Viernes, 9 de abril, 14:20 horas
Harry Bosch y yo estábamos sentados a extremos opuestos de una mesa de picnic, observando las evoluciones de la unidad de exhumaciones. Trabajaban en su tercera excavación, localizada bajo el árbol de Franklin Canyon en cuya base Jason Jessup había encendido una vela.
No tenía por qué encontrarme ahí, pero deseaba hacerlo. El equipo procedía lentamente, removiendo el suelo centímetro a centímetro, cribando y analizando cada diminuta muestra de tierra que iban extrayendo. Llevábamos ahí toda la mañana y mis esperanzas de averiguar lo que Jessup había estado haciendo en aquel lugar durante aquellas noches bajo vigilancia habían ido menguando hasta derivar en un frío cinismo.
Habían extendido una lona blanca desde el árbol hasta dos postes plantados fuera de la zona de búsqueda. De este modo los desenterradores quedaban protegidos de los rayos del sol y fuera del alcance de los helicópteros de los medios de comunicación que los sobrevolaban. Alguien había filtrado la operación.
Bosch tenía sobre la mesa una pila de expedientes sobre casos relativos a personas desaparecidas. En el supuesto de que fueran descubiertos restos humanos, estaba preparado para aportar informes y descripciones de las chicas desaparecidas. Yo solo había venido pertrechado con el periódico de la mañana y leí por segunda vez la noticia que ocupaba la primera página. El recuento de los hechos acontecidos el día anterior era la historia principal del Times, la cual venía ilustrada por una fotografía a color de dos agentes de la SIE apuntando con sus armas a la trampilla abierta en el muelle de Santa Mónica. También se acompañaba de un reportaje de apoyo en torno a la SIE. Su titular rezaba:
OTRO CASO, OTRO TIROTEO: LA SANGRIENTA HISTORIA DE LA SIE.
Tenía la sensación de que la historia traería cola. Hasta el momento, ningún medio de comunicación había averiguado que la SIE sabía que Jessup se había agenciado un arma. Cuando saltara la noticia —y estaba seguro de que así sería—, no había duda de que se desataría una tormenta que conllevaría controversia, más indagaciones y comisiones policiales de investigación. La pregunta clave sería: una vez se determinó que lo más probable era que aquel individuo estuviera en posesión de un arma, ¿por qué se le dejó permanecer en libertad?
Me sentí aliviado por no estar, ni siquiera de forma temporal, en nómina del Estado. En el foso burocrático ese tipo de preguntas y respuestas tiende a apartar a la gente de sus trabajos.
No debía preocuparme por el efecto de todo ello en mi sustento. Iba a regresar a mi despacho, al asiento trasero de mi Lincoln Town. Volvería a mi función como abogado privado de la defensa. Ahí las líneas estaban más claras. También las metas.
—¿Maggie «la Fiera» va a venir? —preguntó Bosch.
Deposité el periódico sobre la mesa.
—No, Williams se la ha devuelto a Van Nuys. Su cometido en el caso ya acabó.
—¿Por qué motivo Williams no la destina al centro?
—El trato era que debíamos obtener una sentencia condenatoria para que lo hiciera. No pudimos.
Hice un gesto en dirección al periódico.
—Ni tampoco íbamos a conseguirla. Ese testigo reticente va por ahí largando que él habría votado no culpable. En consecuencia, supongo que puede afirmarse que Gabriel Williams es un hombre de palabra. Maggie no va a ir a ningún lado por la vía rápida.
Así era como funcionaban las cosas en el nudo que ataba la política a la jurisprudencia. Y por eso no veía el momento de volver a defender a los condenados.
Nos quedamos en silencio durante un rato y me puse a pensar en mi exmujer, en cómo mis esfuerzos por ayudarla y promocionarla habían fracasado de manera estrepitosa. Me preguntaba si me guardaría rencor por ello. Esperaba con todas mis fuerzas que no. Me resultaría muy difícil vivir en un mundo en el que Maggie «la Fiera» me despreciara.
—Han encontrado algo —me avisó Bosch.
Regresé de mis cavilaciones y me concentré. Uno de los exhumadores estaba empleando unas tenazas para colocar algo extraído de la tierra dentro de una bolsa de plástico para muestras. Enseguida se enderezó y caminó hacia nosotros con la bolsa. Era Kathy Kol, la arqueóloga forense de la unidad.
Se la entregó a Bosch y este la levantó para poder observarla. Pude ver que contenía un brazalete de plata.
