8

Knoxland no se había calmado aún cuando Rebus llegó. Los fotógrafos de prensa se enseñaban unos a otros en la pantalla de sus cámaras digitales las fotos que habían tomado, un reportero de radio entrevistaba a Ellen Wylie, y Reynolds Culo de Rata movía indignado la cabeza camino de su coche en un descampado.

—¿Qué sucede, Charlie? —preguntó Rebus.

—A ver si se despeja un poco el ambiente si les dejamos seguir —gruñó Reynolds.

Subió al coche, cogió una bolsa de patatas fritas empezada y cerró la portezuela con furia como aislándose del mundo.

Entre la multitud que rodeaba la caseta Rebus reconoció algunas caras de la grabación televisiva y vio que las pancartas mostraban ya signos de deterioro. Algunos residentes discutían con Mohamed Dirwan y le apuntaban con el dedo. Visto de cerca, a Rebus Dirwan le pareció un abogado: buena chaqueta negra de lana, zapatos relucientes y un bigote plateado. Gesticulaba con las manos y levantaba la voz por encima de la algarabía.

Rebus miró por la reja que protegía la ventana de la caseta y vio, tal como pensaba, que estaba vacía. Miró a su alrededor y finalmente se dirigió al otro lado del bloque alto y pensó en el ramito de flores silvestres del escenario del crimen ya dispersas y pisoteadas. Que habría dejado allí tal vez la amiga de Jim…

Había una furgoneta sin ventanas aislada y acordonada en una zona destinada a aparcamiento vecinal. Rebus no vio a nadie al volante y llamó con fuerza a las puertas traseras. Tenía cristales negros, pero él sabía que podía verse desde el interior. Abrieron y entró en el vehículo.

—Bienvenido a la caja de juguetes —dijo Shug Davidson sentándose otra vez junto al operador de la cámara.

La furgoneta estaba llena de aparatos de grabación y monitores, que la policía utilizaba para documentar los disturbios en la ciudad e identificar a los agitadores para demostrar los cargos en caso necesario. Por el vídeo de registro, a Rebus le pareció que habían filmado algunas escenas desde el segundo o tercer piso; había secuencias en que el zoom alejaba o aproximaba el encuadre y primeros planos borrosos que de repente quedaban enfocados.

—No se ha producido ninguna violencia —musitó Shug Davidson, y añadió para el operador—: Vuelve un poco atrás, Chris… Ahí; congélalo, por favor.

Vieron una imagen con un parpadeo, que Chris eliminó.

—¿Quién te preocupa, Shug? —preguntó Rebus.

—John, siempre tan sagaz —dijo Davidson señalando a un personaje en la cola de la manifestación, un hombre con la capucha de la chaqueta verde oliva subida tapándole la cara, de la que sólo se veían la barbilla y los labios—. Creo que estuvo rondando por aquí hace unos meses, cuando aquella banda de Glasgow intentó acaparar el mercado de la droga.

—Pero los metisteis entre rejas, ¿no?

—La mayoría sigue en prisión preventiva, pero algunos volvieron a Glasgow.

—¿Y este anda por aquí?

—No lo sé.

—¿No se lo has preguntado?

—Se largó nada más ver las cámaras.

—¿Cómo se llama?

Davidson negó con la cabeza.

—Tengo que averiguar ciertos datos —contestó frotándose la frente—. ¿Qué tal tu jornada, John?

Rebus le explicó la entrevista con Robert Baird.

—Buen trabajo —comentó Davidson con una inclinación de cabeza sin apenas entusiasmo.

—Ya sé que eso no nos lleva muy lejos —dijo Rebus.

—Lo siento, John —añadió Davidson meneando despacio la cabeza—. Necesitamos que aparezca algún testigo. El arma no debe de andar lejos y el asesino tendrá sangre en la ropa. Alguien lo habrá visto.

—La amiga de Jim podría aclararnos alguna cosa. Podemos traer aquí a Gareth a ver si la localiza.

—Es una idea —murmuró Davidson—. Y, entretanto, asistiremos al estallido de Knoxland.

Cuatro pantallas distintas pasaban secuencias de la filmación. En una aparecía un grupo de jóvenes a cierta distancia de la cola de la manifestación. Todos llevaban capucha y un pañuelo cubriéndoles la boca. Al ver al operador, le volvieron la espalda y uno de ellos cogió una piedra y la arrojó sin hacer blanco.

