El llamado Gareth reía por el móvil cuando le abrieron la puerta. Llevaba anillos de oro en todos los dedos, cadenas en el cuello y en las muñecas y, aunque no alto, era fornido, pero a Rebus le dio la impresión de que casi todo era grasa. Le colgaba una riñonera de la cintura. Era ya bastante calvo y el poco pelo desbaratado que le quedaba le caía por atrás hasta más abajo del cuello. Vestía una chaqueta negra de cuero y una camiseta negra también, vaqueros gastados y zapatillas de deporte rozadas. Con la mano estirada para cobrar, no esperaba que se la agarraran haciéndole entrar de golpe en el piso. Dejó caer el teléfono entre maldiciones y al final clavó la mirada en Rebus.
—¿Quién coño es usted?
—Buenas tardes, Gareth. Perdona que haya sido un poco brusco, pero es algo que a veces me pasa después de tres cafés.
Gareth se sobrepuso decidido a no dejarse avasallar y se agachó para recoger el teléfono, pero Rebus puso el pie encima y dijo que no moviendo la cabeza.
—Después —dijo echando el aparato fuera de un puntapié y cerrando la puerta.
—¿Qué coño pasa aquí?
—Vamos a charlar un poco, eso es lo que pasa.
—Usted es de la pasma.
—Buen psicólogo —replicó Rebus.
Señaló el pasillo invitándole a entrar en el cuarto de estar, empujándole con la otra mano sobre la espalda. Al pasar frente al padre y el hijo en la puerta de la cocina, Rebus miró al muchacho y este asintió con la cabeza para indicarle que era el hombre.
—Siéntate —ordenó, y Gareth lo hizo en el brazo del sofá mientras Rebus permanecía de pie frente a él—. ¿Este piso es tuyo?
—¿A usted qué le importa?
—El alquiler está a tu nombre.
—¿Ah, sí? —replicó Gareth jugueteando con las cadenitas de la muñeca izquierda.
—¿Baird es tu verdadero apellido? —preguntó Rebus inclinándose y arrimando su rostro al de él.
—Sí. —Por el tono risueño en que lo dijo, Rebus pensó que mentía y sonrió—. ¿Qué es lo gracioso?
—Nada. Un pequeño truco, Gareth, porque yo no sabía realmente tu apellido. —Rebus se calló un momento y se irguió—. Ahora lo sé. Robert, ¿quién es, tu hermano, tu padre?
—Pero ¿de qué habla?
Rebus volvió a sonreír.
—A buenas horas, Gareth.
El tal Gareth pareció resignarse y señaló con un dedo hacia la cocina.
—Se lo han soplado ellos, ¿verdad?
Rebus negó con la cabeza y aguardó hasta que Gareth le mirara a la cara.
—No, Gareth —dijo—. Fue un muerto.
Tras lo cual dejó al joven en ascuas cinco minutos, como una sopa que bulle a fuego lento, mientras fingía comprobar mensajes en el móvil, abría una cajetilla y se ponía un cigarrillo en la boca.
—¿Me da uno? —dijo Gareth.
—Por supuesto… en cuanto me digas si Robert es tu hermano o tu padre. Supongo que es tu padre, pero no estoy seguro. Por cierto, no te imaginas la cantidad de delitos en que has incurrido hasta el momento. Uno por subarrendar el piso. ¿Declara Robert estos ingresos ilegales? Ten en cuenta que si un inspector de Hacienda mete las narices en vuestra calderilla, saldréis muy mal librados. Créeme; conozco casos. —Hizo una pausa—. Luego, hay una imputación por exigir dinero con amenazas, que te es aplicable.
—Yo no he hecho nada.
—¿No?
—Yo no he hecho eso… Yo sólo cobro —dijo con tono suplicante.
Rebus pensó que Gareth debió de ser en el colegio el alumno lento y torpe, sin amigos y rodeado de gente que lo toleraba para aprovechar su masa corporal en ocasiones.
—No eres tú quien me interesa —añadió para tranquilizarle—. No te sucederá nada en cuanto me des la dirección de tu padre, una dirección que, de todos modos, averiguaré. Lo único que intento es ahorrarme el esfuerzo de sacártela.
