Jueves, 8 de abril, 9:01 horas
Antes de que la jueza hiciera llamar al jurado, Clive Royce se puso en pie y solicitó un veredicto de absolución. Argumentó que el Estado había fracasado en su responsabilidad de probar las acusaciones. Aseguró que las pruebas presentadas por la fiscalía se habían quedado en el umbral de la duda razonable. Yo estaba listo para defender la postura del Estado, pero la jueza me hizo un gesto para que permaneciera en mi sitio. A continuación, desaprobó con rapidez la moción de Royce.
—Moción denegada. Este tribunal considera que las pruebas presentadas por la fiscalía son suficientes para que el jurado pueda valorarlas. Señor Royce, ¿está preparado para proceder con la defensa?
—Lo estoy, señoría.
—De acuerdo, señor Royce, en ese caso volveremos a convocar de inmediato al jurado. ¿Realizará una declaración inicial?
—Será muy breve, señoría.
—Muy bien, espero que así sea.
Los miembros del jurado entraron en la sala y ocuparon sus asientos. En muchos de ellos detecté expectación. Creo que eso era una buena señal, pues significaba que se estaban preguntando cómo demonios iba la defensa a ser capaz de abrirse camino entre la montaña de pruebas que el Estado les había arrojado. Lo más probable es que me pudieran las ganas, aunque llevaba analizando jurados la mayor parte de mi vida adulta y lo que estaba viendo me complacía.
Tras dar la bienvenida de nuevo al jurado, la jueza le cedió la palabra a Royce, no sin antes recordar que lo que se avecinaba era solo una declaración inicial, en ningún caso un listado de hechos, por lo menos hasta que lo corroboraran las pruebas y los testimonios. Royce se dirigió henchido de confianza hacia el atril sin ningún expediente ni apunte en la mano. Sé que compartíamos la misma filosofía con respecto a las declaraciones de apertura. Mírales a los ojos, no te arrugues y en ningún momento te apartes del sendero de tu teoría, por improbable o increíble que suene. Véndesela. Si tú no eres el primero en creértela, ellos no lo harán.
Su estrategia de aplazar su apertura hasta el inicio del caso de la defensa iba a procurarle ahora dividendos. Arrancaría el día y su caso sirviéndole al jurado un discurso que no tenía por qué ser cierto, y que podía ser lo más disparatado jamás escuchado en aquella sala. Mientras fuera capaz de que le siguieran la corriente, aquello era todo lo que importaba.
—Señoras y señores del jurado, buenos días. Hoy da comienzo una nueva fase del juicio. La fase de la defensa. Ahora es cuando empezamos a contarles nuestra versión de la historia y, créanme, tenemos otra versión para casi todo lo que la fiscalía les ha intentado vender en los últimos tres días.
»No les voy a robar mucho tiempo porque estoy muy ansioso, al igual que mi cliente, por llegar a las pruebas que la acusación o bien ha sido incapaz de hallar o bien ha decidido no mostrarles. A estas alturas, no importa si fue lo uno o lo otro: lo único que realmente importa es que les presten atención para permitirles disponer del cuadro completo de cuanto aconteció en Windsor Boulevard el 16 de febrero de 1986. Les conmino a que escuchen atentamente y a que miren atentamente. Si lo hacen, verán emerger la verdad.
Le eché un vistazo al cuaderno de notas en el que Maggie había estado garabateando mientras hablaba Royce. En letras bien grandes había escrito «¡COTORRA!». Aún no ha visto nada, pensé.
—Este caso —prosiguió Royce— trata de una cosa. Los oscuros secretos de una familia. Solo han tenido un atisbo de los mismos durante la presentación de la fiscalía. Esta les ha dado la punta del iceberg, pero hoy van a descubrir el iceberg completo. Hoy van a descubrir la dura y fría verdad. Que aquí la auténtica víctima es Jason Jessup. La víctima de una familia deseosa de ocultar su más oscuro secreto.
Maggie se inclinó hacia mí y me susurró «Agárrate». Asentí. Sabía exactamente adónde nos dirigíamos.
—Este juicio versa sobre un monstruo que mató a una niña. Un monstruo que profanó a una joven y que se disponía a pasar a la siguiente cuando algo se torció y acabó matándola. Este juicio versa sobre una familia que tenía tanto miedo de ese monstruo que se avino al plan de tapar ese crimen y apuntar con el dedo en otra dirección. En la de un hombre inocente.
Royce señaló con aire santurrón a Jessup mientras pronunciaba esta última frase. Maggie sacudió la cabeza en señal de disgusto, un gesto calculado para que lo viera el jurado.
