Martes, 6 de abril, 22:15 horas
A cuatrocientos metros al sur del muelle de Santa Mónica, Bosch estaba de pie junto a unos columpios fijados a la arena. A su izquierda, las aguas negras del océano Pacífico parecían llenas de vida gracias a los reflejos de luz y de color que les llegaban de la noria situada al final del paseo. Hacía un cuarto de hora que el parque de atracciones había cerrado sus puertas, pero el espectáculo de luces continuaría durante la noche. Brindaba un despliegue electrónico de patrones cambiantes que, proyectándose sobre la superficie de la inmensa rueda, resultaba hipnotizante en medio de la fría oscuridad reinante.
Harry agarró el teléfono y llamó a su enlace de la SIE. Ya se había comunicado previamente con él para organizar la operación.
—Bosch de nuevo. ¿Cómo anda nuestro chico?
—Se diría que ya se ha retirado por esta noche. Hoy debes de haberlo puesto en alerta en el tribunal, Bosch. A su regreso ha entrado en Ralph’s para aprovisionarse de comida y luego se ha dirigido directamente a casa, de la que no ha vuelto a salir. Es la primera de las últimas cinco noches en que no anda suelto por ahí a estas horas.
—Bueno, de todas maneras yo no contaría con que vaya a permanecer así. Tienen cubierta la puerta de atrás, ¿verdad?
—Y las ventanas, y el coche, y la bicicleta. Lo tenemos controlado, detective. No se preocupe.
—En ese caso, no lo haré. Tienen mi número. Llámenme si se pone en movimiento.
—Así lo haremos.
Bosch colgó el teléfono y se encaminó hacia el muelle. El viento llegaba con fuerza desde mar adentro, y una fina capa de arena le impactaba sobre el rostro y los ojos mientras se acercaba a la majestuosa estructura. El muelle recordaba a un avión de pasajeros que hubiera quedado varado. Largo y amplio. Contaba con un espacioso aparcamiento coronado por un amplio surtido de restaurantes y tiendas de souvenirs. En su parte central se levantaba un parque de atracciones muy completo en el que no faltaban ni la montaña rusa ni la icónica noria. El extremo que más se introducía en el mar era un tradicional muelle de pescadores con una tienda donde vendían cebo, oficinas administrativas y un último restaurante. Todo ello estaba sostenido por un denso bosque de pilones de madera que arrancaba en tierra firme y se extendía unos doscientos metros más allá del rompeolas, hasta perderse en las gélidas profundidades.
En tierra firme, los pilones estaban cercados por un revestimiento que delimitaba un almacén para la ciudad de Santa Mónica solo medianamente seguro. Por dos motivos. El primero, que la zona de almacenamiento era vulnerable a las mareas altas de máxima intensidad, las cuales se producían en ocasiones excepcionales como resultado de terremotos en alta mar. Y el segundo, que el muelle discurría a lo largo de casi cien metros de arena, lo que obligaba a fijar el revestimiento sobre arena húmeda. La madera estaba en riesgo permanente de pudrirse y cedía con facilidad. En consecuencia, el almacén se había transformado en un refugio clandestino para gente sin hogar que el ayuntamiento debía evacuar de manera periódica.
Los observadores de la SIE habían informado de que, la noche anterior, Jessup se había colado por debajo de la pared sur y había permanecido treinta y un minutos dentro.
Bosch alcanzó el muelle y comenzó a atravesarlo cuan largo era, buscando la grieta en el revestimiento de madera por la que Jessup había reptado. Llevaba consigo una pequeña linterna y no tardó en encontrar una depresión en la base de la pared, la cual revelaba que se había cavado un agujero en la arena y tapado de nuevo parcialmente. Se puso en cuclillas, enfocó el agujero con la linterna y llegó a la conclusión de que era demasiado pequeño para caber en él. Dejó la linterna a un lado y se puso a cavar como un perro desesperado por escapar de un patio.
Enseguida le pareció que el agujero alcanzaba el tamaño suficiente y lo atravesó. Iba vestido para la ocasión. Unos viejos pantalones vaqueros de color negro y botas de trabajo, una camiseta de manga larga bajo un cortavientos de plástico puesto del revés para ocultar el amarillo fluorescente con las letras LAPD(Departamento de Policía de Los Ángeles) estampadas por delante y por detrás.
