Miércoles, 7 de abril, 23:00 horas
Gilbert y Sullivan lo estaban esperando en un coche aparcado en Lankershim Boulevard, cerca de la terminal norte de San Fernando Road. Era una zona venida a menos, en la que básicamente había tiendas de coches de segunda mano y talleres mecánicos. Junto a estos negocios de medio pelo se levantaba un motel de mala muerte que anunciaba habitaciones a cincuenta dólares la semana. No tenía nombre. Solo un cartel luminoso en el que se leía MOTEL.
Gilbert y Sullivan eran Gilberto Reyes y John Sullivan, dos agentes de narcotráfico asignados a la Unidad de Refuerzo del Valle, que combatía las drogas en las calles. Cuando Bosch comenzó la búsqueda de Edward Roman, hizo circular su nombre entre todas las unidades antidroga del departamento de policía. Los antecedentes de Roman le indicaban a Bosch que, al contrario que Sarah Gleason, este nunca había sido capaz de dejar atrás la mala vida. Alguna de aquellas unidades debía de tener constancia de él.
Cantó bingo al recibir una llamada de Reyes. Él y su compañero no lo tenían fichado, pero lo conocían por algunos episodios callejeros del pasado y estaban informados del lugar en el que se escondía su último socio, aparentemente a la espera de su regreso. Los adictos a las drogas de larga duración solían aliarse con alguna prostituta, a la que ofrecían protección a cambio de parte de las drogas obtenidas con sus servicios.
Bosch detuvo su vehículo tras el de los agentes y lo dejó ahí aparcado. Descendió y se dirigió hacia el de ellos. Antes de tomar asiento, se aseguró de que la parte trasera estuviera libre de vómitos y otras inmundicias dejados por sus anteriores ocupantes.
—El detective Bosch, supongo —dijo el conductor, que Bosch se imaginó que se trataba de Reyes.
—Sí. ¿Cómo estáis, chicos?
Les alargó el puño entre el respaldo de los asientos y ambos le dieron un golpecito al tiempo que se presentaban. Bosch se había equivocado. El que parecía de origen latino era Sullivan y el que recordaba al pan blanco era Reyes.
—Gilbert y Sullivan, ¿eh?
—Así nos empezaron a llamar al convertirnos en compañeros. Y con ese mote nos quedamos.
Bosch asintió. Ya estaba bien de presentaciones. Todo el mundo tenía un apodo y una historia que lo explicaba. Si sumabas las edades de estos dos tipos no llegaban a la de Bosch y, de todas maneras, lo más probable era que ni siquiera supieran quiénes eran Gilbert y Sullivan.
—¿Así que conocéis a Eddie Roman?
—Hemos tenido ese placer —dijo Reyes—. Un pedazo de mierda más que flota por ahí afuera.
—Pero como te he avanzado por teléfono, llevamos cosa de un mes sin verlo —añadió Sullivan—. De manera que te hemos conseguido el segundo premio. Su media naranja. Se aloja en la habitación número tres.
—¿Cómo se llama?
Sullivan se rio, pero Bosch no pilló el chiste.
—Sonia Reyes —respondió Reyes—. No somos familia.
—Por lo menos, hasta donde él sabe —dijo Sullivan.
Estalló en una carcajada, que Bosch pasó por alto.
—Deletreádmelo —les pidió.
Sacó su cuaderno de notas y lo apuntó.
—¿Estáis seguros de que se encuentra en la habitación?
—Lo estamos —afirmó Reyes.
—De acuerdo, ¿hay algo más que debería saber antes de entrar ahí?
—No —dijo Reyes—, pero vamos a acompañarte. Puede que contigo se ponga nerviosa.
Bosch se inclinó hacia delante y le colocó una mano sobre el hombro.
—No, yo me ocupo. No quiero que seamos ciento y la madre allá dentro.
Reyes asintió. Mensaje recibido. Bosch no quería testigos de aquello que tuviera que hacer.
—Pero gracias por la ayuda. Será recompensada.
—Un caso gordo, ¿no? —apreció Sullivan.
Bosch abrió la puerta y salió.
—Todos lo son —respondió.
Cerró la puerta, golpeó dos veces en el capó y se alejó.
El motel estaba rodeado por una reja de seguridad de tres metros de altura. Bosch tuvo que llamar al interfono y mostrarle su placa a la cámara. Le abrieron la puerta al recinto, cruzó por delante de la recepción y siguió recto por un pasillo cubierto en dirección a las habitaciones.
—¡Eh! —gritó una voz a sus espaldas.
Bosch se dio la vuelta y se encontró con un hombre con la camisa desabrochada asomando por la puerta de la recepción.
—¿Adónde coño te crees que vas, tío?
—Regresa adentro y cierra la puerta. Este es un asunto policial.
—Me da igual. Te he dejado pasar, pero estás en una propiedad privada. No puedes atravesar…
Bosch volvió apresuradamente sobre sus pasos en dirección al tipo. Atemorizado, este dio un paso atrás sin necesidad de que Bosch abriera la boca.
—Como quieras, hombre. Está bien.
Se refugió sin dilación en la oficina y cerró la puerta. Bosch rehízo el camino y no tuvo ningún problema en localizar la habitación número tres. Se acercó al quicio para ver si captaba algún sonido. Nada.