—¿No ves? —dijo Davidson—. Una cosa así podría ser la chispa que…

—¿No ha habido agresiones?

—Insultos nada más —dijo Davidson recostándose en el asiento y estirándose—. Hemos concluido el puerta a puerta. Bueno, con los vecinos que se han prestado a hablar. —Hizo una pausa—. Es decir, los «capaces» de hablar. Esto es como la torre de Babel. Con un pelotón de intérpretes no tendríamos ni para empezar —añadió, al tiempo que le sonaban los intestinos y trataba de disimularlo haciendo chirriar la silla.

—¿Nos tomamos un descanso? —sugirió Rebus, pero Davidson negó con la cabeza—. ¿Y ese tal Dirwan?

—Es un abogado de Glasgow que se ocupa de los refugiados de las barriadas.

—¿Y a qué ha venido aquí?

—Aparte de la propaganda, tal vez piense que puede conseguir más clientela. Pretende que venga a Knoxland el alcalde en persona y pide una reunión entre los políticos y la comunidad de inmigrantes. Quiere muchas cosas.

—De momento, está bien solo.

—Ya lo veo.

—¿Te alegra dejarle en el foso de los leones?

—Tenemos hombres ahí fuera, John —replicó Davidson mirándole.

—El ambiente se está caldeando.

—¿Te ofreces de guardaespaldas?

—Haré lo que me digas —contestó Rebus encogiéndose de hombros—. Aunque sólo sea por tomar el aire —añadió abriendo la puerta.

—Ah, John, tengo un recado para ti: los de drogas reclaman la linterna. Es urgente, me dijeron.

Rebus asintió con la cabeza, salió, cerró la puerta y se dirigió al piso de Jim. La puerta estaba abierta de par en par y no había rastro de la linterna ni en la cocina ni por ninguna parte. El equipo de huellas había pasado ya, pero dudaba que ellos se la hubieran llevado. Al salir, Steve Holly apareció en la puerta del piso contiguo con la grabadora arrimada al oído comprobando el sonido.

«La facilidad, ese es el problema de este país…»

—Tengo entendido que está de acuerdo con eso —dijo Rebus, y el periodista, sobresaltado, paró la grabadora y la guardó.

—Yo hago periodismo objetivo, Rebus, con la opinión de los dos bandos.

—¿Ha hablado con los desgraciados abandonados en esta leonera?

Holly asintió con la cabeza. Miraba por encima del parapeto para ver si en la calle sucedía algo que pudiera interesarle.

—Incluso encontré gente del barrio a quien no le importan los inmigrantes, lo que me sorprendió; no sé a usted… —dijo encendiendo un cigarrillo y ofreciéndole uno.

—Acabo de fumar —mintió Rebus.

—¿Le ha servido de algo la foto que publicamos?

—Es posible que nadie se fijara en ella con tantos evasores de impuestos, sobornos y viviendas privilegiadas.

—Es todo verdad —protestó Holly—. No dije que fuera el caso aquí, pero sucede en muchos barrios.

—Si fuera más bajo, su cabeza hasta podría servir de soporte para una pelota de golf.

—Me gusta la frase; a lo mejor la utilizo.

Sonó su móvil y contestó a la llamada dando la espalda a Rebus y alejándose como si el policía no existiera.

Rebus suponía que este era el modo de trabajar de un tipo como Holly. Al quite de los acontecimientos y prestando atención sólo en la medida en que le interesara para su artículo, y una vez escrito, a otra cosa. Había que llenar el vacío con otra historia. No podía evitar comparar aquel método con la pauta de trabajo de algunos colegas suyos, que borraban de su mente los casos pensando en otros futuros que tuvieran quizás algo fuera de serie o interesante. Pero sabía que también había buenos periodistas muy distintos a Steve Holly, y que muchos de ellos no podían ni verle.

