó ceñudo varias hojas. La historia que contó no tenía mucho de particular: los Yurgii eran kurdos turcos que habían emigrado a Alemania alegando que corrían peligro en su país, donde habían desaparecido otros miembros de la familia; el padre declaró llamarse Stef. Traynor guardó silencio unos instantes.

—No tenían documentos de identidad ni nada que demostrase que era cierto —continuó—. No parece un nombre kurdo, ¿no creen? Afirmó que era periodista…

Sí, un periodista que escribía artículos críticos contra el Gobierno y que utilizaba varios seudónimos para proteger a su familia, de la que habían desaparecido un tío y un primo, supuestamente detenidos para ser sometidos a tortura y obtener información sobre Stef.

—Dice tener veintinueve años, pero también puede ser mentira, claro.

La esposa tenía veinticinco, y los hijos, seis y cuatro. Manifestaron a las autoridades alemanas que querían vivir en el Reino Unido, y los alemanes estuvieron encantados de tener cuatro refugiados menos. Sin embargo, tras considerar el caso de la familia, Inmigración de Glasgow dictaminó la deportación; primero a Alemania y después probablemente a Turquía.

—¿Se alega algún motivo? —preguntó Rebus.

—Por no demostrar que eran emigrantes económicos.

—Qué fuerte —comentó Wylie cruzando los brazos—. Como demostrar que no eres bruja.

—Esas cuestiones se abordan con gran meticulosidad —dijo Traynor a la defensiva.

—Bien, ¿cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó Rebus.

—Siete meses.

—Es mucho tiempo.

—La señora Yurgii se niega a marcharse.

—¿Puede hacerlo?

—Su caso lo lleva un abogado.

—No será el señor Dirwan…

—¿Cómo lo ha adivinado?

Rebus se maldijo para sus adentros: si hubiera aceptado el ofrecimiento de Dirwan, este habría podido dar la noticia a la viuda.

—¿Habla inglés la señora Yurgii? —preguntó.

—Algo.

—Tendrá que venir a Edimburgo a identificar el cadáver. ¿Cree que lo entenderá?

—No tengo ni idea.

—¿Tienen aquí algún intérprete?

Traynor negó con la cabeza.

—¿Los niños están con ella? —preguntó Wylie.

—Sí.

—¿Todo el día? —Traynor asintió con la cabeza—. ¿No van al colegio?

—Viene un maestro a darles clase.

—¿A cuántos niños exactamente?

—Entre cinco y veinte, según el número de detenidos.

—¿Todos de distinta edad y de varias nacionalidades?

—Nigerianos, rusos, somalíes…

—¿Para un solo maestro?

Traynor sonrió.

—No haga caso de los periódicos, sargento Wylie. Ya sé que nos llaman el «campo de concentración de Escocia» y la gente se manifiesta alrededor del recinto cogida de las manos. —Hizo una pausa con cara de cansado—. Aquí nos ceñimos al procedimiento y nada más. No somos monstruos ni esto es una cárcel. Los edificios nuevos que han visto al entrar son para alojar a las familias, y hay televisión y cafetería, ping-pong y máquinas dispensadoras…

—¿Y cuántos de ellos no van a parar a la cárcel? —preguntó Rebus.

—Si hubieran abandonado el país cuando se les dijo, no estarían aquí —replicó Traynor dando una palmadita en el expediente—. Es la decisión de las autoridades —añadió con un suspiro—. Bien, supongo que querrán ver a la señora Yurgii.

—Sí, pero antes díganos qué consta en el expediente sobre la desaparición de Stef —dijo Rebus.

—Que cuando fueron a buscarle al piso…

—Que estaba, ¿dónde?

—En Sigthill, en Glasgow.

—Un barrio muy alegre.

—Mejor que muchos, inspector. Bien, cuando llegaron, el señor Yurgii no estaba y según su esposa se había marchado la víspera.

—¿Se enteró de que iban a buscarle?

—No era ningún secreto. Se había celebrado el juicio y el abogado se lo había comunicado.

—¿No tenía medios para mantenerse?

—No, a menos que Dirwan le avalase —respondió Traynor encogiéndose de hombros.

Bien, era algo para preguntar al abogado, se dijo Rebus.

—¿No intentó ponerse en contacto con su esposa?

—Que yo sepa, no.

Rebus reflexionó un instante y se volvió hacia Wylie por si tenía alguna pregunta que hacer, pero ella hizo una mueca de renuncia.

—Bien, vamos a ver a la señora Yurgii —dijo.

Había terminado la cena y en la cantina quedaba poca gente.

—Todos comen a la misma hora —comentó Wylie.

Un guardián uniformado discutía con una mujer con la cabeza cubierta por un chal y con un niño pequeño apoyado en su hombro, a quien el guardián quería quitar una fruta.

—A veces se llevan comida a las habitaciones —dijo Traynor.

—¿Y está prohibido?

Traynor asintió con la cabeza.

—No los veo; deben de haber terminado. Síganme.

Les condujo por un pasillo con una cámara del circuito cerrado de televisión. Era un edificio nuevo y limpio, pero para Rebus no dejaba de ser una cárcel.

—¿Ha habido suicidios? —preguntó.

—Un par de intentos —dijo Traynor mirándole furioso—. Y uno que se declaró en huelga de hambre. En estos sitios ya se sabe.

