Jueves, 8 de abril, 11:30 horas
He disfrutado de grandes momentos en los tribunales. Me he sentado junto a hombres en el instante en que descubrían que iban a quedar libres gracias a mis buenos oficios. He sentido la vibración de la verdad y de la virtud recorriéndome el espinazo mientras miraba de frente al jurado. Y he destruido sin piedad a mentirosos sentados en el banco de los testigos. Este es el tipo de situaciones para las que vivo profesionalmente. Pocas de ellas, sin embargo, han estado a la altura de la procurada al ver a la defensa de Jason Jessup quedar en evidencia con el testimonio de Edward Roman.
Mientras Roman provocaba un estropicio en el estrado, mi exmujer y compañera de la fiscalía me apretaba el brazo hasta el punto de causarme dolor. No podía evitarlo. Lo sabía tan bien como yo: no había forma de que Royce pudiera volver a levantarse. Una parte crucial de un proceso defensivo ya de por sí frágil se estaba desmoronando delante de sus ojos. No era debido tanto a que el testigo se le estaba yendo en la dirección opuesta, sino a que el jurado podía advertir que la estrategia de la defensa se había construido a partir de una mentira. Sus miembros no se lo iban a perdonar. Se había acabado y creía que todos los presentes en la sala —empezando por la juez y acabando por los moscardones sentados en las últimas filas— coincidían conmigo. Jessup se iba a pique.
Me giré para buscar a Bosch con la mirada y compartir el momento. Al fin y al cabo, la maniobra del testigo silencioso había sido idea suya. Lo cacé dedicándole a Jessup el gesto de rebanar una garganta. La señal universal de que había llegado su final.
Volví la vista al frente.
—Señor Royce —dijo la jueza—, ¿va a proseguir con este testigo?
—Un momento, señoría.
Era una pregunta legítima. A esas alturas contaba con pocas alternativas. O bien podía limitar los daños dando por concluido el interrogatorio o bien podía solicitarle a la jueza que declarara a Roman testigo hostil. Este último era un recurso embarazoso desde el punto de vista profesional cuando resultaba que eras tú quien lo había llamado al estrado. Sin embargo, también le ofrecería más libertad a la hora de formular preguntas comprometedoras, que ahondarían en lo que Roman le había contado en un primer momento a la investigación de la defensa y sus motivos para retractarse. Con todo, era un terreno particularmente minado dado que, con el objetivo de ocultar a Roman durante el proceso de recopilación de pruebas, aquella entrevista original no había sido grabada ni documentada de ningún modo.
—¡Señor Royce! —Ladró la jueza—. Tengo en alta estima el tiempo de este tribunal. Por favor, formule su siguiente pregunta o, de lo contrario, le cederé el testigo al señor Haller para que proceda con el contrainterrogatorio.
Royce asintió para sí mismo cuando hubo tomado una decisión.
—Lo siento, señoría. No tengo más preguntas por el momento.
Royce regresó abatido a su asiento y a un cliente visiblemente enfadado con el volantazo que habían dado los acontecimientos. Me levanté y comencé a dirigirme al atril sin esperar a que la juez me cediera el testigo.
—Señor Roman, su testimonio me ha resultado, de alguna manera, confuso. Veamos si soy capaz de entenderle. ¿Le está diciendo a este tribunal que Sarah Ann Gleason le contó o no le contó que su padrastro asesinó a su hermana?
—No lo hizo. Eso es solo lo que ellos querían que contase.
—¿Quiénes son «ellos», señor?
—La defensa. La señora detective y Royce.
—Además de una habitación de hotel, ¿iba a recibir alguna otra cosa si en su testimonio de hoy contaba esa versión?
—Simplemente me dijeron que se harían cargo de mí. Que había mucho dinero en ju…
—¡Protesto! —bramó Royce.
Se puso de pie de un salto.
—Señoría, el testigo es claramente hostil y está representando una fantasía vengativa.
—Es su testigo, señor Royce. Puede responder a la pregunta. Adelante, señor.
—Dijeron que había mucho dinero en juego y que se harían cargo de mí.
La situación no hacía más que ponérseme de cara, y del revés para Royce. Sin embargo, debía asegurarme de no darle al jurado la impresión de ser yo el vengativo ni de sentirme exultante. Me serené y me centré en lo que de verdad importaba.