Desembocó en un espacio oscuro y cavernoso. Los retazos de luz se filtraban entre los tablones del aparcamiento superior. Se levantó y se sacudió la arena de la ropa. Acto seguido, barrió el lugar con la linterna. Como esta era de corto alcance, su haz no podía iluminar los rincones más alejados.
Olía a humedad y el sonido de las olas rompiendo contra los pilones que se levantaban a apenas veinticinco metros de distancia resonaba con fuerza en el espacio cerrado. Bosch enfocó hacia arriba y vio los hongos que se arracimaban en las vigas del muelle. Comenzó a caminar en dirección a la oscuridad y de inmediato topó con un bote cubierto con una lona. La levantó por un extremo que no estaba sujeto y comprobó que se trataba de un bote salvavidas. Continuó avanzando y fue encontrándose con boyas, conos de carretera y señalizaciones para cortar el tráfico que llevaban estampado:
CIUDAD DE SANTA MÓNICA.
Después halló tres andamiajes empleados para proyectos de reparación y pintura en el muelle. Se diría que llevaban mucho tiempo sin utilizarse, y se iban hundiendo lentamente en la arena.
En la parte trasera se extendía una hilera de cuartos de almacenamiento, pero el revestimiento de madera se había resquebrajado y partido con lo que, siendo generosos, la posibilidad de guardar utensilios en ellos podía calificarse de porosa.
Las puertas no estaban cerradas con llave y Bosch recorrió todos los habitáculos. Se los encontró vacíos, excepto el penúltimo de la fila. Este tenía un candado nuevo y reluciente. Acercó el haz de luz a una de las ranuras situadas entre los tablones e intentó mirar adentro. Solo vio lo que parecía ser el extremo de una sábana.
Se retiró de nuevo a la entrada de la puerta y se agachó frente al candado. Sujetando la linterna con la boca, extrajo dos ganzúas de su cartera. Empezó a manipular el candado y enseguida descubrió que constaba solo de cuatro bombines. Tardó menos de cinco minutos en abrirlo.
Entró en el trastero y se lo encontró prácticamente vacío. En el suelo yacía una sábana doblada sobre la que reposaba una almohada. Nada más. El informe del equipo de vigilancia de la SIE recogía que, la noche anterior, Jessup había atravesado la playa portando una sábana. No decía nada acerca de que la hubiera dejado bajo el puente, ni de la existencia de una almohada.
Harry ni siquiera estaba seguro de encontrarse en el mismo lugar adonde había acudido Jessup. Recorrió la pared con la linterna y luego la levantó para poder ver la parte inferior del muelle. Ahí se detuvo. Podía reconocer claramente el contorno de una puerta. Una trampilla. La habían cerrado desde abajo con otro candado nuevo.
Bosch estaba bastante seguro de hallarse debajo del aparcamiento del muelle. De tanto en tanto, le llegaba ruido de vehículos, a medida que la gente lo abandonaba camino de sus casas. Supuso que alguien habría utilizado la trampilla como vía de entrada para almacenar más material. Era consciente de que podía utilizar uno de los andamiajes y subir por él para examinar el candado, pero no se tomó la molestia. Salió de aquel corral.
Mientras manipulaba el candado para cerrar la puerta, sintió cómo el teléfono le vibraba en el bolsillo. Lo sacó rápidamente con la idea de que su enlace de la SIE fuera a comunicarle que Jessup estaba en danza. Sin embargo, el identificador de llamadas le indicó que se trataba de su hija. Descolgó.
—Hola, Maddie.
—¿Papá? ¿Estás ahí?
El tono de su voz era bajo, mientras que el del estallido de las olas era alto.
—Sí, lo estoy. ¿Qué ocurre?
—¿Cuándo piensas volver a casa?
—Pronto, cariño. Me queda un rato más de trabajo.
Habló incluso más flojo, y Bosch tuvo que cubrirse un oído con la mano para poder entenderla. De fondo le llegaba el sonido de la autopista. Supo que su hija se encontraba en la terraza trasera.
—Papá, me está obligando a hacer deberes que no tenemos que entregar hasta la semana próxima.
Bosch la había dejado una vez más al cargo de Sue Bambrough, la subdirectora del colegio.
—Así le estarás agradecida la semana que viene, cuando los demás anden ocupados, y tú, libre.