Había una mirilla. Puso el dedo sobre ella y llamó con los nudillos. Esperó y volvió a golpear.
—Abre, Sonia. Me envía Eddie.
—¿Quién eres?
Era una voz femenina que sonaba grave y suspicaz.
—No importa. Eddie me ha hecho venir para que le guardes algo que te traigo hasta que él acabe lo que está haciendo.
No hubo respuesta.
—De acuerdo, Sonia. Le diré que no estabas interesada. Ya tengo a otro que sí lo está.
Sacó el dedo de la mirilla y empezó a alejarse. Casi de inmediato, la puerta se abrió tras de sí.
—Espera.
Bosch se volvió. Apenas la había abierto quince centímetros. Se topó con unos ojos vacíos que lo escrutaban y una luz muy tenue a sus espaldas.
—Déjame ver.
Bosch miró alrededor.
—Pero ¿qué dices? Este sitio está lleno de cámaras.
—Eddie me ha dicho que no abra la puerta a desconocidos. Tienes pinta de poli.
—Bueno, quizá lo sea, pero eso no quita el hecho de que me envía Eddie.
Bosch empezó a darse la vuelta.
—Como te he dicho, ya le diré que lo he intentado. Buenas noches.
—De acuerdo, de acuerdo. Puedes entrar, pero solo para hacer la entrega. Nada más.
Bosch se dirigió de nuevo hacia la puerta. Ella se retiró tras ella y la abrió del todo. Entró y, al volverse, vio la pistola. Era un viejo revólver, sin balas en las recámaras que quedaban a la vista. Bosch levantó las manos por encima del pecho. Le resultaba evidente que estaba con el mono. Llevaba demasiado tiempo esperando a alguien, depositando su fe ciega de yonqui en algo que no terminaba de llegar.
—No hace falta llegar a esto, Sonia. Además, no creo que Eddie te haya dejado ninguna bala.
—Me queda una. ¿Quieres probarla?
Probablemente fuera la misma que tenía reservada para ella, llegado el caso. Estaba en los huesos, en las últimas. Ningún yonqui llegaba a dejarlo a tiempo.
—Dámelo —le ordenó—. Ahora.
—De acuerdo, cálmate. Lo tengo justo aquí.
Alargó la mano derecha hasta el bolsillo del abrigo y extrajo una bolita de papel de aluminio que había hecho a partir de un rollo que había en la cocina de Haller. Consciente de que los ávidos ojos de la mujer estarían puestos en ella, la desplazó hacia el lado derecho del cuerpo, al tiempo que con su mano izquierda le agarraba la pistola de un movimiento rápido. Luego avanzó hacia ella y la lanzó con brusquedad a la cama.
—Cállate y no te muevas —le ordenó.
—¿Qué pa…?
—¡Te he dicho que te calles!
Abrió el cañón de la pistola y comprobó que ella tenía razón: quedaba una bala. La depositó en la palma de la mano y luego se la metió en el bolsillo. Se ajustó el arma en el cinto. Sacó la cartera con la placa para que pudiera verla.
—Has acertado.
—¿Qué quieres?
—Ya llegaremos a eso.
Bosch rodeó la cama y estudió la cochambrosa habitación. Olía a cigarrillos y fluidos corporales. Sus pertenencias estaban repartidas en varias bolsas de la compra que yacían desparramadas por el suelo. Unas contenían zapatos; otras, prendas de ropa. En la única mesilla de noche reposaba un cenicero atiborrado de colillas y una pipa de cristal.
—¿De qué tienes mono, Sonia? ¿Crack? ¿Heroína? ¿Anfetaminas, quizá?
No respondió.
—Me será más fácil ayudarte si sé lo que necesitas.
—No quiero que me ayudes.
Bosch se dio la vuelta para mirarla. Hasta el momento, las cosas iban exactamente como había previsto.
—¿De verdad? ¿No necesitas que te ayude? ¿Crees que Eddie Roman va a regresar a por ti?
—Volverá.
—Tengo una noticia que darte. Ya se ha largado. Supongo que han conseguido que se mantenga limpio y que, una vez hayan obtenido de él lo que quieren, no tiene intención de volver por aquí. Cobrará su cheque y, cuando se lo pula, se buscará a otra socia.
Hizo una pausa y la miró.
—Que sea capaz de seguir ofreciendo algo por lo que alguien esté dispuesto a pagar.
Su mirada adoptó la frialdad de aquel que reconoce que le están diciendo la verdad.
—Déjame en paz —dijo, con un murmullo ronco.
—Me consta que no te cuento nada que no sepas a estas alturas. Llevas esperando a Eddie mucho más tiempo del que te creías, ¿no? ¿Cuántos días podrás seguir pagando esta habitación?
Pudo leer la respuesta en sus ojos.
—Hace tiempo que no puedes, ¿verdad? Apuesto a que se la estás chupando al de la recepción para que te deje quedarte. ¿Cuánto crees que te va a durar? No tardará en aceptar nada más que dinero.
—He dicho que te largues.
—Lo haré. Pero tú te vienes conmigo, Sonia. Ahora mismo.
—¿Qué quieres?
—Que me cuentes todo lo que sepas acerca de Eddie Roman.