Miércoles, 7 de abril, 13:05 horas
Todas las miradas convergían en el fondo de la sala. Había llegado la hora del número principal y, si bien yo contaba con un asiento en primera fila, no iba a dejar de ser un espectador más. No es que lo llevara bien, pero era una decisión con la que podía vivir y en la que confiaba. La puerta se abrió y Harry Bosch escoltó a nuestra principal testigo por la sala del tribunal. Sarah Ann Gleason nos había dicho que no poseía ningún vestido y que no deseaba comprarse ninguno para declarar. Llevaba unos pantalones vaqueros negros y una blusa morada de seda. Estaba guapa y rebosaba confianza. No nos hacía falta ningún vestido.
Bosch se mantuvo a su derecha. En el momento de cruzar la cancela, colocó el cuerpo de modo que formara una barrera entre ella y Jessup. Este, sentado a la mesa de la defensa, se giró como el resto de los presentes para seguir la entrada de su principal acusadora.
Bosch dejó que completara sola el resto del camino. Maggie «la Fiera» ya se encontraba frente al atril y, cuando su testigo se cruzó en su camino, le dedicó una cálida sonrisa. Ese era también el gran momento de Maggie. Interpreté esa sonrisa como una señal de esperanza para ambas mujeres.
La mañana se nos había dado bien gracias al testimonio de Bill Clinton, el antiguo conductor de la grúa, y luego Bosch había manejado el caso hasta la hora del almuerzo. Clinton contó su versión del día del asesinato. Contó cómo Jessup le había pedido prestada su gorra de los Dodgers, instantes antes de que los hicieran formar en una improvisada rueda de reconocimiento junto a la entrada de la casa de Windsor Boulevard. También declaró que los conductores de Aardvark estaban familiarizados con el garaje que había detrás del teatro El Rey, ya que lo usaban con frecuencia, y que Jessup había pedido encargarse de la ruta que pasaba por Windsor Boulevard la mañana del asesinato. Todos ellos habían sido puntos sólidos y favorables para la fiscalía. Además, Clinton no le había dado ningún juego a Royce durante el contrainterrogatorio.
Bosch subió al estrado por tercera vez en lo que llevábamos de juicio. En esa ocasión no leyó ninguna transcripción de testimonios anteriores, sino que declaró acerca de sus recientes investigaciones en torno al caso, y mostró la gorra de los Dodgers —con las iniciales BC bajo la visera— que se había encontrado entre las pertenencias de Jessup tras su arresto veinticuatro años atrás. De nuevo nos vimos en la tesitura de tener que realizar equilibrios en torno al hecho de que aquellas habían permanecido todo aquel tiempo en un almacén de San Quintín. Informar de ello habría supuesto revelar que Jessup ya había sido condenado por el asesinato de Melissa Landy.
Ahora le tocaba el turno a Sarah Ann Gleason, la última testigo de la acusación. Ella le proporcionaría al caso el crescendo emocional que necesitaba. Una hermana que defendería los derechos de una hermana desaparecida hacía mucho tiempo. Me recliné en la silla para ver cómo mi exmujer —la mejor fiscal con la que me había cruzado en la vida— acababa por llevarnos a buen puerto.
Gleason prestó juramento y ocupó su sitio. Era bajita, y la secretaria de la sala tuvo que bajarle un poco el micrófono. Maggie se aclaró la voz y arrancó.
—Buenos días, señora Gleason. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Bastante bien.
—¿Podría contarle al jurado un poco sobre usted?
—Estooo… Tengo treinta y siete años. No estoy casada. Llevo siete años viviendo en Port Townsend, en el estado de Washington.
—¿A qué se dedica?
—Soy una artesana del vidrio.
—¿Qué relación mantenía con Melissa Landy?
—Era mi hermana pequeña.
—¿Cuántos años se llevaban?
—Trece meses.
Maggie colocó una fotografía de las dos hermanas en una de las pantallas superiores que exhibía la fiscalía. En ella se veía a dos niñas sonrientes frente a un árbol de Navidad.
—¿Puede identificar esta foto?
—Somos mi hermana Melissa y yo durante nuestra última Navidad juntas. Justo antes de que se la llevaran.
—En ese caso estamos hablando de las Navidades de 1985.
—Sí.
—He advertido que usted y ella son de la misma estatura.
—Sí. De hecho, a esas alturas no era mi hermana pequeña. Ya me había alcanzado.
—¿Compartían la ropa?
—Algunas prendas, menos las favoritas de cada una. Si lo hacíamos, la cosa acababa en pelea.
Sonrió, y Maggie asintió en señal de comprensión.
—Ha indicado que se la llevaron. ¿Estaba haciendo referencia al 16 de febrero del año siguiente, al día en que secuestraron y asesinaron a su hermana?
—Sí, a eso me refería.
—De acuerdo, Sarah. Me consta que esto le va a resultar difícil, pero me gustaría que le contara al jurado qué vio y qué hizo aquel día.