—¡Papá, me he tirado toda la noche haciendo deberes!
—¿Quieres que le pida que te dé un respiro?
Su hija no respondió y Bosch entendió lo que estaba pasando. Le había llamado para explicarle sus males, aunque no quería que hiciera nada al respecto.
—Te diré lo que vamos a hacer. Cuando vuelva, le recordaré a la señora Bambrough que estar en casa no es estar en la escuela, por lo que no es necesario que trabajes sin descanso. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí. ¿Por qué no puedo limitarme a quedarme a dormir en casa de Rory? No es justo.
—Quizá la próxima vez. Tengo que regresar al trabajo, Mads. ¿Podemos seguir hablando de esto mañana? Quiero que estés en la cama cuando llegue a casa.
—Lo que tú digas.
—Buenas noches, Madeline. Asegúrate de que todas las puertas quedan bien cerradas, incluida la de la terraza. Nos vemos mañana.
—Buenas noches.
Era imposible pasar por alto el descontento en su tono de voz. Colgó antes de que lo hiciera Bosch. Apagó el teléfono y, en el instante justo en que se lo colocaba de nuevo en el bolsillo, oyó un ruido que le hizo pensar en un entrechocar de objetos metálicos. Procedía de la zona donde se hallaba el agujero por el que se había escurrido dentro del almacén. Apagó de inmediato la linterna y se dirigió hacia la lona que cubría el bote.
Agazapado detrás de la embarcación, vio una figura erguida frente a la pared que empezaba a moverse en la oscuridad sin la ayuda de una linterna. Se encaminó con determinación hacia el cuarto provisto del candado nuevo.
Del aparcamiento superior llegaba luz procedente de las farolas. Estas vertían franjas de claridad a través de las grietas formadas al combarse los tablones del paseo. Mientras la figura avanzaba a través de estos, Bosch vio que se trataba de Jessup.
Se agachó un poco más y, de forma instintiva, se llevó la mano al cinturón para asegurarse de que su arma seguía ahí. Con la otra mano extrajo el teléfono y pulsó el botón de silenciar. No quería que el enlace de la SIE se acordara de llamarlo de repente para alertarle de que Jessup estaba en marcha.
Bosch vio que Jessup llevaba consigo una bolsa que parecía pesar mucho. Avanzó directo al trastero y abrió la puerta. Obviamente, disponía de una llave.
Jessup dio un paso atrás y, al darse la vuelta y barrer toda la habitación con la mirada para cerciorarse de que se encontraba solo, Bosch percibió un haz de luz que cruzaba por delante de su rostro. A continuación, entró en el habitáculo.
Durante unos segundos, cesaron todos los sonidos y movimientos. Jessup reapareció en el umbral. Salió y cerró la puerta con el candado. Regresó a la zona iluminada e hizo un nuevo barrido del lugar de ciento ochenta grados. Bosch agachó un poco más el cuerpo. Imaginó que Jessup estaba en alerta porque había encontrado el agujero recién cavado bajo la pared.
—¿Quién anda por ahí? —gritó.
Bosch no se movió. Ni siquiera respiró.
—¡Muéstrate!
Bosch metió la mano bajo el cortavientos y agarró su pistola. Sabía, por los informes, que Jessup se había agenciado un arma. Al menor gesto en su dirección, estaría preparado para sacar la suya y ser el primero en abrir fuego.
No ocurrió nada. Jessup regresó a toda prisa al agujero de la entrada y no tardó en desaparecer en la oscuridad. Bosch aguzó el oído, pero todo lo que llegó fue el batir de las olas. Aguardó otros treinta segundos antes de dirigirse hacia la apertura en la pared. No encendió la linterna. No estaba del todo seguro de que Jessup se hubiera marchado de verdad.
Abriéndose paso entre los andamiajes, se dio un fuerte golpe en la espinilla contra una barra de metal que sobresalía de uno de ellos. Sintió una oleada de dolor que se extendía por la pierna izquierda al tiempo que la estructura se tambaleaba. Las dos plataformas superiores de metal cayeron a la arena con estrépito. Se lanzó al suelo junto a ellas y esperó.
Jessup no apareció. Se había ido.
Se incorporó con lentitud. Estaba magullado y furioso. Sacó el teléfono y llamó a la SIE.