Se detuvo ante una puerta abierta y señaló con la mano. Rebus miró y vio un cuarto de cuatro por cinco metros con una litera, una cama, un armario y una mesa, en la que se entretenían dos niños con lápices de colores hablando en voz baja. La madre estaba sentada en la cama mirando al vacío con las manos en el regazo.

—Señora Yurgii, soy policía —al decirlo los chicos les miraron— y esta es mi colega. ¿Podemos hablar sin que estén los niños?

Ella le observó un buen rato sin pestañear hasta que las lágrimas comenzaron a bañarle las mejillas, al tiempo que su boca se crispaba conteniendo los sollozos. Los niños se acercaron a ella y la abrazaron. La escena era como una repetición de situaciones anteriores. El niño, que tendría seis o siete años, miró a los intrusos con lágrimas en los ojos pero con gesto adusto.

—Marche. No haga esto a nosotros —dijo.

—Tengo que hablar con tu madre —replicó Rebus con voz queda.

—No está permitido. Lárguese —dijo el crío con gran soltura y perfecto acento local.

Habría aprendido de los guardianes, pensó Rebus.

—De verdad que tengo que hablar con…

—Lo sé —terció de pronto la mujer—. Él… ya no… —Sus ojos miraron suplicantes a Rebus, quien sólo supo asentir con la cabeza. Ella se abrazó a los niños—. Él ya no —repitió.

La niña rompió a llorar, pero su hermano no. Era como si supiera que la vida volvía a dar un vuelco y le exigía enfrentarse a una nueva prueba.

—¿Qué sucede? —preguntó la mujer con chal de la cantina, que se había acercado a la puerta.

—¿Conoce a la señora Yurgii? —preguntó Rebus.

—Es amiga mía —contestó ella; ya no llevaba al niño, que había dejado en su hombro una mancha de leche y saliva, y entró en el cuarto y se puso en cuclillas delante de la viuda—. ¿Qué ha sucedido? —preguntó con voz profunda, imperativa.

—Le hemos traído malas noticias —contestó Rebus.

—¿Qué noticias?

—Se trata del esposo de la señora Yurgii —dijo Wylie.

—¿Qué le ha ocurrido? —añadió la mujer con mirada de temor, imaginándoselo.

—Nada bueno —terció Rebus—. Su marido ha muerto.

—¿Muerto?

—Le han matado y tendrá que identificar el cadáver. ¿Los conocía de antes de venir aquí?

La mujer le miró como si fuera idiota.

—Ninguno nos conocíamos antes de estar aquí —replicó con peculiar énfasis en la última palabra.

—¿Puede decirle que tendrá que identificar a su esposo? Podemos enviar un coche a recogerla mañana por la mañana.

Traynor alzó una mano.

—No es necesario; tenemos medios de transporte.

—¿Ah, sí? —terció Wylie escéptica—. ¿Con ventanas enrejadas?

—La señora Yurgii está clasificada como posible fugitiva y soy responsable de ella.

—¿Y piensa llevarla al depósito en un coche celular?

—Irá escoltada por guardianes —replicó Traynor con mirada furiosa.

—Estoy segura de que la sociedad respirará aliviada.

Rebus puso la mano en el codo de Wylie, que estaba a punto de decir algo, pero ella optó por dar media vuelta y echar a andar por el pasillo. Rebus se encogió ligeramente de hombros.

—¿A las diez? —preguntó.

Traynor asintió con la cabeza.

—¿Podría acompañar a la señora Yurgii su amiga? —añadió Rebus dándole la dirección del depósito.

—Sí, cómo no —contestó Traynor.

—Gracias —dijo Rebus, siguiendo a Wylie camino del aparcamiento.

Ella andaba a zancadas, dando puntapiés a piedras imaginarias, observada por un guardián que recorría el perímetro con una linterna a pesar de los focos. Rebus encendió un cigarrillo.

—¿Te sientes mejor, Ellen?

—¿Por qué voy a sentirme mejor?

Rebus alzó las manos en gesto de paz.

—Yo no tengo la culpa de tu enfado.

Ella emitió un bufido que se convirtió en suspiro.

—Eso es lo malo: que no sé quién tiene la culpa.

—¿La dirección? —aventuró a preguntar Rebus—. Los que no vemos nunca —añadió aguardando a que ella asintiera—. En mi opinión —prosiguió—, dedicamos casi todo nuestro tiempo a perseguir lo que llaman la «escoria» y es realmente a la «crema» a quien deberíamos vigilar.

Wylie reflexionó sobre la marcha y acabó asintiendo imperceptiblemente.

El guardián se acercó a ellos.

—No se puede fumar —vociferó.

Rebus le miró sin decir nada.

—Está prohibido.

Rebus dio una calada entornando los ojos y Wylie señaló una línea amarilla en el suelo apenas visible.

—¿Esto para qué es? —preguntó con ánimo de distraer la atención del hombre sobre Rebus.

—Es la zona límite que no pueden cruzar los detenidos —contestó el guardián.

—¿Por qué demonios no?

El hombre la miró.

—Por si intentan escaparse.

—¿Pero es que no ve esas puertas y la altura de la valla? ¿Y el alambre de espino y las planchas onduladas…? —replicó ella avanzando hacia él y haciéndole retroceder.

Rebus volvió a cogerla del brazo.

—Vámonos —dijo.

Tiró la colilla, que rebotó en la puntera del zapato reluciente del guardián, esparciendo chispas en la noche. Cuando salían del recinto, la mujer solitaria les miró desde la fogata.