Rebus le siguió hasta la calle camino del altercado que comenzaba a amainar. Ya no quedaban más que unos diez intransigentes discutiendo acaloradamente con el abogado, a quien se había unido un grupo de inmigrantes. Era la ocasión de tomar una foto y las cámaras entraron en acción, pero algún que otro inmigrante se tapó la cara con la mano. Rebus oyó ruido a sus espaldas y una voz que decía: «¡Vamos, Howie!». Se volvió y vio a un joven que caminaba directo hacia el grupo, jaleado por sus amigos a cierta distancia. Con el rostro cubierto y las manos hundidas en los bolsillos frontales de la cazadora, apretó el paso al pasar junto a Rebus, que notó su respiración agitada y casi olió la adrenalina que despedía.

Le agarró del brazo y tiró de él. El joven giró en redondo y sacó las manos de los bolsillos, dejando caer una piedra al suelo y gritando de dolor por la llave que Rebus le hacía doblándole el brazo hacia arriba y obligándole a arrodillarse. La multitud se volvió y las cámaras captaron la escena, sin embargo, Rebus no apartaba la vista de la pandilla por si intentaba lanzar un ataque en masa. Pero no: se alejaron sin el menor ánimo de rescatar a su compañero. Un hombre subió a un BMW desvencijado. Un hombre con una chaqueta verde oliva.

Mientras el jovenzuelo capturado maldecía entre gritos de dolor, Rebus notó la presencia de unos policías de uniforme que le esposaban. Se incorporó y se encontró cara a cara con Ellen Wylie.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella.

—Este, que llevaba una piedra en el bolsillo para tirársela a Dirwan.

—Es mentira —exclamó el muchacho—. ¡Me quieren liar!

Le habían quitado la capucha y el pañuelo y Rebus vio una cabeza rapada y un rostro lleno de acné. Le faltaba un diente y abría la boca aturdido por el cariz que habían tomado los acontecimientos. Rebus se agachó y recogió la piedra.

—Aún está caliente —dijo.

—Llévenselo a la comisaría —ordenó Wylie a los dos agentes, y añadió dirigiéndose al joven—: Antes de que te registremos dinos si llevas algún objeto afilado.

—No pienso decir nada.

—Llevadle al coche, muchachos.

Se alejaron con el detenido mientras las cámaras entraban en acción y captaban sus protestas. Rebus se encontró con el abogado frente a él.

—Me ha salvado la vida, señor —afirmó cogiéndole las manos.

—Yo no diría tanto.

Dirwan se volvió hacia los congregados.

—¿Habéis visto? ¿Habéis visto cómo el odio pasa de padres a hijos? ¡Es como un veneno que se filtra en la tierra que debería nutrirnos! —exclamó tratando de abrazar a Rebus, que se resistió inútilmente—. Es policía, ¿verdad?

—Inspector —asintió Rebus.

—¡Inspector Rebus! —gritó una voz.

Rebus miró a Steve Holly, que sonreía satisfecho.

—Señor Rebus, estaré en deuda con usted hasta el fin de mis días. Todos lo estamos —añadió Dirwan refiriéndose al grupo de inmigrantes que contemplaban la escena, ignorantes, al parecer, de lo que había acontecido.

Shug Davidson se acercó intrigado en compañía de un sonriente Reynolds Culo de Rata.

—Haciendo el número, como de costumbre, John —dijo Reynolds.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Davidson.

—Un crío que quería tirar una piedra al señor Dirwan y se lo impedí —musitó Rebus encogiéndose de hombros, como dando a entender que ojalá no lo hubiera hecho. Uno de los agentes que se habían llevado al muchacho regresó.

—Mire esto, señor.

Le tendió una bolsa de plástico con un pequeño objeto punzante: un cuchillo de cocina de doce centímetros.

Rebus se encontró haciendo de niñera de su nuevo amigo.

Shug Davidson y Ellen Wylie interrogaban al jovenzuelo en uno de los cuartos al efecto del Departamento de Investigación Criminal de la comisaría de Torphichen Place. El cuchillo estaba ya en el laboratorio forense de Howdenhall y Rebus intentaba enviar un mensaje de texto a Siobhan para decirle que cambiaba la cita para las seis.

Mohamed Dirwan, tras su declaración, tomaba un té con azúcar en una mesa sin quitar ojo a Rebus.

—Yo no he logrado dominar los intríngulis de esa nueva tecnología —comentó.

—Ni yo —dijo Rebus.