—Jason, ¿sería tan amable de ponerse en pie?
Su cliente obedeció y se giró para quedar completamente de cara al jurado, sus ojos escaneando con atrevimiento cada rostro, sin síntomas de debilidad, sin bajar la mirada.
—Jason Jessup es un hombre inocente —dijo Royce con el tono indignado que requería la ocasión—. El hombre que debía caer. Un hombre inocente atrapado en un plan improvisado por cubrir el peor de los crímenes: arrebatarle la vida a un niño.
Jessup se sentó y Royce hizo una pausa con el fin de que sus palabras se grabaran a fuego en la conciencia del jurado. Todo, de lo más teatral y ensayado.
—Aquí tenemos a dos víctimas —dijo finalmente—. Melissa Landy es una víctima. Perdió la vida. Jason Jessup también es una víctima, porque están intentando arrebatarle la suya. La familia conspiró contra él y la policía le siguió el juego. Hicieron caso omiso de las pruebas y plantaron las suyas propias. Y ahora, veinticuatro años después, cuando los testigos han muerto y los recuerdos han languidecido, han venido a por él…
Royce bajó la cabeza como si sobre ella estuviera sosteniendo el tremendo peso de la verdad. Yo sabía que se disponía a echar el cierre.
—Señoras y señores del jurado, estamos aquí reunidos por una única razón. Dar con la verdad. Antes de que acabe el día de hoy, sabrán la verdad sobre Windsor Boulevard. Sabrán que Jason Jessup es un hombre inocente.
Royce hizo una nueva pausa, le dio las gracias al jurado y regresó a su asiento. En lo que estaba convencido que era un gesto preparado, Jessup rodeó con el brazo los hombros de su abogado, le dio un apretón y le agradeció sus palabras.
La jueza, sin embargo, apenas otorgó tiempo a Royce de saborear el momento ni su habilidad con el discurso de apertura, pues lo conminó a llamar a su primer testigo. Me giré y vi a Bosch de pie al fondo de la sala. Asintió con un gesto. Tan pronto como Royce me informó, al llegar al tribunal, de que Sarah Ann Gleason iba a ser su primer testigo, lo había enviado a buscarla al hotel.
—La defensa llama al estrado a Sarah Ann Gleason —dijo Royce, y puso énfasis en la palabra «defensa», como si se hubiese producido un giro inesperado.
Bosch salió de la sala y de inmediato volvió con Gleason. La acompañó por el pasillo y le abrió la cancela. El resto del camino lo hizo por su cuenta. Una vez más iba vestida de modo informal, luciendo una blusa blanca de estilo campesino y unos pantalones vaqueros.
La jueza le recordó que seguía bajo juramento e invitó a Royce a proceder. Esta vez sí que se dirigió al estrado portando un grueso expediente y un cuaderno de notas. Lo más probable es que la mayor parte de ello —por lo menos, el expediente— solo fuera un intento de intimidar a Gleason, de hacerle creer que contaba con abundante información relativa a todo aquello que había hecho mal en el pasado.
—Buenos días, señora Gleason.
—Buenos días.
—Ayer declaró haber sido víctima de abusos sexuales a manos de su padrastro, Kensington Landy, ¿correcto?
—Sí.
La primera palabra de su declaración me bastó para detectar su agitación. No la habían autorizado a escuchar la declaración de apertura de Royce, pero la habíamos preparado para afrontar el modo en que pensábamos que procedería la defensa. Ya había comenzado a mostrar miedo, lo que siempre resultaba contraproducente de cara al jurado. Maggie y yo no podíamos hacer gran cosa al respecto. Sarah estaba sola ahí arriba.
—¿En qué momento de su vida comenzaron esos abusos?
—Cuando tenía doce años.
—¿Y cuándo terminaron?
—A los trece. Justo después de la muerte de mi hermana.
—No he podido dejar de percibir que no ha dicho el asesinato de su hermana, sino su muerte. ¿Hay algún motivo para ello?
—No estoy segura de entenderle.
—Bueno, su hermana fue asesinada, ¿no es cierto? No fue un accidente, ¿me equivoco?
—No, fue un asesinato.
—En ese caso, ¿por qué se ha referido a su muerte hace un instante?
—No estoy segura.
—¿Se siente confundida con respecto a lo que le ocurrió a su hermana?
Antes de que Gleason pudiera responder, Maggie ya estaba de pie protestando.
