Miércoles, 7 de abril, 19:20 horas
El equipo de la acusación se reunió para cenar en Casa Haller. Preparé una abundante ración de pasta boloñesa. Para ello herví una caja entera de lacitos que regué con una salsa comprada en el supermercado. Maggie contribuyó con su propia versión de la ensalada César, que tanto me encantaba durante nuestros años de matrimonio y que llevaba mucho tiempo sin disfrutar. Bosch y su hija fueron los últimos en llegar, dado que, al acabar la sesión del juicio, el primero había tenido que acompañar a Sarah Ann Gleason a su hotel y asegurarse de que quedaba a buen recaudo.
Cuando las presentamos, nuestras respectivas hijas se mostraron tímidas, a la par que avergonzadas, debido a la evidente expectación con que los padres aguardábamos tan esperado momento. De forma instintiva se apartaron de nuestro lado y se dirigieron al despacho situado al final del pasillo, en apariencia para hacer los deberes. Poco después nos llegó el sonido de sus risas.
Vertí la pasta y la salsa en un cuenco para mezclarlo todo bien. Luego llamé a las chicas para que se sirvieran en primer lugar y regresaran al despacho con sus platos llenos.
—¿Cómo os va por ahí detrás? —les pregunté mientras se servían—. ¿Algún progreso con los deberes?
—¡Papá! —me contestó Hayley desdeñosa, como si mi pregunta hubiera supuesto una gran invasión de su privacidad.
De modo que probé suerte con su prima.
—¿Maddie?
—Eh, casi he acabado con los míos.
Las dos se miraron y se pusieron a reír, como si la pregunta o la respuesta invitara al regocijo. Regresaron a toda prisa al despacho.
Lo dispuse todo sobre la mesa, a la cual ya estaban sentados los adultos. Lo último que hice fue asegurarme de que la puerta del despacho estuviera cerrada, para que las chicas no pudieran oír nuestra conversación, ni nosotros la de ellas.
—Bien —comenté mientras le tendía a Bosch el cuenco con la pasta—. Ya hemos acabado con nuestra parte. Ahora llega la más difícil.
—La de la defensa —intervino Maggie—. ¿Qué creéis que le tienen preparado a Sarah?
Me lo pensé un poco antes de contestar. Probé los lacitos. Estaban ricos. Me enorgullecía de mi plato. Finalmente dije:
—Ya contamos con que van a ir a por ella a muerte. Es la piedra angular del caso.
Bosch hurgó dentro de su bolsillo y extrajo un papel doblado. Lo desplegó encima de la mesa. Vi que se trataba de la lista de testigos de la defensa.
—Al final de la sesión de hoy —comentó—, Royce le ha dicho a la jueza que solo necesitará un día para completar el caso de la defensa. Asegura que se limitará a llamar a cuatro testigos, aunque en esta lista incluyó a veintitrés.
—Bueno, ya sabíamos que la mayoría de los nombres que constaban ahí eran un mero subterfugio —dijo Maggie—. Estaba jugando al despiste.
—De acuerdo, de modo que tendremos a Sarah de vuelta —dije levantando un dedo—. Luego está el propio Jessup. Intuyo que Royce sabe que debe sacarlo a la palestra. Eso hace dos. ¿Quién más?
Maggie esperó a no tener la boca llena de comida para hablar.
—Eh, esto está muy bueno, Haller. ¿Cuándo aprendiste a prepararlo?
—Es una receta menor a la que me gusta llamar «Preparados Paul Newman».
—No, le has añadido tu toque personal. La has mejorado. ¿Por qué no cocinabas así cuando estábamos casados?
—Supongo que la necesidad me impelió a ello. El hecho de ser un padre soltero. ¿Qué me dices de ti, Harry? ¿Qué te gusta cocinar?
Bosch nos miró a ambos como si hubiéramos perdido la cabeza.
—Por resumirlo mucho, sé freír un huevo.