—Pero se han hecho imprescindibles en la vida actual.

—Pues sí.

—Es hombre de pocas palabras, inspector. ¿O es que le pongo nervioso?

—Tengo que aplazar la hora de una reunión, señor Dirwan; nada más.

—Por favor… —replicó Dirwan alzando una mano—. Le dije que me llamara Mo —añadió con una sonrisa, mostrando una dentadura inmaculada—. La gente cree que es un nombre de mujer porque lo asocia con el personaje de EastEnders. ¿Sabe a quién me refiero? —Rebus negó con la cabeza—. Pero yo les digo: ¿es que no se acuerdan del futbolista Mo Johnston, que jugó en el Rangers y en el Celtic, y se convirtió dos veces en héroe y villano, hazaña que ni el mejor abogado podría superar?

Rebus forzó una sonrisa. Rangers y Celtics eran los equipos protestante y católico respectivamente, y se le ocurrió una idea.

—Mo, me dijo que había asesorado a solicitantes de asilo en Glasgow, ¿es cierto?

—Correcto.

—Creemos que un individuo que estaba en la manifestación es de Belfast.

—No me extrañaría. En los barrios de Glasgow sucede igual. Es una consecuencia de los disturbios de Irlanda del Norte.

—¿Ah, sí?

—Los inmigrantes comienzan a llegar a lugares como Belfast porque allí encuentran trabajo, cosa que no les gusta a los directamente implicados en el conflicto, que lo ven todo bajo el prisma exclusivo de católicos y protestantes, y tal vez les alarme la llegada de nuevas religiones… Ya se han producido agresiones físicas. Yo lo calificaría de instinto básico, ese atavismo de rechazar algo que no podemos comprender. Lo que no significa que lo apruebe —añadió alzando un dedo.

—¿Pero por qué viene a Escocia esa gente de Belfast?

—Tal vez para reclutar para su causa a gente disconforme —dijo encogiéndose de hombros—. Hay gente para quien los disturbios son un fin en sí mismo.

—Sí, puede ser —dijo Rebus, que había comprobado aquel interés por crear desórdenes y revolver las cosas sin otro fin que la sensación de poder.

El abogado apuró su bebida.

—¿Cree que ese muchacho es el asesino?

—Podría ser.

—En este país todo el mundo lleva un cuchillo. ¿Sabe que Glasgow es la ciudad más peligrosa de Europa?

—Eso he oído.

—Todos los días hay puñaladas —añadió Dirwan moviendo la cabeza—. Y, sin embargo, la gente se pelea por venir a Escocia.

—¿Se refiere a los inmigrantes?

—El primer ministro dice que le preocupa el envejecimiento de la población, y en eso tiene razón. Necesitamos gente joven para cubrir los puestos de trabajo, si no ¿cómo vamos a atender a los jubilados? Y hace falta gente especializada. Pero, al mismo tiempo, el Gobierno pone grandes dificultades a la inmigración, y en cuanto a los solicitantes de asilo… —Volvió a agitar la cabeza, esta vez más despacio con gesto de incredulidad—. ¿Conoce Whitemire?

—¿El centro de internamiento?

—Un lugar dejado de la mano de Dios, inspector. Allí no me ven con buenos ojos. Tal vez se imagina por qué.

—¿Tiene defendidos en Whitemire?

—Varios con recurso de apelación. Aquello era una cárcel y ahora alberga a familias e individuos aterrorizados, gente que sabe que una deportación a su país de origen es una condena a muerte.

—Y que están detenidos en Whitemire porque si no, no harían caso de la sentencia y se evadirían.

—Sí, claro —dijo Dirwan mirando a Rebus y torciendo el gesto—, usted forma parte del propio aparato del Estado.

—¿Qué quiere decir? —replicó él a la defensiva.

—Perdone mi impertinencia, pero seguro que usted cree que a esos malditos negros hay que devolverlos a sus países y que Escocia sería jauja de no ser por los paquistaníes, los gitanos y los negros.

—Por Dios bendito…

—¿Tiene amigos árabes o africanos, inspector? ¿Toma copas con asiáticos? ¿O para usted son sólo rostros detrás de la caja registradora de donde compra el periódico?

—No voy a discutir —dijo Rebus tirando el vaso de plástico a la papelera.