—El abogado está acosando a la testigo. Su interés no radica en obtener una respuesta sino en sonsacarle una reacción emocional.
—Señoría, simplemente estoy tratando de averiguar la consideración que este crimen le merece a la testigo. Recabar su punto de vista. No me interesa sonsacarle nada más que una respuesta a mi pregunta.
Antes de fallar, la jueza se tomó un momento para valorar el asunto.
—Voy a autorizarla. La testigo puede responder a la pregunta.
—Entonces se la repito —acató Royce—. Señora Gleason, ¿se siente confundida con respecto a lo que le ocurrió a su hermana?
Durante el pulso entre los letrados y la jueza, Gleason había reunido algo de determinación. Respondió con contundencia, y miró a Royce de forma desafiante.
—No, no me siento confundida con respecto a lo que ocurrió. Yo estaba ahí. Su cliente la secuestró, y no volví a verla. No existe la mínima confusión.
Deseaba levantarme y aplaudir. En vez de eso, me limité a hacer un gesto de asentimiento para mí mismo. Había sido una respuesta de lo más redonda. Royce prosiguió como si no hubiera recibido un tomatazo en plena cara.
—De todos modos, ha atravesado momentos confusos a lo largo de su vida, ¿correcto?
—¿Con relación a mi hermana, lo que le pasó y quién se la llevó? Jamás.
—Me refiero a esos periodos en los que estuvo internada en clínicas de salud mental y en pabellones psiquiátricos de centros penitenciarios.
Gleason bajó el rostro como si hubiera tomado plena conciencia de que le iba a resultar imposible salir del juicio sin airear completamente esos años perdidos de su vida. Yo solo podía confiar en que respondiera siguiendo las directrices que le había dado Maggie.
—Después del asesinato de mi hermana, hubo muchas cosas en mi vida que comenzaron a ir mal.
Acto seguido, alzó la vista y taladró con ella a Royce.
—Sí, me pasé algún tiempo en ese tipo de sitios. Pienso, al igual que mis abogados, que fue como resultado de lo que le ocurrió a mi hermana.
«Buena respuesta», pensé. Estaba plantando batalla.
—Luego profundizaremos en eso —dijo Royce—. Volviendo ahora a su hermana, tenía doce años cuando la asesinaron, ¿correcto?
—Sí.
—Esa debía de ser la misma edad que tenía usted cuando su padre empezó a abusar sexualmente de usted. ¿Tengo razón?
—Más o menos, sí.
—¿Le advirtió a su hermana acerca de él?
Se produjo un larga pausa mientras Gleason maduraba su respuesta.
—¿Señora Gleason? —Intervino la jueza—. Haga el favor de responder a la pregunta.
—No, no la advertí. Tenía miedo de hacerlo.
—¿Miedo de qué?
—De él. Como ya he señalado, he acudido a muchas terapias. Sé que no es infrecuente que un niño se guarde esas cosas para sí. Uno queda atrapado en ese comportamiento. Atrapado por el miedo. Me lo han asegurado infinidad de veces.
—En otras palabras, callar y aguantar.
—Algo así. Pero no deja de ser una simplificación. Se trataba más bien de…
—Sin embargo, ¿se podría decir que, por aquel entonces, usted vivía con mucho miedo?
—Sí. Yo…
—¿Le dijo su padrastro que no contara nada de lo que le estaba haciendo?
—Sí, él me dijo que…
—¿La amenazó?
—Me dijo que si se lo contaba a alguien, se me llevarían lejos de mi madre y de mi hermana. Que se aseguraría de que el Estado pensara que mi madre estaba al corriente de los hechos y que así la considerarían incapacitada. A Melissa y a mí nos arrancarían de su lado. Luego nos separarían porque los hogares de acogida no siempre podían quedarse con dos personas.
—¿Le creyó?
—Sí, tenía doce años. Le creí.
—Tuvo miedo, ¿no es así?
—Sí. Yo deseaba quedarme con mi fam…
—¿No fue ese mismo miedo y el control que su padrastro ejerció sobre usted lo que la hizo callar y aguantar después de que asesinara a su hermana?
Maggie se levantó de nuevo para protestar, arguyendo que la pregunta era capciosa y que daba por sentado hechos que no habían sido probados. La juez estuvo de acuerdo y autorizó la protesta.
Impertérrito, Royce volvió a la carga echando el resto.
—¿No es cierto que usted y su madre hicieron y dijeron exactamente lo que les ordenó su padrastro para tapar el asesinato de Melissa?