—¿Qué historia le había contado Sarah hacía tantos años, señor Roman?
—Como ya les he contado, que estaba escondida en el jardín y que pudo ver al tipo que se llevó a su hermana.
—¿Alguna vez le dijo que hubiera identificado al hombre equivocado?
—No.
—¿Alguna vez le dijo que la policía le indicó al hombre a quien debía identificar?
—No.
—¿Alguna vez le dijo que el hombre equivocado había tenido que cargar con el asesinato de su hermana?
—No.
—No tengo más preguntas.
De regreso a mi asiento, eché una mirada al reloj. Aún quedaban veinte minutos hasta la pausa para el almuerzo. Antes que anunciar un receso temprano, la jueza solicitó a Royce que llamara a su siguiente testigo. Requirió la presencia de su detective, Karen Revelle. Sabía lo que estaba tramando y no me iba a coger desprevenido.
Revelle era una mujer de aspecto varonil, vestida con pantalones y una chaqueta deportiva. Llevaba impresas las palabras «expolicía» por todo su adusto rostro. Tras prestar juramento, Royce fue directo al grano, probablemente con la esperanza de detener la hemorragia que estaba sufriendo su caso antes de que los jurados se fueran a almorzar.
—¿A qué se dedica, señora Revelle?
—Soy detective para el bufete de abogados Royce y Asociados.
—Trabaja para mí, ¿es correcto?
—Correcto.
—El 2 de marzo de este año, ¿mantuvo usted una conversación telefónica con un sujeto llamado Edward Roman?
—Lo hice.
—¿Qué le contó durante esa llamada?
Me levanté y protesté. Solicité a la juez si podíamos discutir la naturaleza de mi protesta en una consulta privada.
—Acérquense —nos dijo.
Maggie y yo seguimos a Royce hasta un lateral del banco de la juez, quien me pidió que procediera.
—Mi primera protesta es que cualquier cosa que declare este testigo acerca de una conversación con Roman es claramente un testimonio indirecto y no autorizado. Mi principal protesta, no obstante, es que el señor Royce esté intentando impugnar a su propio testigo. Va a utilizar a Revelle para impugnar a Roman, y eso no se puede hacer, jueza. Está endiabladamente cerca de poderse considerar incitación al perjurio por parte del señor Royce, porque uno de estos dos individuos bajo juramento está mintiendo… ¡y los ha llamado a ambos!
—Protesto enérgicamente contra la última apreciación del señor Haller —intervino Royce, quien se inclinó hasta quedar cerca de la jueza—. ¿Incitación al perjurio? Ejerzo como abogado desde hace más de…
—Antes que nada, retírese señor Royce, está invadiendo mi espacio —le dijo Breitman con aspereza—. En segundo lugar, puede guardarse sus protestas interesadas para otra ocasión. El señor Haller lleva razón en todos los sentidos. Si autorizo que esta testigo prosiga con su testimonio, no solo va a incurrir en un testimonio indirecto, sino que desembocaremos en una situación en la que uno de sus dos testigos habrá mentido bajo juramento. No puede tener lo uno y lo otro, y no puede sentar a un mentiroso allá arriba. Les diré lo que vamos a hacer. Usted va a pedirle a su detective que se retire del estrado, el señor Haller va a solicitar una moción para eliminar el breve testimonio que lleva ofrecido y yo la voy a autorizar. Luego nos iremos a almorzar. Durante ese tiempo, usted y su cliente pueden reunirse para decidir qué quieren hacer a continuación. De todos modos, me da la impresión de que sus opciones se han visto considerablemente limitadas a lo largo de la última media hora. Eso es todo.
No aguardó nuestra posible reacción. Impulsó su silla rodante lejos de nosotros.
Royce siguió el consejo de la jueza y dio por finalizado su interrogatorio a Ravelle. Yo le di la puntilla y sanseacabó. Media hora después, me encontraba sentado junto a Maggie y Sarah Gleason en una mesa del Water Grill, el lugar donde aquel caso había empezado para mí. Habíamos decidido darnos un festín para celebrar lo que aparentaba ser el principio del fin del caso Jason Jessup, y también porque el restaurante se hallaba en la acera de enfrente del hotel de Sarah. Solo faltaba Bosch, aunque se encontraba de camino tras haber dejado a nuestro testigo silencioso, Sonia Reyes, en su centro de rehabilitación para drogodependientes.