—Es un tema delicado, desde luego, aunque yo tengo que enfrentarme a él todos los días. Creo que Escocia vivió orgullosa muchos años porque como los escoceses son muy suyos no había lugar para el racismo. Pero eso se acabó.

—Yo no soy racista.

—Sólo hablaba de una situación. No se enfade.

—No me enfado.

—Lo siento… Me cuesta desconectar —dijo Dirwan encogiéndose de hombros—. Es deformación profesional —añadió mirando el cuarto como buscando cambiar de tema—. ¿Cree que descubrirán al asesino?

—No escatimaremos esfuerzos.

—Estupendo. Estoy convencido de que actúan ustedes con gran entrega profesional.

Rebus pensó en Reynolds pero no dijo nada.

—Sepa que si hay algo que pueda hacer yo…

Rebus asintió con la cabeza, pensando.

—En realidad…

—¿Qué?

—Pues, mire, parece que la víctima tenía una amiga… o una conocida. Convendría localizarla.

—¿Vive en Knoxland?

—Es posible. Es de piel más oscura que la víctima y probablemente habla mejor inglés que él.

—¿Eso es todo?

—Todo cuanto sé —asintió Rebus.

—Puedo preguntar… Los inmigrantes no temerán tanto hablar conmigo. —Hizo una pausa—. Y gracias por pedirme ayuda —añadió con mirada afectuosa—. Tenga la seguridad de que haré cuanto pueda.

Se volvieron los dos al ver que Reynolds irrumpía en el cuarto masticando un panecillo del que se habían desprendido migas sobre su camisa y corbata.

—Vamos a procesarle —dijo y, tras un breve silencio, continuó—: pero no por homicidio. Comunican del laboratorio que no es la misma arma.

—Qué rápido —comentó Rebus.

—Según la autopsia, la del crimen es un cuchillo dentado y este es de filo continuo. Falta que analicen si hay restos de sangre, aunque no es probable. —Reynolds miró hacia Dirwan—. Se le podría acusar de intento de agresión y de portar armas escondidas.

—Así es la justicia —comentó Dirwan con un suspiro.

—¿Qué quiere que hagamos? ¿Cortarle las manos?

—¿Ese comentario es una alusión? —dijo el abogado poniéndose en pie—. Es difícil saberlo si no me mira.

—Ahora le estoy mirando —replicó Reynolds.

—¿Y qué ve?

Rebus intervino:

—Lo que vea o no vea el agente Reynolds no viene a cuento.

—Se lo diré si quiere —añadió Reynolds expulsando migas por la boca, pero Rebus ya le dirigía hacia la puerta.

—Gracias, agente Reynolds —dijo tajante, casi con ganas de darle un empujón para echarle al pasillo.

Reynolds miró furioso al abogado, se volvió y se marchó.

—Dígame, ¿hace alguna vez amigos o sólo enemigos? —dijo Rebus.

—Yo juzgo a la gente según mi propio criterio.

—¿Y le basta para juzgarlos lo que digan en unos segundos?

Dirwan reflexionó un instante.

—Pues sí, a veces es suficiente.

—En cuyo caso, se habrá hecho un criterio sobre mí —añadió Rebus cruzando los brazos.

—No, inspector… A usted no es tan fácil juzgarle.

—Ya, pero todos los polis son racistas, ¿no?

—Todos somos racistas, inspector… incluso yo. Lo importante es cómo resolvemos ese hecho reprobable.

Sonó el teléfono de la mesa de Wylie y Rebus contestó:

—Departamento de Investigación Criminal, inspector Rebus.

Ah, hola… —Era una voz de mujer insegura—. ¿Se ocupa del asesinato de ese inmigrante del barrio de viviendas?

—Sí.

En el periódico de hoy

—Ha visto la fotografía —añadió Rebus, sentándose impaciente y cogiendo bolígrafo y papel.

Creo que sé quiénes son… Bueno, sé quienes son.

Era una voz tan débil que Rebus temió asustar a la mujer y que colgase.

—Bien, nos interesaría mucho cualquier información que pueda facilitarnos, señorita…

¿Qué?

—¿Cómo se llama?

¿Por qué?

—Porque no solemos tomar en consideración llamadas anónimas.