—No hay huesos —dijo Kohl—. Solo esto. Estamos a más de ochenta centímetros bajo el suelo y, de continuar descendiendo, sería muy raro encontrar restos de un crimen. El emplazamiento se parece a los otros dos. ¿Quiere que sigamos cavando?
Bosch echó un vistazo al brazalete dentro de la bolsa y miró a Kohl.
—¿Qué le parecen otros treinta centímetros? ¿Les supondría un problema?
—Un día sobre el terreno siempre es más fructífero que uno en el laboratorio. Si desea que sigamos cavando, seguiremos cavando.
—Gracias, doctora.
—No pasa nada.
Regresó a la zona de excavación y Bosch me pasó la bolsa con la muestra para que la examinara. Contenía un brazalete con adornos. Adheridos a estos había trocitos de tierra, al igual que en los cierres. Fui capaz de vislumbrar una raqueta de tenis y un avión.
—¿Lo reconoces? —le pregunté—. ¿Pertenece a alguna de las chicas desaparecidas?
Hizo un gesto hacia los expedientes sobre la mesa.
—No. No recuerdo que ninguna de las listas contenga una mención a un brazalete así.
—Puede que simplemente lo perdiese alguien que subiera hasta aquí.
—¿A ochenta centímetros bajo tierra?
—Entonces, ¿crees que Jessup lo enterró?
—Quizá. No querría irse de aquí con las manos vacías. El tipo debió de venir por alguna razón. Si no las enterró aquí, es posible que fuera donde las asesinó. No lo sé.
Le devolví la bolsa.
—Creo que pecas de optimista, Harry. No es propio de ti.
—En ese caso, ¿qué diablos crees que Jessup venía a hacer aquí todas esas noches?
—Creo que Royce y él nos la estaban jugando.
—¿Royce? ¿De qué me estás hablando?
—Nos la pegaron, Harry. Acéptalo.
Bosch volvió a alzar la bolsa y la sacudió para despejar parte de la suciedad que contenía.
—Fue un ejemplo típico de cómo desviar la atención —le expliqué—. La primera regla para una buena defensa es un buen ataque. Antes de llegar al juicio, empiezas por atacar los puntos débiles de tu caso. Buscas sus flaquezas y, si no puedes solucionarlas, encuentras el modo de desviar la atención.
—Entiendo.
—El eslabón más débil del caso de la defensa era Eddie Roman. Royce iba a subir al estrado a un mentiroso y un drogadicto. Era consciente de que, antes o después, lo ibas a localizar o a hacer averiguaciones sobre él, o ambas cosas. Necesitaba desviar tu atención. Mantenerte ocupado en asuntos ajenos al caso que llevabas entre manos.
—¿Me estás diciendo que sabía que estábamos siguiendo a Jessup?
—No le habría costado imaginárselo. No puse ninguna protesta a su petición de que le concedieran la libertad bajo palabra. Eso fue muy raro, y probablemente le hizo pensar. De manera que envió a Jessup a sus rondas nocturnas para comprobar si lo vigilábamos. Como en su día ya discutimos, cabe incluso la posibilidad de que lo hiciera ir a tu casa con el objetivo de provocar una reacción y confirmar el seguimiento. Al no conseguirlo, al no obtener una respuesta, es probable que Royce pensara que estaba equivocado y se diera por vencido. Después de eso, Jessup dejó de acudir aquí por las noches.
—Y probablemente pensara que tenía el camino expedito para construir su mazmorra bajo el puente.
—Tiene sentido, ¿no crees?
Bosch se tomó su tiempo antes de responder. Colocó una mano sobre la montaña de expedientes.
—Pero entonces, ¿qué hay de esas chicas desaparecidas? —preguntó—. ¿Solo se trata de una coincidencia?
—No lo sé. Quizá no lo descubramos nunca. Todo cuanto sabemos es que continúan desaparecidas, y si Jessup estuvo implicado, lo más seguro es que ayer se llevara el secreto a la tumba.
Bosch se levantó con una expresión seria que le cruzaba el rostro. Seguía con la bolsa en la mano.
—Lo siento, Harry.
—Sí, yo también.
—¿Qué vas a hacer ahora?
Se encogió de hombros.
—Ir a por el siguiente caso. Mi nombre volverá a entrar en los bombos. ¿Y tú, qué?
Extendí las manos y sonreí.
—Ya sabes a lo que me dedico.
—¿Estás seguro de eso? Mira que, como fiscal, lo has hecho de fábula.
—Sí, bueno, te lo agradezco, pero uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. Además, nunca me dejarán volver a cambiar de bando. No después de lo que ha ocurrido.
—¿A qué te refieres?