—Guau —dije una vez estuvimos todos a la mesa—. Creo que nunca había visto nada parecido en un tribunal.
—Ni yo tampoco —apostilló Maggie.
—Bueno, yo he estado en varios juicios pero no sé lo suficiente como para entender qué significa —intervino Gleason.
—Significa que nos aproximamos al final —dijo Maggie.
—Significa que el equipo de la defensa al completo ha saltado en pedazos —añadí—. Mira, el caso de la defensa era de lo más simple. El padrastro mató a la niña y la familia encubrió los hechos. Se inventaron la historia del escondite y del hombre en el jardín para no alertar a las autoridades sobre el padrastro. Luego, la hermana (es decir, tú) llevó a cabo una identificación falsa de Jessup. Lo escogiste al azar para que cargara con un crimen que no cometió.
—¿Y qué pasa entonces con el cabello de Melissa que hallaron en la grúa? —preguntó Gleason.
—La defensa sostiene que alguien lo depositó ahí —le conté—. O bien como resultado de una conspiración o bien con independencia del encubrimiento de la familia. La policía se dio cuenta de que no tenía un caso nada sólido. Prácticamente solo disponía de la identificación de un sospechoso que había llevado a cabo una chica de trece años. De modo que se hicieron con cabello de la víctima, o bien del cuerpo o bien de un peine, y lo plantaron en la grúa. Tras el almuerzo (si es que Royce es tan tonto como para seguir por este camino), presentará informes cronológicos de la investigación y registros temporales que demostrarán que el detective Kloster dispuso de tiempo y medios suficientes como para llevar a cabo la operación, antes de que se emitiera una orden de registro y el equipo forense entrara en el vehículo.
—Pero eso es una locura —dijo Gleason.
—Quizá —convino Maggie—, pero en eso consistía su caso, y Eddie Roman era la pieza clave, ya que se suponía que debía declarar que tú le habías contado que tu padrastro había sido el culpable. Su cometido era sembrar la duda en el jurado. Pero a veces es precisamente eso lo único que se necesita, Sarah. Una pequeña duda. Le bastó echar un vistazo a una persona que se encontraba entre el público, Sonia Reyes, y llegar a la conclusión de que estaba en peligro. Verás, Eddie hizo con Sonia lo mismo que hizo contigo. Conocerla, intimar y utilizarla para proveerse de anfetaminas. Al verla en el tribunal, supo que se encontraba en apuros. Era consciente de que si Sonia subía al estrado y contaba la misma historia que tú ya habías explicado, el jurado descubriría de qué calaña era (un mentiroso y un depredador), por lo que no creería ni una sola de sus palabras. Además, no tenía ni la menor idea acerca de lo que Sonia podría habernos contado acerca de sus correrías criminales. En consecuencia, ahí mismo decidió que mejor sería que contara la verdad. Joder a la defensa y hacer feliz a la acusación. Cambió su historia.
Gleason asintió a medida que empezaba a comprender.
—¿Crees realmente que el señor Royce le dijo lo que tenía que contar y que iba a pagarle por sus mentiras?
—Por supuesto —dijo Maggie.
—No sé —la corté yo rápidamente—. Conozco a Clive desde hace mucho tiempo. No creo que sea su estilo.
—¿Qué? —Protestó Maggie—. ¿Piensas que Eddie Roman se lo ha inventado todo él solito?
—No, pero habló con la detective antes de acudir a Clive.
—Negación plausible. Solo estás siendo caritativo, Haller. Por algo lo llaman Clive «el Astuto».
Sarah pareció advertir que nos había arrojado a una zona de conflicto que existía desde mucho antes del juicio. Intentó que pasáramos a otro asunto.
—¿De verdad pensáis que se ha acabado? —nos preguntó.
Reflexioné un momento antes de asentir.
—Creo que si yo fuera Clive «el Astuto», ahora mismo le estaría dando vueltas a lo que es mejor para mi cliente y que eso me llevaría a evitar un veredicto. Empezaría a pensar en un trato. Incluso es posible que nos llame durante el almuerzo.