—Volvamos al juicio —dijo Maggie—. Pienso que Royce cuenta con Jessup y Sarah. Luego está el testigo secreto que no hemos podido localizar. El tipo del último centro de rehabilitación.
—Edward Roman —dijo Bosch.
—Exacto, Roman. Eso suma tres, y el cuarto podría tratarse de su detective o de su experto en anfetaminas, aunque probablemente no sea más que una patraña. No hay ningún cuarto testigo. Gran parte de la estrategia de Royce consiste en intentar confundirnos. No quiere que nadie tenga la vista puesta en el premio. Los ojos deben estar posados sobre cualquier cosa excepto la verdad.
—¿Qué hay de Roman? —pregunté—. No hemos dado con él, pero ¿sabemos por dónde irá su declaración?
—Ni por asomo —reconoció Maggie—. Le hemos dado vueltas con Sarah una y otra vez, pero ella asegura no tener ni idea de lo que va a contar. No recuerda haber hablado jamás de su hermana con él.
Entonces le llegó el turno a Bosch.
—El sumario entregado por Royce señala que declarará acerca de las «revelaciones que Sarah le hizo sobre su infancia». No especifica nada más y, por descontado, Royce asegura que no tomó notas durante la entrevista.
—Mirad —dije—, tenemos sus antecedentes y sabemos exactamente de qué tipo de elemento trata. Dirá todo aquello que Royce quiera que diga. Es así de simple. Cualquier cosa que le sea de utilidad a la defensa. Por lo tanto, no debería preocuparnos tanto lo que vaya a declarar (puras patrañas, por descontado) como el modo en que vamos a noquearlo. ¿De qué disponemos para conseguirlo?
Maggie y yo miramos a Bosch, que ya tenía la respuesta.
—Creo que podemos contar con algo. Esta noche me voy a ver con alguien. Si da resultado, por la mañana será nuestro. Entonces os lo contaré.
La frustración que me provocaban los métodos detectivescos y comunicativos de Bosch me llevó entonces al punto de ebullición.
—Venga, Harry. Somos un equipo. Esta pose de agente secreto no funciona cuando nos pasamos el día jugándonos el cuello en esa sala.
Bosch bajó la vista a su plato y comenzó a arder de rabia. Su cara se puso tan colorada como la salsa.
—¿Jugándoos vuestros cuellos? En ninguno de los informes de vigilancia he leído que Jessup haya estado merodeando frente a tu casa, Haller, así que no me digas que te estás jugando el cuello. Tu trabajo se limita al tribunal. La sala es un lugar agradable y seguro, donde algunas veces ganas y otras pierdes. Pero, con independencia de lo que ocurra, al día siguiente regresas a ella. Si de verdad quieres jugarte el cuello, prueba a salir ahí fuera.
Señaló en dirección a la ventana tras la cual se extendía la ciudad.
—Venga, chicos, vamos a intentar calmarnos —se apresuró a intervenir Maggie—. ¿Qué ocurre, Harry? ¿Jessup ha regresado a Woodrow Wilson? Quizá deberíamos limitarnos a conseguir una revocación y devolver a ese tipo a su celda.
Bosch sacudió la cabeza.
—No ha vuelto por mi calle. No lo ha hecho desde aquella primera noche, y lleva una semana sin regresar a Mulholland.
—Entonces, ¿de qué se trata?
Bosch dejó el tenedor sobre el plato y lo retiró.
—Ahora sabemos que existen muchas probabilidades de que Jessup posea un arma, después de que la SIE lo viera citarse con un traficante de armas que estuvo en prisión. No saben qué obtuvo de este individuo pero, dado que se lo entregó envuelto en una toalla, no hace falta echar a volar mucho la imaginación. ¿Queréis saber también lo que ocurrió anoche? Un tipo brillante de la SIE decidió abandonar su puesto de vigilancia para ir al baño sin informar a nadie y Jessup se les escurrió por la red.