—¡Se suponía que debíais llamarme si Jessup se ponía en marcha! —susurró, muy enfadado.
—Lo sé —respondió su interlocutor al otro lado—. No lo ha hecho.
—¿Qué? Estás… Ponme con quien esté al cargo.
—Lo siento, detective, pero esa no es la forma en que…
—Escucha, capullo. Jessup no está recogidito en casa. Acabo de verlo. Y la cosa ha estado a punto de acabar mal. Ahora déjame hablar con alguien, o lo siguiente que haré será llamar al teniente Wright a su casa.
Mientras esperaba, caminó hasta un lateral de la pared para alejarse del almacén. La pierna le dolía a rabiar. Estaba cojeando.
La oscuridad le impedía encontrar el punto en la pared bajo el que podía escurrirse. Al final encendió la linterna y la bajó a ras de suelo. Halló el sitio y vio que, al igual que la noche anterior, Jessup había lanzado arena sobre el agujero. Una voz le llegó a través del teléfono.
—¿Bosch? Aquí Jacquez. ¿Acaba de declarar haber visto a nuestro sujeto?
—No declaro haberlo visto. Lo he visto. ¿Dónde está su gente?
—Estamos frente a su cero, hombre. No lo ha abandonado.
Cero era el nombre en clave que el equipo le había otorgado al hogar del sujeto que se hallaba bajo vigilancia.
—¡Y una mierda! Me lo acabo de encontrar bajo el muelle de Santa Mónica. Traiga a su gente hasta aquí. Ahora.
—Tenemos a su cero bien controlado, Bosch. No hay…
—Escúcheme, gilipollas. Jessup es mi caso. Lo conozco, y hace un momento casi me muerde las pelotas. Ahora llame a sus hombres y averigüe quién ha abandonado su puesto porque…
—Le volveré a llamar —dijo Jacquez secamente, y colgó.
Bosch reactivó el timbre de llamadas y devolvió el teléfono al bolsillo. Volvió a colocarse de rodillas y a cavar un agujero. Se valió de las manos como si fueran palas. Escurrió el cuerpo por el agujero. Contemplaba la posibilidad de que Jessup lo estuviera esperando al otro lado. Pero no había la menor señal de él. Se levantó, miró en dirección sur hacia Venice y no vio a nadie bajo la luz de la noria. Se volvió para recorrer con la mirada los hoteles y edificios de apartamentos que se extendían a lo largo de la playa. Había gente en el paseo marítimo, pero no reconoció a Jessup.
A unos veinticinco metros divisó unas escaleras que conducían directamente al aparcamiento del muelle. Se dirigió hacia ellas sin dejar de cojear. Estaba a mitad de trayecto cuando le sonó el teléfono. Era Jacquez.
—De acuerdo, ¿dónde se encuentra? Estamos de camino.
—De eso se trata. Lo he perdido. He tenido que esconderme y pensaba que vosotros lo teníais controlado. Me encamino a la planta superior del muelle. ¿Qué demonios ha ocurrido, Jacquez?
—Uno de los chicos ha tenido que salir a plantar un pino. Asegura que el estómago le estaba causando problemas. Dudo que mañana siga en la unidad.
—¡Dios mío!
Bosch alcanzó el final de las escaleras y salió al aparcamiento. Ni rastro de Jessup.
—De acuerdo, estoy en el muelle. No lo veo. Se lo ha llevado el viento.
—De acuerdo, Bosch. Llegamos en dos minutos. Nos dispersaremos. Vamos a encontrarlo. No ha cogido el coche ni la bici, por lo que va a pie.
—Puede que haya subido a un taxi en alguna de las paradas que hay frente a todos estos hoteles. En definitiva, no sabemos dónde…
De golpe, Bosch reparó en algo.
—Debo irme. Llámeme tan pronto lo tengan, Jacquez. ¿Entendido?
—Entendido.
Bosch cortó la comunicación, y acto seguido llamó a casa con el marcador rápido. Miró el reloj. Como ya eran más de las once, aguardó a que Sue Bambrough respondiera.
Pero fue su hija quien descolgó.
—¿Papá?
—Hola, cariño. ¿Cómo es que sigues levantada?
Porque he tenido que hacer todo ese montón de deberes. Quería tomarme un descanso antes de acostarme.
—Está bien. Escucha, ¿me puedes pasar a la señora Bambrough?