Saqué mi teléfono y lo deposité sobre la mesa, como si prepararme para la llamada de Royce fuera a materializarla. En el preciso instante en que lo hacía, apareció Bosch y se sentó junto a Maggie. Agarré mi vaso de agua y lo alcé en su dirección.
—Chin chin, Harry. Una maniobra muy sutil la que has efectuado hoy. Tengo la impresión de que el castillo de naipes de Jessup se está desmoronando.
Bosch cogió su vaso de agua y lo chocó contra el mío.
—Royce tenía razón, ¿sabéis? —dijo—. Ha sido una maniobra gansteril. La vi hace mucho en una de las películas de El Padrino.
Acto seguido, señaló con el vaso a las dos mujeres.
—Sea como fuere, salud. Vosotras dos sois las auténticas estrellas. Tanto ayer como hoy habéis hecho un gran trabajo.
Todos entrechocamos los vasos menos una vacilante Sarah.
—¿Qué ocurre, Sarah? —le pregunté—. No me digas que te da miedo el tintinear de los vasos.
Sonreí orgulloso de mi sentido del humor.
—No es nada. Pensaba que brindar con agua traía mala suerte.
—Bueno —dije recuperándome a marchas forzadas—, creo que a estas alturas va a ser necesario algo más que mala suerte para que las cosas tomen otro rumbo.
Bosch cambió de tema.
—¿Qué pasa a partir de ahora? —preguntó.
—Precisamente le estaba contando a Sarah que dudo que el caso vaya al jurado. Clive tiene que estar pensando en una resolución. Lo cierto es que no les queda otra opción.
Bosch se puso serio.
—Sé que aquí hay dinero en juego y que tu jefe quizá piense que eso es lo prioritario, pero este tipo debe regresar a la prisión.
—Desde luego —dijo Maggie.
—Por supuesto —añadí—. Después de lo que ha ocurrido esta mañana, contamos con toda la ventaja. Jessup debe aceptar lo que le ofrezcamos o nosotros…
Mi teléfono empezó a sonar. En la pantalla ponía:
DESCONOCIDO.
—Hablando del rey de Roma —dijo Maggie.
Miré a Sarah.
—Al fin y al cabo, quizá sí que puedas subirte a ese avión esta noche.
Descolgué y dije mi nombre.
—Mickey, soy el fiscal del distrito, Williams. ¿Cómo estás?
Sacudí la cabeza a mis comensales. No era Royce.
—Estoy bien. ¿Y tú?
Mi tono informal no pareció desconcertarlo.
—Me han llegado buenas noticias de lo que ha sucedido en el tribunal esta mañana.
Su comentario confirmó lo que siempre me había imaginado. Aunque Williams no se había presentado ni una sola vez en el tribunal, tenía a otros que lo hacían por él.
—Bueno, eso espero. Creo que después del almuerzo tendremos más noticias acerca de cómo se desarrollarán los acontecimientos.
—¿Estáis considerando una resolución?
—Aún no. No tengo noticias del abogado de la otra parte, pero supongo que no tardaremos en empezar a discutirlo. Probablemente lo esté hablando en estos momentos con su cliente. Es lo que yo haría en su lugar.
—Bien, mantenme al corriente antes de que se firme nada.
Hice una pausa mientras valoraba esa última petición. Vi a Bosch meter la mano dentro de su americana y sacar el móvil para responder a una llamada.
—Te diré el qué, Gabe. En mi calidad de abogado independiente, prefiero mantenerme independiente. Te informaré sobre una resolución en el caso de que lleguemos a un acuerdo y no antes.
—Quiero participar de esa decisión —insistió Williams.
Percibí una sombra que teñía los ojos de Bosch. Supe de forma instintiva que había llegado el momento de poner fin a la conversación.
—Volveremos a hablar sobre ello, señor fiscal del distrito. Me está entrando otra llamada. Podría tratarse de Clive Royce.
Cerré el teléfono en el mismo instante en que Bosch hacía lo propio con el suyo y se ponía de pie.
—¿Qué ocurre? —preguntó Maggie.
—Se ha producido un tiroteo en el despacho de Royce. Hay cuatro muertos.
—¿Jessup es uno de ellos? —pregunté.
—No… Jessup ha escapado.