Gareth alzó la vista pensativo y Rebus se encogió de hombros como expresando lo inevitable.
—Te llevaré a la comisaría y te encerraremos hasta que me digas la dirección y luego iremos a ver a tu…
—Vive en Porty —farfulló Gareth refiriéndose a Portobello, el barrio marítimo de Edimburgo.
—¿Y es tu padre?
Gareth asintió con la cabeza.
—¿No ves? Ha sido fácil —dijo Rebus—. Ahora levántate.
—¿Por qué?
—Porque tú y yo vamos a hacerle una visita.
Rebus vio que a Gareth no acababa de gustarle la perspectiva, pero el joven no ofreció resistencia en cuanto logró hacer que se pusiera en pie.
Rebus tendió la mano a padre e hijo y les dio las gracias por el café. El padre quiso entregarle unos billetes a Gareth, pero Rebus los rehusó.
—No se paga más alquiler —comentó al hijo—. ¿Verdad, Gareth?
Gareth hizo un movimiento despectivo con la cabeza sin decir palabra. Afuera el móvil había desaparecido y Rebus pensó en la linterna.
—Me lo han quitado —se quejó Gareth.
—Tienes que denunciarlo —dijo Rebus— y que lo pague el seguro. —Vio la cara que ponía el muchacho y añadió—: Suponiendo que no fuera robado.
Frente al portal había un coche deportivo japonés, rodeado por una docena de críos cuyos progenitores habían desistido de la escolarización.
—¿Cuánto os ha dado? —preguntó Rebus.
—Dos libras.
—¿Y cuánto tiempo le queda?
Los chicos miraron a Rebus.
—Esto no es un parquímetro. No damos resguardo —dijo uno de ellos juntando las manos y echándose a reír.
Rebus asintió con la cabeza y se volvió hacia Gareth.
—Iremos en mi coche —dijo—. Espero que el tuyo siga aquí cuando vuelvas.
—¿Y si no está?
—En la comisaría te darán una copia de la denuncia para la compañía de seguros. Suponiendo que tengas seguro.
—Suponiendo —repitió Gareth resignado.
No tardaron en llegar a Portobello. Se dirigieron a Seafield Road, donde por ser de día no se veía a ninguna prostituta. Gareth le indicó una bocacalle cerca del paseo marítimo.
—Hay que aparcar aquí y seguir a pie —dijo.
El mar tenía color de pizarra y por la arena de la playa corrían perros en pos del palo que les tiraban sus amos. Rebus se sintió retroceder en el tiempo: tiendas de patatas fritas y pescado, y salones de juego. Durante varios años, cuando era pequeño, fue con sus padres y su hermano en verano a una caravana en St. Andrews o a una pensión barata de Blackpool. Desde entonces, todas las playas le recordaban aquella época.
—¿Te has criado aquí? —preguntó a Gareth.
—En un piso de Gorgie.
—Has subido de categoría —comentó Rebus.
Gareth se encogió de hombros y empujó una cancela.
—Aquí es.
Un camino conducía a través del jardín a dos adosados de cuatro pisos con doble entrada. Rebus miró la fachada y vio que todo eran ventanas que daban a la playa.
—Muy distinto a Gorgie —musitó mientras seguía los pasos de Gareth.
El joven abrió con llave y gritó que había llegado.
El vestíbulo era corto y estrecho, con puertas y una escalera que Gareth, sin mirar en ninguna habitación, tomó hasta el primer piso seguido por Rebus. Entraron en un estudio de nueve metros de largo con ventanales, decorado y amueblado con gusto, aunque muy moderno, a base de cromados, cuero y cuadros abstractos que desentonaban en aquel salón que conservaba las molduras primitivas y la araña de cristal. Junto a un ventanal había un telescopio de latón sobre trípode de madera.
—¿Con quién demonios vienes?
Había un hombre sentado a una mesa junto al telescopio. Usaba gafas que sujetaba con un cordoncillo al cuello, tenía el pelo gris plateado, un rostro más curtido que envejecido e iba bien afeitado.