Bueno, pero es que

—Le aseguro que la información quedará entre usted y yo.

Se hizo un silencio.

Eylot. Janet Eylot.

Rebus anotó el nombre en mayúsculas.

—¿Puedo preguntarle de qué conoce a las personas de la foto, señorita Eylot?

Porque… están aquí.

—¿Dónde es «aquí»? —dijo Rebus mirando al abogado sin verle.

Escuche… Tal vez debería haber pedido permiso antes.

Rebus sitió que estaba a punto de perderla.

—Ha actuado perfectamente y como es debido, señorita Eylot. Sólo necesito algún dato más. Nos gustaría capturar al asesino, pero de momento no tenemos casi pistas y su información puede ser fundamental —añadió en tono animoso para no asustarla.

Se llaman

Rebus contuvo el deseo de animarla con una interjección.

Yurgii.

Le pidió que se lo deletreara y lo anotó.

—Suena a eslavo.

Son turcos. Kurdos.

—Trabaja ayudando a refugiados, ¿verdad, señorita Eylot?

En cierto modo —respondió ella un poco más tranquila—. Llamo desde Whitemire, ¿lo conoce?

Rebus clavó la mirada en Dirwan.

—Curiosamente ahora mismo hablaba de ese lugar. Supongo que se refiere al centro de detención.

En realidad somos un centro de traslado de Inmigración.

—Y ¿se encuentra ahí esa familia de la foto?

La madre y los dos niños.

—¿Y el marido?

Escapó antes de que la familia fuese detenida y trasladada aquí. A veces sucede.

—Sí, claro… —dijo Rebus tamborileando con los dedos en la libreta—. Oiga, ¿puede darme un teléfono de contacto?

Es que

—Del trabajo o de casa, da igual.

Es que no

—¿Qué sucede, señorita Eylot? ¿Qué teme usted?

Debería haber hablado primero con mi jefe. —Se calló un instante—. Ahora usted vendrá aquí, ¿verdad?

—¿Por qué no habló con su jefe?

No lo sé.

—¿Corre peligro su empleo si se entera él?

Se hizo un silencio mientras la mujer reflexionaba.

¿Tienen que decirle que llamé yo?

—No, no, en absoluto —respondió Rebus—, pero me gustaría poder ponerme en contacto con usted.

La mujer accedió y le dio su número de móvil. Rebus le dio las gracias y dijo que a lo mejor necesitaba llamarla.

—En plan confidencial —añadió sin estar convencido de que resultara cierto.

Al terminar la conversación arrancó la hoja de la libreta.

—Tiene familia en Whitemire —dijo Dirwan.

—Le pido que de momento no lo comente con nadie.

—Me ha salvado la vida —replicó el abogado encogiéndose de hombrosy es lo menos que puedo hacer. ¿Quiere que le acompañe?

Rebus negó con la cabeza. Lo que menos le interesaba era que Dirwan se enzarzara con los guardianes. Fue a buscar a Shug Davidson y lo encontró en el pasillo hablando con Ellen Wylie delante del cuarto de interrogatorios.

—¿Te lo ha dicho Reynolds? —preguntó Davidson.

Rebus asintió con la cabeza.

—Que no es el mismo cuchillo.

—Pero de todos modos vamos a presionar un poco más a este cabroncete, por si sabe algo que nos oriente. En un brazo tiene un tatuaje reciente de color rojo con las letras UVF, Fuerza de Voluntarios del Ulster.

—No sigas esa pista, Shug —dijo Rebus alzando el papel con lo que acababa de anotar—. La víctima logró eludir el internamiento en Whitemire, y allí están la mujer y los hijos.

—¿Alguien vio la foto? —preguntó Davidson mirando a Rebus.

—Exacto. ¿No crees que deberíamos hacer una visita? ¿Tu coche o el mío?

Pero Davidson se restregó la barbilla.

—John…

—¿Qué?

—La mujer y los hijos… no saben que ha muerto, ¿verdad? ¿Crees que tú eres el más indicado para comunicárselo?

—Yo también puedo ser afable.

—No lo dudo, pero que te acompañe Ellen. ¿Te parece, Ellen?

Wylie asintió con la cabeza y se volvió hacia Rebus.

—Vamos en mi coche —dijo.