—Van a necesitar cargarle la culpa a alguien, y ese voy a ser yo. Yo fui quien dejó libre a Jessup. Espera y verás. La policía, el Times, e incluso Gabriel Williams acabarán yendo a por mí. Pero no me importa, siempre que dejen a Maggie tranquila. Sé cuál es mi lugar en el mundo y pienso regresar a él.
Bosch asintió. No había nada más que decir. Sacudió una vez más la bolsa que contenía el brazalete y, con los dedos, consiguió apartar más tierra de su superficie. La alzó para estudiarla con más detenimiento y pude notar que había visto algo.
—¿Qué ocurre?
Se le demudó el rostro. Tenía la atención puesta en uno de los adornos, al que le extraía parte de la suciedad frotándolo con los dedos a través de la bolsa de plástico. Luego me la entregó.
—Échale un vistazo. ¿Qué es eso?
El adorno seguía mate y sucio. Consistía de un pedacito cuadrado de plata de menos de un centímetro de grosor. En uno de sus lados había una diminuta plataforma y, en el otro, lo que parecía una taza o un bol.
—Tiene pinta de ser una taza de té sobre una bandeja cuadrada —sugerí—. No lo veo claro.
—No, dale la vuelta. Estás mirando la parte inferior.
Así lo hice y pude ver lo mismo que él.
—Es uno de esos… birretes. Un gorro de graduación, y la plataforma que hay encima es para la borla.
—Sí, falta la borla. Probablemente se encuentre entre la tierra.
—De acuerdo, pero ¿qué significa?
Bosch volvió a sentarse y se puso rápidamente a hojear los expedientes.
—¿No te acuerdas? La primera niña que os mostré a ti y a Maggie. Valerie Schlicter. Desapareció un mes después de graduarse en Riverside High.
—De acuerdo. De modo que piensas que…
Bosch dio con el expediente y lo abrió. Era delgado. Incluía tres fotos de Valerie Schlicter, una de las cuales había sido tomada el día de su graduación con la toga y el birrete. Repasó a toda velocidad los pocos documentos que contenía.
—Aquí no dice nada acerca de ningún brazalete.
—Porque probablemente no fuera suyo —aventuré—. Las posibilidades son remotas, ¿no te parece?
Actuó como si yo no hubiera abierto la boca. Bloqueaba todas las respuestas reticentes.
—Voy a tener que irme. Tenía madre y un hermano. Descubriré quién sigue localizable para que pueda echarle un vistazo a esto.
—Harry. Estás seguro de que…
—¿Crees que tengo alternativa?
Volvió a levantarse, me cogió la bolsa y reunió los expedientes. Casi era capaz de oír el sonido de la adrenalina que fluía por sus venas. Un perro con un hueso. Le había llegado el momento de ponerse en marcha. La posibilidad podía ser remota pero era mejor que no tener una. Lo mantendría activo.
Yo también me incorporé y lo seguí hacia la excavación. Le dijo a Kohl que debía ir a estudiar el brazalete y que lo llamara si hallaban algo más en el agujero.
Nos dirigimos al aparcamiento de grava. Bosch caminaba a toda prisa, sin detenerse a comprobar si lo acompañaba. Habíamos acudido al lugar en vehículos diferentes.
—¡Eh! —le grité—. ¡Espérame!
Se detuvo en mitad del aparcamiento.
—¿Qué?
—Técnicamente sigo siendo el fiscal asignado a Jessup. Por lo tanto, antes de que salgas disparado, comparte tus impresiones conmigo. ¿Enterró aquí el brazalete pero no a ella? ¿Tiene eso algún sentido?
—Nada tendrá ningún sentido hasta que consiga identificar el brazalete. En el momento en que alguien me diga que piensa que es suyo, procuraremos averiguarlo. Recuerda que cuando Jessup estuvo aquí no pudimos acercarnos a él. Era demasiado arriesgado. Esto significa que no sabemos qué hacía exactamente. Puede que estuviera intentando localizar esto.
—De acuerdo, puedo llegar a imaginármelo.
—Debo irme.
Siguió andando hasta su coche. Estaba aparcado junto a mi Lincoln. Lo llamé.
—Mantenme informado, ¿de acuerdo?
Al alcanzar el vehículo, se volvió hacia mí.
—Sí. Lo haré.
Luego se metió dentro y le oí encender el motor con un rugido. Bosch conducía igual que andaba, saliendo en estampida y arrojando polvo y gravilla a su paso. Un hombre con una misión. Entré en el Lincoln y le seguí hasta la salida del parque y Mulholland Drive arriba. Tras girar por la primera calle, le perdí.