—Señor Baird, soy el inspector Rebus.
—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó Baird cerrando el periódico que leía y mirando furioso a su hijo.
Lo había dicho en tono resignado más que airado y Rebus pensó que al muchacho no le iban bien las cosas en la pequeña empresa familiar.
—Señor Baird, no se trata de Gareth, sino de usted.
—¿De mí?
Rebus dio la vuelta al cuarto.
—Las viviendas subvencionadas del Ayuntamiento han mejorado mucho —dijo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Baird, mirando al mismo tiempo a su hijo como requiriendo una explicación.
—Papá, me estaba esperando y me hizo dejar allí el coche y todo —espetó Gareth.
—El fraude es un delito, señor Baird —dijo Rebus—. A mí no deja de sorprenderme, pero los jueces lo detestan más que el robo con allanamiento o el atraco. Porque, en definitiva, ¿a quién engaña? No es a una persona concreta, sino a esa entidad anónima llamada Ayuntamiento, y se le van a echar encima como lobos —añadió Rebus moviendo la cabeza.
Baird se recostó en la silla y cruzó los brazos.
—Y, además, usted —prosiguió Rebus— no se contentó con una pequeñez… ¿Cuántos pisos tiene en subarriendo? ¿Diez? ¿Veinte? Ha enganchado a toda su parentela… y hasta a algunas tías y tíos fallecidos.
—¿Ha venido a detenerme?
Rebus negó con la cabeza.
—Estoy dispuesto a irme por donde he venido en cuanto obtenga lo que quiero.
Baird mostró de pronto interés al ver que podía entenderse con él, aunque sin acabar de creérselo.
—Gareth, ¿le acompaña alguien?
Gareth movió la cabeza de un lado a otro.
—Me estaba esperando en el piso —dijo.
—¿No había nadie en la calle, en un coche?
Gareth negó de nuevo con la cabeza.
—Vinimos en el suyo él y yo.
Baird reflexionó un instante.
—Bien, ¿cuánto va a costarme?
—Contestar unas preguntas. El otro día mataron a uno de sus realquilados.
—Yo les digo que no se metan en nada —replicó Baird, dispuesto a defenderse de cualquier alegación como dueño del piso.
Rebus estaba junto al ventanal mirando la playa y el paseo por donde caminaba una pareja de ancianos cogidos de la mano, y le irritó pensar que tal vez contribuyesen a los fraudes de un buitre como Baird o que quizá sus nietos estuvieran hacía tiempo en la lista de espera de viviendas subvencionadas.
—Muy acertado por su parte, desde luego —comentó Rebus—. Lo que necesito es el nombre y el país de origen.
Baird hizo un gesto despectivo.
—Yo no les pregunto de dónde son. Una vez cometí ese error y quedé bien escarmentado. A mí lo único que me importa es que todos necesitan un techo y si el Ayuntamiento no quiere o no puede ayudarles, lo hago yo.
—Por una cantidad.
—Una cantidad razonable.
—Qué gran corazón. Así que no sabe su nombre…
—Le llamaban Jim.
—¿Jim? ¿Fue idea suya?
—Mía.
—¿Cómo le conoció?
—Los clientes saben encontrarme. Por el boca a boca, podríamos decir. No sería así si no les gustara lo que obtienen.
—Obtienen pisos subvencionados del Ayuntamiento y le pagan más de lo debido por el privilegio —Rebus aguardó en vano que Baird alegara algo, consciente de que la mirada del hombre le decía «Suéltelo de una vez»—. ¿Y no tiene ni idea de su nacionalidad? ¿De qué país venía? ¿Cómo llegó aquí?
Baird negó con la cabeza.
—Gareth, ve a por una cerveza a la nevera.
Gareth no se hizo rogar y Rebus se quedó con las ganas de que hubiera dicho «unas cervezas».
—¿Cómo se entiende con toda esa gente que no habla inglés?
—Hay maneras. Por signos y mímica.
Gareth volvió con una sola lata, que tendió a su padre.
—Gareth estudió francés en el colegio y pensé que podría servirnos —añadió Bird bajando la voz al final de la frase, por lo que Rebus dedujo que el chico no había respondido a sus expectativas.