—No, eso no es…
—Le dijo que había sido un conductor de la grúa y que debía escoger uno de los que la policía iba a traer a su casa.
—¡No! Él no…
—¡Protesto!
—No hubo ningún juego del escondite fuera de la casa, ¿a que no? Kensington Landy asesinó a su hermana en el interior de la casa. ¡Esa es la verdad!
—¡Señoría!
Maggie se había puesto a gritar.
—El letrado está acosando a la testigo con estas preguntas capciosas. No anda en busca de respuestas. ¡Solo busca arrojarle sus mentiras al jurado!
La jueza desplazó la vista de Maggie a Royce.
—De acuerdo, que todo el mundo se tranquilice. Se autoriza la protesta. Señor Royce, formúlele a la testigo una pregunta cada vez y concédale tiempo para responder. Nada de preguntas capciosas. Debo recordarle que la ha llamado en calidad de testigo. Si su deseo era pillarla en falta debería haber conducido un contrainterrogatorio cuando se le ofreció la oportunidad.
Royce puso su mejor gesto de contrición. Seguro que le supuso un gran esfuerzo.
—Pido disculpas por haberme dejado llevar, señoría. No volverá a ocurrir.
No importaba si no volvía a ocurrir. Royce ya había conseguido transmitir su mensaje. Su propósito nunca había sido obtener una admisión de los labios de Gleason, sino que su teoría alternativa calara en el jurado. En eso estaba resultando de lo más eficiente.
—De acuerdo, prosigamos —dijo Royce—. Antes ha mencionado que ha dedicado una parte considerable de su vida adulta a recibir terapia y a acudir a rehabilitación para su drogodependencia, por no mencionar sus estancias en prisión. ¿Estoy en lo cierto?
—Hasta cierto punto. Me he mantenido limpia y sobria, y una…
—Limítese a responder la pregunta que le he formulado —intervino Royce a toda prisa.
—Protesto —dijo Maggie—. Ella está intentando responder a la pregunta que se le ha formulado, pero al señor Royce no le gusta la respuesta completa, por lo que está intentando cortarla.
—Déjela que responda a la pregunta, señor Royce —dijo Breitman con tono cansado—. Adelante, señorita Gleason.
—Solo estaba intentando contarle que llevo siete años limpia y siendo un miembro productivo de la sociedad.
—Gracias, señora Gleason.
A continuación, Royce la condujo por su trágico y sórdido historial. Saltó de detención en detención y reveló todos los detalles de la depravación en la que se había estado regodeando durante tanto tiempo. Maggie no dejó de protestar, arguyendo que todo aquello apenas guardaba relación con la identificación de Jessup que había llevado a cabo Sarah, pero la juez permitió que se procediera con la mayoría de las preguntas.
Por último, Royce fue acercándose al cierre de su interrogatorio y presentó a su siguiente testigo.
—Volviendo al centro de rehabilitación de North Hollywood, usted estuvo en él durante cinco meses de 1999, ¿correcto?
—No recuerdo exactamente cuándo fue, ni durante cuánto tiempo. Es obvio que usted tiene ahí los registros.
—De lo que sí se acordará es de haber conocido a otro interno, llamado Edward Roman, más conocido como Eddie.
—Sí.
—¿Lo conoció bien?
—Sí.
—¿Cómo lo conoció?
—Íbamos juntos a terapia de grupo.
—¿Cómo describiría su relación con Eddie Roman por aquel entonces?
—Bueno, durante las terapias descubrimos que teníamos a algunos conocidos en común y que nos gustaba hacer el mismo tipo de cosas; es decir, drogarnos. De manera que empezamos a pasar tiempo juntos y a hacerlo también una vez salimos de ahí.
—¿Estamos hablando de una relación sentimental?
Gleason se rio de un modo que no transmitió carga humorística alguna.
—Hasta donde dos drogadictos pueden llegar a tener una relación sentimental. Creo que el término más apropiado es incitadores. Al estar juntos nos incitábamos el uno al otro. Yo no la calificaría de relación sentimental. De tanto en tanto practicábamos el sexo, en aquellas ocasiones en que él era capaz. Pero no hubo ninguna relación sentimental, señor Royce.
—Pero ¿no es cierto que usted creyó en algún momento que estaban casados?
—Eddie organizó algo en la playa con un hombre que dijo ser un pastor. Pero no fue real. Ni legal.
—En aquel momento, sin embargo, usted pensó que sí lo era.
—Sí.
—¿De manera que estaba enamorada de él?
—No, no lo estaba. Solo pensé que sería capaz de protegerme.