—¿Lo perdieron? —preguntó Maggie.
—Sí, hasta que yo di con él instantes antes de que él diera conmigo, lo cual podría no haber acabado igual de bien. ¿Y sabéis lo que trama? Está construyendo una mazmorra para alguien y, hasta donde sé…
Se inclinó hacia delante para rematar sus palabras con un murmullo cargado de pánico.
—¡… Podría ser para mi hija!
—Guau. Espera, Harry —lo aplacó Maggie—. Retrocede un poco. ¿Qué es eso de que está construyendo una mazmorra? ¿Dónde?
—Bajo el muelle. Hay una especie de trastero. Ha colocado un candado en la puerta y anoche dejó comida enlatada dentro. Como si lo estuviera preparando para la llegada de alguien.
—De acuerdo, eso provoca escalofríos —reconoció Maggie—. Pero ¿por qué tu hija? Eso no lo sabemos. Has dicho que solo ha merodeado por tu casa en una ocasión. ¿Qué te hace pensar que…?
—No puedo permitirme no pensarlo. ¿Me entiendes?
Ella asintió.
—Sí. En ese caso, vuelvo a lo que he dicho antes. Lo acusamos de asociación con un criminal declarado (el traficante de armas) y revocamos su libertad bajo palabra. Al juicio solo le quedan unos pocos días, y está claro que Jessup no ha pasado a la acción ni cometido la equivocación que todos esperábamos. Guardémonos las espaldas y devolvámoslo a la prisión hasta que esto acabe.
—¿Y qué pasa si no conseguimos la condena? —preguntó Bosch—. ¿Qué ocurre entonces? Sale libre, y eso supone también el fin de la vigilancia. Andará por ahí suelto sin que nadie lo controle.
La mesa enmudeció a raíz de aquel comentario. Miré a Bosch y comprendí la presión por la que estaba pasando. El caso, las amenazas a su hija y ninguna mujer o exmujer que lo ayudara al regresar a casa.
Bosch terminó por romper el incómodo silencio.
—Maggie, ¿esta noche te vas a llevar a Hayley a tu casa?
Maggie respondió con gesto afirmativo.
—Tan pronto acabemos aquí.
—¿Puede quedarse Maddie contigo esta noche? En la mochila tiene una muda. Me pasaré a recogerla por la mañana para llevarla al colegio.
La petición pareció coger a Maggie por sorpresa; sobre todo, porque las chicas se acababan de conocer. Bosch la presionó.
—Debo reunirme con alguien esta noche y no sé adónde me conducirá todo esto. Quizá podría hacerlo hasta Roman. Necesito poder moverme sin estar preocupándome por Maddie.
Ella afirmó con un gesto.
—De acuerdo. Está bien. Me da la impresión de que se están haciendo amigas a marchas forzadas. Solo espero que no se queden despiertas toda la noche.
—Gracias, Maggie.
Antes de que yo hablara, transcurrieron treinta segundos en el más absoluto silencio.
—Háblanos de esa mazmorra, Harry.
—Anoche estuve allí dentro.
—¿Por qué bajo el muelle de Santa Mónica?
—Supongo que porque está cerca de lo que hay encima.
—Posibles presas.
Bosch asintió.
—Pero ¿qué me dices del ruido? ¿No has dicho que ese lugar se encuentra justo debajo del muelle?
—Existen métodos para controlar el sonido que emiten los seres humanos. Anoche el ruido de las olas rompiendo contra los pilones era tan fuerte que uno podría haberse pasado toda la noche gritando sin que nadie lo hubiera podido oír. Allá abajo probablemente no se habría captado ni un disparo.
Bosch habló con cierta autoridad acerca de los lugares oscuros que hay en este mundo y del mal que anida en ellos. Perdí el apetito y aparté el plato. Sentí cómo el espanto se esparcía por mi interior.
Espanto por lo que Melissa Landy y el resto de víctimas de este mundo habían tenido que pasar.