—Con Jim no había que hacer mímica —terció Gareth para aportar su granito de arena—, porque hablaba un poco de inglés, aunque no tan bien como su amiga…
El padre le miró enfurecido, pero Rebus se interpuso entre ambos.
—¿Qué amiga? —preguntó al muchacho.
—Una mujer… de mi edad aproximadamente.
—¿Vivían juntos?
—Jim vivía solo. Me dio la impresión de que era una conocida.
—¿Del barrio?
—Me imagino.
Baird se puso en pie.
—Bueno, ya le hemos dicho lo que quería —anunció.
—¿Seguro?
—Bien, lo expresaré de otro modo: eso es lo que ha conseguido.
—Eso lo decido yo, señor Baird. Gareth, ¿qué aspecto tenía? —añadió dirigiéndose al hijo.
Pero Gareth había captado la onda.
—No lo recuerdo.
—¿Qué? ¿Ni siquiera su color de piel? Su edad sí que la recuerdas.
—Era de piel mucho más oscura que Jim. Eso es todo.
—¿Y hablaba inglés?
Gareth trató de mirar a su padre para que le orientara, pero Rebus le obstruía la visión.
—Hablaba inglés y era amiga de Jim —insistió Rebus—. Y vivía en el barrio… —Dime algo más.
—Eso es todo.
Baird pasó junto a Rebus y puso el brazo por encima de los hombros de su hijo.
—El chico está confuso —dijo—. Si recuerda algo más ya se lo dirá.
—No me cabe la menor duda —dijo Rebus.
—¿Y es cierto eso que ha dicho de que no nos molestaría?
—Totalmente, señor Baird. Aunque el Departamento de Vivienda tal vez no piense igual.
Baird hizo un gesto de desdén.
—Bien, me marcho —añadió Rebus.
En el paseo soplaba viento y no logró encender el cigarrillo hasta el cuarto intento. Se detuvo un instante mirando los ventanales del estudio y se dio cuenta de que no había almorzado. Como no faltaban pubs en High Street, dejó el coche donde estaba y mientras se dirigía a pie hasta el más cercano llamó a Mackenzie y le puso al corriente de la visita a Baird. Cortó la comunicación al entrar y pidió una caña y un panecillo de ensalada de pollo. El local olía aún a la sopa y a los bocadillos que habían servido para el almuerzo. Un cliente habitual pidió al camarero que pusiera la cadena de las carreras de caballos, y mientras este cambiaba de canal con el control remoto pasaron unas escenas que obligaron a Rebus a dejar de masticar.
—Vuelva atrás —dijo con la boca llena.
—¿Cuál quiere?
—Guau, eso.
Era un noticiario local sobre una manifestación al aire libre en Knoxland con pancartas improvisadas:
NO NOS HACEN CASO
NO PODEMOS VIVIR ASÍ
LOS DEL BARRIO TAMBIÉN NECESITAMOS AYUDA
El reportero entrevistaba a la pareja del piso anexo al de la víctima, y Rebus captó algunas frases: «Es responsabilidad del Ayuntamiento… No nos hacen caso… Los meten aquí sin más… Nosotros les tenemos sin cuidado». Era como si les hubiesen aleccionado con frases hechas. El periodista se volvió hacia un hombre de aspecto asiático bien vestido con gafas de montura plateada. En la pantalla apareció el nombre de Mohamed Dirwan, de la asociación Nuevos Ciudadanos de Glasgow.
—Ahí hay mucha gente loca —comentó el camarero.
—En Knoxland pueden meter todo lo que quieran —añadió un cliente habitual.
Rebus se volvió hacia él.
—¿Todo lo que quieran de qué?
El hombre se encogió de hombros.
—Llámelos como le guste…, refugiados o chorizos. Sean lo que sean, yo sé muy bien quién acaba pagando el pato.
—Es cierto, Matty —comentó el camarero, y añadió dirigiéndose a Rebus—: ¿Ha visto lo que quería?
—De sobra —dijo Rebus, y se marchó dejando la cerveza a medias.