—Papá, estoy en mi cuarto y ya llevo puesto el pijama.
—De acuerdo. Pues entonces, acércate a la puerta y pídele que coja el teléfono de la cocina. Necesito hablar con ella. Mientras tanto, ve vistiéndote. Tienes que irte de la casa.
—¿Qué? Papá, tengo que…
—Madeline, escúchame. Esto es importante. Voy a pedirle a la señorita Bambrough que te lleve a su casa hasta que pueda venir a recogerte. Quiero que salgas de ahí.
—¿Por qué?
—No necesitas saberlo. Limítate a hacer lo que te pido. Ahora, por favor, dile a la señora Bambrough que se ponga al teléfono.
No respondió, pero Bosch captó cómo abría la puerta de su cuarto. Luego la oyó decir: «Es para ti».
Al cabo de un momento, descolgaron el supletorio de la cocina.
—¿Hola?
—Sue, soy Harry. Necesito que hagas algo. Necesito que te lleves a Maddie a tu casa. Ahora mismo. Pasaré a recogerla por ahí en menos de una hora.
—Entendido.
—Sue, escucha. Esta noche hemos estado vigilando a un individuo que sabe dónde vivo. Lo hemos perdido. No hay razón para alarmarse, ni motivos para pensar que se dirige hacia aquí, pero prefiero tomar todas las precauciones. De modo que quiero que cojas a Maddie y abandonéis juntas la casa. Sin más dilación. Acudid a tu domicilio, y luego nos reuniremos allí. ¿Puedes hacerlo, Sue?
—Nos marchamos de inmediato.
Le gustó la determinación que irradiaba su voz, e imaginó que estaba relacionada con el hecho de ejercer como profesora y subdirectora en un colegio público.
—De acuerdo, me pongo ya en marcha. Llámame en cuanto hayáis llegado a tu casa.
Lo cierto era que Bosch no estaba aún en marcha. Tras la llamada, guardó el teléfono y volvió a bajar a la playa por las escaleras. Una vez allí fue hasta el agujero que había cavado bajo la pared del almacén. Lo cruzó de nuevo y, en esa ocasión, se valió de la linterna para orientarse hasta el cuarto cerrado con llave. Recurrió a las ganzúas de nuevo para liberar el candado, sin dejar de darle vueltas al modo en que Jessup se había desembarazado del equipo de vigilancia. ¿Había sido una mera coincidencia el que hubiera abandonado su apartamento en el mismo instante en que el agente de la SIE se ausentaba de su puesto? ¿O había sido consciente de que lo estaban observando y había aguardado a que llegara su oportunidad para escaparse?
Por el momento, no había forma de saberlo.
Al fin consiguió abrir el candado. Necesitó más tiempo que la primera vez. Entró en el habitáculo y dirigió la luz a la sábana y a la almohada que reposaban sobre el suelo. La bolsa que Jessup acarreaba también se encontraba ahí. En un lateral se leía RALPH’S. Bosch se arrodilló. Estaba a punto de abrirla cuando le sonó el móvil. Era Jacquez.
—Lo tenemos. Se encuentra en Nielson con Ocean Park. Tiene pinta de que camina de regreso a casa.
—En tal caso, intenten no perderlo de vista esta vez, Jacquez. Debo dejarle.
Colgó antes de que Jacquez pudiera responderle. Al instante llamó al móvil de su hija. Se encontraba en el coche de Sue Bambrough. Bosch le dijo que podían dar la vuelta y regresar a casa. No recibió las noticias con la gratitud que cabe esperar de alguien que ve cómo acaban de liberarlo de la tensión. Su hija estaba enfadada por culpa del susto. Bosch no podía culparla, pero tampoco podía seguir hablando.
—En menos de una hora estaré en casa. Si sigues despierta, podemos hablar del asunto. Hasta ahora.
Cortó la comunicación y se concentró en la bolsa. La abrió sin moverla del lugar que ocupaba junto a la sábana.
Contenía una docena de raciones individuales de fruta enlatada. Había melocotones en almíbar, piña troceada y macedonia de frutas. También apareció un paquete de cucharas de plástico. Bosch se quedó mirándolo todo fijamente durante un buen rato y, a continuación, levantó la vista hacia las vigas transversales y la trampilla con candado.
—¿A quién vas a traer aquí, Jessup? —murmuró.