Gleason cabeceó como si reuniera fuerzas para afrontar lo que se avecinaba. Miré a los miembros del jurado, que habían depositado toda su atención en ella. Luego me giré hacia la mesa de la defensa y clavé la mirada en Jessup. No se la aparté en ningún momento. Aguanté su expresión desafiante e intenté hacerle llegar mi propio mensaje. Aquellas dos mujeres —la una, formulando las preguntas; la otra, respondiéndolas— iban a hacer que mordiera el polvo.
Al final fue Jessup quien apartó la mirada.
—Bien, era un domingo. Nos disponíamos a ir a misa. La familia al completo. Melissa y yo ya llevábamos puestos nuestros vestidos, de modo que mi madre nos dijo que esperáramos en el jardín de la entrada.
—¿Por qué no podían utilizar el jardín trasero?
—Mi padrastro estaba montando una piscina, y allá atrás había mucho barro y un gran agujero. A mi madre le preocupaba el que pudiéramos caernos y ensuciarnos el vestido.
—De modo que fueron al jardín delantero.
—Sí.
—¿Dónde se encontraban sus padres en ese momento?
—Mi madre seguía arreglándose en el piso de arriba, y mi padre estaba en la sala del televisor viendo un programa deportivo.
—¿En qué lugar de la casa se encontraba la sala del televisor?
—En la parte trasera, al lado de la cocina.
—De acuerdo, Sarah, voy a mostrarle una foto que lleva por nombre «Prueba número 11 de la acusación popular». ¿Es esta la parte delantera de la casa en Windsor Boulevard en la que vivía?
Todas las miradas se dirigieron hacia la pantalla superior. Una casa de ladrillo amarillo la ocupó por completo. Era una imagen apaisada que se había tomado desde la calle, donde se mostraba un jardín delantero de generosa profundidad, flanqueado por setos de algo menos de dos metros de altura. Había un porche que se extendía a lo largo del perímetro de la casa y que en buena medida quedaba oculto tras la vegetación ornamental. Un sendero asfaltado arrancaba desde la acera, cruzaba el jardín y desembocaba en los escalones situados al pie del porche. Mientras preparábamos el juicio, yo había repasado varias veces las muestras que íbamos a exhibir. Sin embargo, hasta ese momento no me percaté de que el sendero presentaba una grieta en la parte central que se extendía cuan largo era. Si se tenía en cuenta lo que había sucedido en aquella casa, se antojaba de lo más pertinente.
—Sí, esta era nuestra casa.
—Cuéntenos qué pasó aquel día en este jardín delantero, Sarah.
—Bien, decidimos jugar al escondite mientras esperábamos a nuestros padres. Me tocó ser la primera en contar, y encontré a Melissa escondiéndose tras ese arbusto situado al lado derecho del porche.
Señaló en dirección a la muestra fotográfica que seguía en la pantalla. Me di cuenta de que nos habíamos olvidado de darle a Gleason el puntero láser con el que habíamos estado preparando su testimonio. Rápidamente abrí el portafolio de Maggie y di con él. Me levanté para entregárselo. Con la venia de la juez, ella se lo ofreció a la testigo.
—De acuerdo, Sarah, ¿podría utilizar el puntero para enseñárnoslo?
Gleason trazó un círculo con el láser rojo alrededor del tupido seto que se levantaba en el extremo norte del porche de la entrada.
—¿Así que ella se escondió ahí y usted la encontró?
—Sí. Cuando le llegó el turno de contar, decidí esconderme en el mismo sitio porque pensé que no se le ocurriría empezar a buscarme por ahí. Al acabar de contar, bajó por los escalones y se quedó de pie en medio del jardín.
—¿Usted podía verla desde su escondite?
—Sí, podía verla a través del seto. Tenía el cuerpo medio girado. Me estaba buscando.
—¿Qué ocurrió a continuación?
—Bueno, primero oí el sonido de un camión que cruzaba y…
—Permítame que la interrumpa aquí, Sarah. Ha dicho que oyó un camión. ¿No lo vio?
—No. Desde donde me encontraba, no podía.
—¿Cómo sabe que se trataba de un camión?
—Era muy ruidoso y escandaloso. Podía sentirlo bajo mis pies, como un pequeño terremoto.
—De acuerdo. ¿Qué paso después de que oyera el camión?
—De repente vi a un hombre en el jardín… Se dirigió directo hacia mi hermana y la agarró de la muñeca.
Gleason bajó la vista y se agarró con las manos a la tarima que tenía enfrente.
—Sarah, ¿conocía a ese hombre?
—No, no lo conocía.
—¿Lo había visto con anterioridad?
—No, no lo había visto.
—¿Dijo algo?
—Sí, oí como decía: «Tienes que venir conmigo». Y mi hermana respondió… Ella respondió: «¿Estás seguro?». Y eso fue todo. Creo que él añadió algo más, pero no lo oí. Se la llevó. A la calle.