—Así que contrajeron matrimonio o, por lo menos, pensaron que lo habían hecho. ¿Vivieron juntos?
—Sí.
—¿Dónde?
—En diversos moteles del valle.
—Durante todo ese tiempo en que estuvieron juntos, usted debió de confiarle cosas a Eddie, ¿no?
—Algunas, sí.
—¿Alguna vez le confió algo en relación al asesinato de su hermana?
—Estoy convencida de que lo hice. No lo mantenía en secreto. Debí de hablar sobre el asunto durante las sesiones de terapia en North Hollywood y él estaba ahí, a mi lado.
—¿Alguna vez le dijo que su padrastro había asesinado a su hermana?
—No, porque no lo hizo.
—De manera que, si Eddie Roman fuera convocado a esta sala y declarara que sí se lo contó, estaría mintiendo.
—Sí.
—No obstante, usted ya ha declarado, tanto ayer como hoy, que ha mentido a abogados y policías. Ha robado y cometido varios delitos a lo largo de su vida. Por el contrario, no está mintiendo en estos momentos. ¿Es eso lo que debemos creer?
—No estoy mintiendo. Está hablando de un periodo de mi vida en el que sí que hice esas cosas. No lo niego. Era un pedazo de basura, ¿de acuerdo? Pero ya lo he dejado atrás, hace mucho que lo superé. Ahora no estoy mintiendo.
—De acuerdo, señora Gleason. No tengo más preguntas.
Mientras Royce regresaba a su asiento, Maggie y yo juntamos nuestras cabezas y empezamos a susurrar.
—Ha aguantado con mucha entereza —observó Maggie—. Creo que deberíamos mantenerla ahí y yo me limitaré a redondear la jugada.
—Suena bien.
—¿Señora McPherson? —apremió la jueza.
Maggie se incorporó.
—Sí, señoría. Solo unas pocas preguntas.
Se dirigió al atril con su cuaderno de notas favorito. Se saltó todo tipo de preámbulos, y se centró en las cuestiones que le interesaba cubrir.
—Sarah, con respecto a Eddie Roman y este matrimonio de pega… ¿De quién fue la idea de casarse?
—Eddie me pidió en matrimonio. Me dijo que trabajaríamos en equipo y que lo compartiríamos todo, que me protegería y que, en el caso de que nos detuvieran, jamás podrían obligarnos a declarar al uno contra el otro.
—En esas circunstancias, ¿qué significaba lo de trabajar en equipo?
—Bueno, yo… Él quería que vendiera mi cuerpo para conseguir dinero para drogas y un motel.
—¿Hizo eso por Eddie?
—Durante un corto periodo de tiempo. Luego me detuvieron.
—¿Pagó Eddie su fianza?
—No.
—¿Asistió al juicio?
—No.
—Los registros muestran que usted se declaró culpable del cargo de ofrecer servicios sexuales y que se le aplicó la prisión preventiva, ¿correcto?
—Sí.
—¿Cuántos días pasó en la cárcel?
—Creo que fueron trece días.
—El día en que abandonó la prisión, ¿se encontraba Eddie esperándola fuera?
—No.
—¿Volvió a verlo?
—No lo hice.
Maggie comprobó sus notas, pasó algunas páginas y encontró lo que buscaba.
—De acuerdo, Sarah, a lo largo de su testimonio de esta mañana ha declarado en varias ocasiones que es incapaz de recordar determinados hechos y sucesos sobre los que el señor Royce le ha preguntado, los cuales tuvieron lugar durante el tiempo en que consumió drogas. ¿Diría que esta es una descripción precisa?
—Sí, es verdad.
—En el transcurso de esos años de drogas, terapia y prisión, ¿llegó a ser capaz de olvidarse en algún momento de lo que le ocurrió a su hermana, Melissa?
—No, jamás. Pensé en ello todos los días. Todavía lo hago.
—¿Alguna vez fue capaz de olvidar al hombre que entró en el jardín de su casa y se llevó a su hermana mientras usted permanecía escondida detrás de un arbusto?
—No.
Maggie se giró y miró fijamente a Jessup, quien había bajado la vista a un cuaderno de notas en el que iba apuntado cosas que seguramente no tenían ningún sentido. Mantuvo la mirada clavada en él y aguardó. En el instante precisó en que Jessup levantó la cabeza para averiguar qué había hecho callar a la testigo, lanzó la pregunta final.
—¿Jamás tuvo la menor duda, Sarah?
—No, jamás.
—Gracias, Sarah. No tengo más preguntas.