Y usted, ¿permaneció escondida?
—Sí, no podía… Por algún motivo, no podía moverme. No podía pedir ayuda. No podía hacer nada. Estaba muy asustada.
Fue uno de esos momentos en los que la gravedad se adueña de la sala, cuando reina el más absoluto silencio a excepción de las voces del fiscal y el testigo.
—¿Vio u oyó algo más, Sarah?
—Oí cómo se cerraba una puerta y luego cómo se alejaba el camión.
Pude ver las lágrimas en las mejillas de Sarah Gleason. La secretaria de la sala también debió de hacerlo porque sacó una caja de pañuelos de un cajón de su mesa y cruzó la sala con ella. Sin embargo, en vez de llevársela a Sarah, se la entregó al miembro del jurado número dos, por cuyas mejillas también corrían las lágrimas. Aquello me venía de maravilla. Quería que las lágrimas permanecieran en el rostro de Sarah.
—Sarah, ¿cuánto tardó en salir de detrás del arbusto en el que se ocultaba y contarles a sus padres que se habían llevado a su hermana?
—Creo que no tardé ni un minuto, pero era demasiado tarde. Ya no estaba.
El silencio que siguió a esa declaración cavó ese tipo de agujeros por el que puede escurrirse una vida. Para siempre.
Maggie dedicó la siguiente media hora a orientar los recuerdos de Gleason a través de los acontecimientos posteriores. La llamada desesperada de su padrastro a la policía, lo que ella les contó a los detectives, la rueda de reconocimiento que pudo observar desde la ventana de su habitación, y cómo identificó a Jason Jessup como el hombre a quien había visto llevarse a su hermana.
Maggie tuvo que andarse con pies de plomo en esa parte. Habíamos recurrido a declaraciones juradas de testigos del primer juicio. Royce también disponía de acceso a los registros completos de ese juicio, y no me cabía duda de que su ayudante, que flanqueaba a Jessup por el otro lado, cotejaba todas las declaraciones de Sarah con su declaración original. Si se apartaba un milímetro de aquella, Royce se abalanzaría sobre ella durante el contrainterrogatorio, y se valdría de la menor discordancia para presentarla como una mentirosa.
A mi modo de ver, su testimonio pareció fresco, no ensayado. Ese era el fruto del trabajo previo que habían llevado a cabo ambas mujeres. De un modo eficiente y natural, Maggie condujo a su testigo hasta el momento clave en que Sarah volvió a confirmar su identificación de Jessup.
—¿Albergó la menor duda cuando, en 1986, identificó a Jason Jessup como el hombre que se había llevado a su hermana?
—No, ninguna en absoluto.
—Ya sé que ha transcurrido mucho tiempo, Sarah, pero voy a pedirle que recorra la sala con la mirada y le indique al jurado si puede ver en ella al hombre que secuestró a su hermana el día 16 de febrero de 1986.
—Sí, es él.
Habló sin titubeos y señaló a Jessup con el dedo.
—¿Podría indicarnos dónde se encuentra sentado y describirnos alguna de las prendas que lleva puesta?
—Se encuentra sentado junto al señor Royce y lleva puesta una corbata azul oscuro y una camisa azul claro.
Realicé una pausa y miré a la jueza Breitman.
—Que conste en acta que la testigo ha identificado al acusado —dijo ella.
Centré de nuevo la atención en Sarah.
—Después de todos estos años, ¿alberga alguna duda acerca de que se trate del hombre que se llevó a su hermana?
—Ninguna en absoluto.
Maggie se giró y miró a la jueza.
—Señoría, quizá sea algo temprano, pero este me parece un buen momento para realizar nuestro receso de la tarde. A partir de este momento, voy a tomar otra dirección con este testigo.
—Muy bien —dijo Breitman—. Se levanta la sesión durante quince minutos. Espero tenerlos a todos de vuelta a las catorce horas con treinta y cinco minutos. Gracias.
Sarah nos pidió permiso para utilizar los servicios y abandonó la sala acompañada de Bosch, que hacía de guardaespaldas y quería asegurarse de que no coincidía con Jessup en el pasillo. Maggie se sentó a la mesa de la defensa y nos juntamos para comentar la jugada.
—Son tuyos, Maggie. Esto es lo que llevan toda la semana esperando escuchar, y ha sido incluso mejor de lo que podían imaginar.
Ella sabía que me estaba refiriendo a los miembros del jurado. No necesitaba ni mi aprobación ni mis ánimos, pero sentí que debía dárselos.
—Ahora viene lo más difícil —vaticinó—. Espero que pueda soportarlo.
—Lo está haciendo a las mil maravillas. Y estoy convencido de que eso es precisamente lo que Harry le está diciendo en estos momentos.
Maggie no habló más. Comenzó a hojear el cuaderno en el que llevaba escritas las notas y el borrador del interrogatorio. Al instante quedó inmersa en el trabajo que iba a tenerla ocupada durante la siguiente hora.